La Reliquia Boruca: Capítulo VIII
15 de junio de 1896.
Centro Clandestino, Puntarenas.
El tiempo había transcurrido y se
acercaban las dos de la mañana. Los aventureros que acordaron retirarse a esa
hora, poco a poco se les fue olvidando su pacto o lo ignoraron voluntariamente.
Después de varias escenas deplorables del Sargento Quesada consumiendo
cantidades absurdas de diferentes tipos de alcohol, los demás comenzaron a
disfrutar de modo más racional de los licores que se les presentaban en su
improvisada mesa.
Pasadas las dos de la mañana, los
hombres prefirieron mantenerse despiertos y acordaron descansar en el barco
rumbo al Puerto Arenitas. Para este tiempo, las conversaciones producto del
alcohol, se volvían cada vez más superficiales y agradables.
—Entonces, Capitán, ¿el mulato
Santamaría no existió? —preguntó el raso Ureña— ¿Quién fue el héroe,
entonces?
—Yo no he dicho que no existió, Don
Andrés. Sólo dije que fue una maniobra política muy bien elaborada.
—Capitán, ¿cómo sabe eso? —preguntó un
ebrio Quesada.
—Porque yo fui partícipe del proyecto,
mi querido Sargento.
—¡Otra historia! Déjame y saco mi
cuaderno para anotarla, Bernardo. —expresó emocionado Walter.
—La historia es simple, señores. Los
que somos de Alajuela sabemos de Juan Santamaría en la Campaña Nacional, el
cual había quemado el Mesón. Los familiares siempre hablaban que su pariente
había sido el héroe ese once de abril. Juan Santamaría siempre se ha mencionado
como el soldado figura de la gesta, pero no se le daba la importancia actual.
Es algo así como aquel soldado de Tres Ríos de apellido Villalobos que, con una
pierna herida, retornó desde el campo de batalla con su hermano en las espaldas
hasta su casa. Hace once años, cuando Guatemala estaba con ganas de unir a
Centroamérica en una sola nación, Don Próspero y Don Bernardo, expresidentes
del país, Don Walter, para que entienda y lo anote en la historia, le
comenzaron a dar importancia al nombre de un líder del pueblo llano y sencillo
para forjar un espíritu de patriotismo. Para esos años, Don Rafael, el
actual presidente y yo, hablábamos de la necesidad de crear un
héroe nacional, como en otros países latinos que rompieron sus cadenas de
esclavitud y acogieron las alas de la libertad. Entonces, este servidor, como
buen patriota, inició una campaña para financiar la estatua del Erizo que
ahora se encuentra en Alajuela. También comencé a indagar y estudiar la
procedencia del verdadero Juan Santamaría, yendo a varias partes del país y
entrevistando a soldados que compartieron con él, incluido mi tío, el General y
Gobernador de Guanacaste, Don Víctor Guardia, que estuvo al mando de
Santamaría. No voy a entrar en más detalles porque alargo la plática a una
conversación muy aburrida, pero les diré con toda certeza que Juan si existió y
sí, ¡ÉL QUEMÓ EL MESÓN! —finalizó, golpeando enérgicamente la improvisada mesa
mientras los presentes, absorbidos en la historia, brindaban con sus tragos en
absoluto jolgorio y realizaban gritos al mejor estilo del Güipipía.
—Es muy interesante esa historia, Don
Bernardo —profirió Guillermo emocionado—. Veo que ha mencionado mucho al
Presidente en la noche, ¿Lo conoce bastante?
—¡Ellos eran uña y mugre! —intervino un
etílico Quesada.
Bernardo calló por un segundo. Aun así,
levantó su mirada y respondió a su nuevo colega.
—Lo conozco lo suficiente… mucho antes
de que fuera Presidente —expresó un orgulloso Bernardo—. Doce años, para ser
exacto.
—Debe tener anécdotas con él, Capitán
—agregó Andrés—. ¿Puede contarnos alguna?
Bernardo sonrió antes de contar la
historia que más disfrutaba con Don Rafael. No se trataba de la vez que
tuvieron que escapar de unos ladrones en Whitechapel en Londres, o cuando casi
pierden la vida en Louisiana por creerse cazadores de lagartos. Era una
experiencia ocurrida en una cantina, en medio de San José.
—Tengo una historia —apuntó emocionado
Bernardo—. Señor Davies, saque su cuaderno para que guarde esta anécdota, si no
llega a entender mi jerga o lenguaje, con gusto le explicaré después.
—Está bien, mi amigo —respondió un
sonriente Walter.
Anécdota narrada por Bernardo:
“Ustedes saben que a
Don Rafael le dicen Gallo e’Lata, ¿verdá? Y lo han visto siempre con su porte
serio y pensativo, ¿sí?
