La Reliquia Boruca: Capítulo VII
14 de junio
de 1896
Diario personal de Walter Davies
En un carruaje, entre San José y Puntarenas.
El viaje ha sido largo y agotador. Poco a poco he vuelto a salir de la
civilización después de pasar por Alajuela. Transitamos por varios pueblos en
los que nos detuvimos para estirar el cuerpo y poder descansar. Al salir de San
José, el Capitán Guardia me comentó que debíamos atravesar las montañas que se
veían a lo lejos, pero no le creí. Ahora sé que no se encontraba bromeando.
Charlando con el Sargento Quesada y el
Soldado Ureña, he conocido un poco más sobre la vida personal y militar de cada
uno de ellos.
El Sargento es un hombre humilde,
sencillo y casado. Me comenta que vive en un lugar llamado Curridabat, tiene
dos hijos y una niña y está próximo a retirarse de la vida militar para
trabajar en su pasión, la carpintería. También me dice que ingresó al ejército
por necesidad y no por vocación, pero que eso no lo detuvo para crecer.
Aprendió estudios básicos para poder ascender en la escala de suboficiales. Me
regaló una anécdota de cuando el Capitán Guardia ingresó al Cuartel:
“El Capitán parecía un hombre de los
que yo ojiaba en el tiatro actuando de príncipe más que a un militar, y siempre
andaba con viejas reventadísimas y na’ de cueros”, aunque no pude entender bien
que significa eso.
Por otra parte, el Soldado Ureña es un joven muy curioso. Le gusta preguntar
cómo es la vida en América y cómo puede hacer para irse a vivir allá; pero
cuando le pregunto sobre su vida personal, no le gusta hablar de ello. Siento
que se apena de su lugar de origen, pero habla muy bien de su madre y que “su
cuchara” es la mejor de su pueblo.
Con los ocupantes del otro coche casi no he tenido oportunidad de hablar.
Guillermo es muy tímido y reservado, más por no enojar a su jefe que por
naturaleza. Al señor Tarnat no le he hablado mucho, me parece una persona
prepotente, aunque para hacer el viaje más ameno, debo comportarme a la altura.
Dejo de escribir, ya el sol se oculta y mi visibilidad desaparece.
—¿Qué tanto escribe, mister Davies?
—interrumpió Ramón— ¿Es sobre nosotros?
—Algo así, mi amigo.
—Quiero ver —indicó Ramón, levantándose un poco de
su espacio para ver lo que Walter escribió en su diario.
—¿Ves?, aquí dice el nombre de Ramón.
—Sí, pero, ¡no entiendo nada de lo que dice!
—expresó riendo el Sargento.
—Son solo anécdotas para mi futuro. Gracias por
compartir sus historias, mi amigo.
El viaje se había extendido por cuatro días. En la
última fecha, el traslado finalizó hasta pasadas las diez de la noche. Cuando
llegaron a la ciudad de Puntarenas, el equipo de soldados y los funcionarios
del Congreso comenzaron a descargar sus maletas en la entrada de uno de los
hoteles disponibles frente al mar, para descansar.
El barco en el que debían viajar rumbo al puerto
del sur, Puerto Arenitas, partía hasta el día de mañana a primera hora. La idea
de Bernardo era ir a cenar al comedor del hotel y después, dormir para reponer
fuerzas.
—Y bien, Capitán —dijo Ramón—, ¿estamos de licencia hasta
mañana?
—Sargento, ¿qué quiere decir con eso? —expresó
Bernardo con un poco de molestia— ¿Acaso pretende salir?
—Capitán, no se moleste por favor —habló con
sumisión el Sargento—. Muy pocas veces he estado en Puntarenas. Además, debemos
ir a comer, cierto, ¿Ureña?
El Sargento miró a su subalterno y con su brazo
izquierdo, golpeó disimuladamente sus costillas para acuerpar su comentario.
—Sí, sí, es cierto. Tengo mucha hambre, Capitán.
—Yo también quisiera cenar fuera, Bernardo —se
incorporó Walter a la sugerencia—, así aprovecho y conozco más sobre
Puntarenas.
—Está bien, señores. Vamos a comer fuera y después
retornamos al hotel —autorizó un desanimado Bernardo—. Pero primero debemos ir
donde el Capitán de Puerto para informar nuestra llegada.