Para cuando yo tenía
veintiún años y el veintitrés, más o menos, estábamos en una cantina en San
José con Julio, un chavalo que era amigo en común.
Julio se iba
marchando para Londres a vivir unos años. Había un negocio entre los tres y él
lo iba a manejar desde allá. Él era muy charlatán y le encantaba jugarle bromas
a Rafael. Como sabía que, para esos años, a Rafael no le gustaba que le dijeran
Gallo, el día de su despedida estábamos juntos en la barra, tomando unos
guaros, y cada vez que Rafael hacía un comentario, Julio le respondía “Sí,
Gallo” “Ajá, Gallo” “Uuuy, Gallo” “No puede ser, Gallo” …
Yo conocía muy bien a
Rafael y sabía que ya se estaba cabreando. Esos ojos de loco que ponía no se
perdían.
Ya en un momento no
aguantó más y pegándole un güevazo a la barra le dice:
—¿¡QUÉ QUERÉS!? ¿¡QUÉ
TE DESBARATE EL HOCICO!?
Julio y yo no pudimos
tragarnos la risa, y entre más lo víamos, más nos reíamos. De pronto, acerca su
cara a la mía y me dice casi murmurando:
—¿Vos querés que te
miente la madre?
Soy huérfano, Rafael
lo sabía. Pero estaba tan bravo, pero tan bravo, que se le fueron las luces. Yo
no me molesté, solo reí y reí hasta ahogarme y llorar de la risa. Rafael se fue
tan enojado para la casa que no se despidió de Julio y no me habló en una
semana.”
Los ocupantes de la mesa no aguantaron
las carcajadas al escuchar la historia, solo Quesada no reaccionó, pues ya
estaba medio inconsciente.
—Siempre he querido duplicar la voz que
hizo ese día, ¿Vos querés que te miente la madre?, pero nunca he
podido —expresó Guardia, mientras sus colegas continuaban riéndose.
—Debieron ser buenos años, Bernardo
—lanzó Davies, después de una pausa.
—De los mejores de mi vida —acotó
pensativo— ¡POR NUESTRO PRESIDENTE DON RAFAEL! ¡A SU SALUD!
—¡A SU SALUD! —brindaron todos los
presentes.
—Mi tío me mataría si escuchara
estas palabras —pensó un mareado Bernardo, creando una sonrisa de gozo
en su rostro.
Eran casi las cuatro de la madrugada.
Bernardo había indicado el fin de la jarana. Era tiempo de recoger sus maletas
en el hotel para dirigirse al puerto de la ciudad. Los presentes, aunque se
encontraban un poco mareados, pudieron levantarse de sus asientos. Incluso
Ramón lo hizo.
Saliendo de la puerta del centro de
perdición, entre risas y malas palabras, los soldados y su nuevo amigo eran
interceptados por cuatro hombres que se encontraban frente a ellos.
—Buenas noches, señores —expresó un
tranquilo Walter, que era el menos mareado.
—…
Los hombres no contestaron. En lugar de
eso se separaron para no dejar pasar a los compañeros de algarabía, haciendo un
medio círculo.
—¡Por favor! ¿Es en serio? —rompió el
silencio Bernardo en un modo que arrastraba sus palabras.
—Bueno, así es como tiene que terminar
la noche perfecta, Capitán —indicó un Ramón sin apariencia de la embriaguez en
su semblante—. Ureña, apuesto mis botas al que arranca más dientes que yo.
—Esto se pone interesante, Sargento
—expresó el atlético raso.
Ramón comenzó a quitarse la chamarra
militar. El malhechor que se encontraba en el extremo izquierdo fue el primero
en atacar, abalanzándose sobre el Mayor Davies; pero justo antes de llegar a
él, un Ramón ya listo, se le tiró encima y moliéndolo a golpes con sus dos
manos, lo dejó inconsciente.
—Bueno, ¿Quién sigue? —expresó Ramón,
sediento de lucha, levantándose del suelo.
Los tres sujetos restantes se le fueron
encima al Sargento, pero fue en vano. Ramón, usando su robusto cuerpo, empujó a
los salteadores, lanzándolos al suelo. Cuando se disponían a levantarse, Andrés
Ureña agarró a uno de ellos y le encestó un derechazo directo a su cara,
arrancando tres dientes de manera inmediata.
—¡Llevo tres, Sargento!
Walter, Bernardo y Guillermo se encontraban
prácticamente como espectadores de la lucha. Aunque tenían capacidades para
enfrentar a sus atacantes, parecía innecesario incluirse en la pelea. Ramón y
Andrés eran unas bestias salvajes recién liberadas.