—¡BIEN! ¡GENIAL! —expresaron los militares.
—Señor Tarnat, Don Guillermo, ¿no nos acompañan?
—preguntó Walter a los funcionarios del Congreso.
—Ni de broma iré a una vulgar fonda de acá.
Nosotros cenaremos en el hotel. —expresó despectivamente Tarnat.
—Yo quiero ir a visitar a un familiar que vive en
la ciudad —lanzó Guillermo—, podría irme con todos y quedarme en la casa de
ella un momento para visitarla.
Bernardo comprendió la señal que indicaba Guillermo
para poder salir con ellos, sin tener que incomodar a su arrogante jefe.
—Claro, Don Guillermo. Nosotros lo acompañamos.
—¡Perfecto! —expresó molesto Tarnat— Yo me retiro a
mi dormitorio. No cenaré.
Los hombres fueron a dejar sus maletas a los
dormitorios, acordando encontrarse en la recepción del hotel en quince minutos
para partir rumbo a uno de los centros nocturnos que ofrecían alimento y
diversión.
Antes de partir, detrás de ellos, en una silla de
la recepción y sin nada en la mesita en la que se encontraba apoyado, un sujeto
observaba sus movimientos con disimulo.
Ciudad de Puntarenas.
La ciudad se encontraba completamente dormida.
A pesar de ser un puerto, los establecimientos y
comercios cerraban por norma poco después de las seis de la tarde. Las calles
despobladas, daban un indicio a Ramón de lo que sus pensamientos intuían… hoy
no bebía.
Una vez presentados en el Puerto con el Capitán,
los hombres se disponían a dar vuelta al hotel en completa decepción. Pero,
para otorgarle un nuevo milagro a la Virgen del Carmen, Patrona de Puntarenas,
en la conversación surgida con Guillermo, el joven expresó las palabras
adecuadas como bálsamo para el ánimo de Ramón.
—…Pero no mentía cuando les dije que tengo
familiares acá —expresó Guillermo Barrantes—, sólo que no voy a ir donde ellos.
Ya es muy tarde.
—Entonces, ¡debes conocer un lugar abierto a esta
hora! —exclamó Ramón—, ¿puedes llevarnos?
—Existe un lugar, pero queda un poco lejos.
—Pues, ¿Qué esperas? ¡VAMOS!
—Señores, ya es tarde —interrumpió el Capitán—,
deberíamos ir a descansar.
—Bernardo, no soy un juerguista —dijo Walter—, pero
me gustaría conocer un poco la zona.
—No lo hagas más difícil, Walter —comentó Bernardo
indeciso—. Está bien, vamos, pero solo un momento. Máximo a las dos de la
mañana.
—Dos horas y media es más que suficiente, Capitán…
—expuso Ramón— Para comer, claro.
—Ajá… —pronunció Andrés de modo irónico.
Guillermo guío a sus compañeros de aventura hasta
un centro oculto en Fray Casiano de Madriz. Para llegar sin contratiempos y
poder disfrutar un poco, se subieron en uno de los servicios de carruajes del
hotel en el que se hospedaban. La zona no era segura para llegar caminando;
además, se corría el rumor de que la Cegua asechaba en sus
callejones a los ebrios mujeriegos.
Al llegar al centro nocturno clandestino, el olor a
meados se unía con el aroma del tabaco de los cigarros que fumaban los
marineros allí presentes. Los gritos de las damas y los sonidos de botellas de
alcohol chocando entre sí, daban una fraternal bienvenida al Sargento Quesada,
que se sentía como águila en su nido.
—El hambre me abrió las boquillas —expresó
un ordinario Ramón, buscando una mesa para cinco.
—Bernardo, ¿qué quiere decir lo que dijo el
Sargento? —preguntó Walter.
—Que quiere tomar —indicó un molesto Bernardo.
—Oh…
Los hombres se sentaron juntos en los barriles y
una mesa improvisada que se ubicaba en medio del salón. En este lugar de mala
muerte no importaba la raza, género, nacionalidad o posición social. Todos los
presentes lo que les importaba era disfrutar del alcohol y pasar un buen rato…
a solas o acompañados.
El Sargento no aguantó las ganas y para cuando se
sentó con sus colegas, ya llevaba dos tragos en su haber.
—¡Eres mi salvador, Guillermo! ¡AAAAGH!
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