Ramón se fue con todo a dos de los
sujetos que recién había lanzado, revolcándose en el suelo con ellos. El primer
hombre abatido por el Sargento, se levantó y sacó un arma que portaba en su
cintura. Antes de accionarla, Guillermo lo golpeó con una piedra por detrás,
dejándolo nuevamente tendido en el suelo. La lucha no se prolongó por más
tiempo. Los tres hombres semiconscientes y malheridos salieron corriendo,
dejando al portador del arma solo, tirado en el suelo.
—Bueno, Ureña. Te has ganado mis botas,
tómalas.
El Sargento cumplió su palabra y comenzó
a quitarse las botas para entregarlas a su subordinado.
—Sargento, es muy amable —expresó un
agradecido Andrés—. Pero, ¿qué va a utilizar ahora? ¿va a andar descalzo?
—¡Ni de broma! —lanzó Ramón—. Le voy a
quitar las botas a este malandro.
—Oh… —suspiró Ureña.
Antes de partir, Bernardo cogió del
cuello al casi inconsciente atacante para interrogarlo.
—¿Quién te envió? ¡Dime!
—Nadie, señor. Suélteme por favor
—suplicó el aporreado hombre.
—Será mejor que nos digas —expresó
Walter—, nosotros aún no hemos comenzado.
—Es que no nos envió nadie, se los
juro. Estábamos esperando que salieran ebrios para robarles.
Bernardo vio en sus ojos temerosos una
respuesta sincera. Dejó su expresión de ira y lo soltó. Dándole la espalda, les
anunció a sus amigos que marcharan de regreso al hotel.
—Te vas a quedar acá, ¡pero las botas
no! —pronunció el Sargento Quesada, insertando sus nudillos derechos en la
nariz del magullado ladrón.
No hubo más contratiempos. Al llegar al
hotel, solo tuvieron tiempo para recoger sus cosas y tomarse un café con un
añejo tamal de maíz.
Don Braulio se molestó al ver el
espectáculo que tenía frente a sus ojos y comenzó a insultar nuevamente a su
discípulo, quién solo acató coger las maletas y llevárselas al puerto. Andrés
guardó silencio, pero su mirada no se separó de la del señor Tarnat, dando
señales que aun deseaba una última pelea.
—Déjalo Andrés —dijo Ramón,
sosteniéndolo de su brazo—, por hoy es suficiente.
—Espero que haya conocido un poco más
de la cultura del país, Walter —le expresó Bernardo a Davies—. Lamento mi
comportamiento, tenía muchos años de no embriagarme.
—Oh, conocí bastante, mi amigo. Hoy
experimenté mucho del entusiasmo de los ticos, créame —expresó
agradecido el norteamericano—. También aprendí como valoran la amistad.
Bernardo no habló, solo sonrió y abrazó
el hombro de su superior, mientras caminaban hacia el puerto.
—Eso es otra historia que puede anotar
en su diario algún día, querido Walter.
Barco de vapor, entre Puntarenas y
Puerto Arenitas
Diario Personal de Walter Davies
Aun no puedo creer lo
diverso que es el país en el que me encuentro. Hace pocas horas me localizaba
saliendo de Puntarenas con el sol ya asomándose en el cielo despejado y en
cuestión de segundos comenzó una fuerte llovizna, para luego, como si de una
broma se tratase, el sol aparecía nuevamente en pocos minutos. Los demás
miembros de la expedición no se asombraron y vieron esto como rutinario.
Supongo que para ellos es normal, pero para mí es una experiencia alejada de
los climas de mi tierra.
El Capitán Bernardo
convino que descansáramos debido a la pequeña “reunión” en la madrugada, pero
no puedo conciliar el sueño con este calor y la humedad.
Este viaje nos
llevará con destino a la parte inicial de la expedición en la parte más alejada
del país. El viaje será corto; el Capitán del barco nos anunció que, para
mañana a primera hora estaremos en Puerto Arenitas.
El señor Tarnat me
comentó que esta zona es la menos explorada y la más despoblada de Costa Rica,
a pesar de ser actualmente la más rica en las culturas prehispánicas. Muchos de
los habitantes ni siquiera conocen si son ciudadanos costarricenses o
colombianos. Don Braulio también comenta que existen leyendas sobre seres
divinos y tesoros ocultos, que esta es su razón de participar en la expedición.
Esto no le agrada a Bernardo y une las piezas para deducir que, debido a esto,
es muy probable que nos estén tratando de sabotear la expedición.
Walter no conciliaba el sueño, su
diario era su único acompañante. Los pasajeros que se encontraban circulando en
el barco no le daban oportunidad ni siquiera de saludar. Muchos de ellos eran
habitantes de la zona sur del país y como era de su conocimiento, ellos no se
encontraban a gusto con un norteamericano en sus tierras.
El caso se agravaba al verlo portar el
uniforme militar beige de campaña.
Ante esta situación, el Mayor decidió
quitarse la chaqueta que portaba y tomar el consejo que anteriormente le había indicado
Tarnat:
—Le recomiendo que no
use su uniforme en estas tierras. Con eso solo causará más temor entre los
lugareños.
La tranquilidad que ocupaba la cubierta
y la resonancia del mar, se vieron interrumpidas por el sonido de un disparo
antes de mediodía.
De pronto, el ambiente se convirtió en
una zona de gritos de espanto por los tripulantes y repiques agitados de una
campana en la proa. Walter al percatarse de la situación de alerta, corrió con
dirección a la parte delantera del barco, chocando contra hombres, mujeres y
niños que huían despavoridos de aquel sector de la nave. Antes de poder
alcanzar a la parte final de la embarcación, un proyectil lo alcanzó
superficialmente en una de sus piernas.
Walter se protegió contra un costado de
las paredes. No tuvo oportunidad de observar que era lo que ocurría, pero sí
alcanzó a notar la figura de dos hombres armados. Con su pierna lesionada,
corrió hasta la zona de las habitaciones, antes de encontrarse de frente con
Bernardo y Ramón.
—Walter, ¿Qué ocurre? —preguntó un
estremecido Bernardo.
—Hay unos hombres atacando en la parte
de atrás del barco. Están armados con rifles. Me hirieron en la pierna.
—Ramón, avísale a los demás que estamos
siendo atacados —expresó Bernardo—. Walter, ¿puedes caminar?
—Sí, es superficial —indicó Walter—
Trae las armas.
Bernardo asistió a Walter para
encontrar un lugar seguro, pero antes de hallarlo, del costado derecho
surgieron dos sujetos, disparando sus armas directo a ellos.
Walter y Bernardo corrieron hasta la
sección en donde se ubicaban las habitaciones, esquivando los proyectiles que
pasaban cerca de sus cuerpos. En los ajustados pasillos donde se hallaban los
dormitorios, aparecieron el Sargento y el Soldado con sus armas listas para la
ejecución de las órdenes de los Oficiales.
—Capitán, ¿Cuál es la orden? —preguntó
Ramón.
—Quesada, Ureña, cubran nuestras
espaldas para ir por las armas que tengo en la habitación.
Al momento de dar las instrucciones,
los dos atacantes se presentaron por la entrada del pasaje. Ramón y Andrés se
tornaron en cuclillas y accionaron sus rifles inmediatamente, introduciendo las
balas en los marcos del ingreso, evitando que los agresores pudiesen tener
oportunidad de responder el ataque.
—¡Desgraciados!
Ramón y Andrés se cubrieron, en tanto,
Bernardo y Walter lograron llegar a la habitación en donde Guardia tenía las
armas.
—Walter, agarra el rifle y un revolver.
—En seguida, Bernardo.
—¿Tienes un plan? —preguntó un agitado
Capitán.
—El Sargento y el soldado están
cubriendo la entrada por el lado izquierdo. Vamos por el lado derecho y
resguardemos paralelamente los pasillos del costado de la embarcación hasta
bordear la zona y llegar donde se encuentran los atacantes.
El Capitán asintió la orden del Mayor y
se dirigieron por la salida contraria a la que se encontraban Ramón y Andrés.
Al llegar a la salida del pasillo de
dormitorios, Bernardo cubrió el lado derecho que dirigía hasta la proa,
mientras Walter aseguró el lado izquierdo para alcanzar la popa. Bernardo sabía
que Walter se encontraba herido, por lo que consideró menos riesgoso enviarlo a
la parte trasera de la embarcación.
En la popa del barco, Walter se encontró
con los pasajeros de la embarcación, agrupados entre gritos, llantos y
descontrol. Para empeorar la situación, muchos de ellos al verlo, lo
consideraron cómplice de los atacantes.
Walter comenzó a gritar que no se
preocuparan, que estaba allí para socorrerlos, pero fue en vano. Varios hombres
comenzaron a perseguirlo fruto de la ira, por lo que su única opción fue
retornar al lado de Guardia.
—Bernardo, ¡Ayúdame! —exclamó Walter en
tono elevado.
Guardia observó la escena en la que se
encontraba Walter. En ese momento, apareció otro atacante desde la proa y
disparó de forma torpe el arma, errando épicamente el disparo y retornando
inmediatamente a la parte trasera de la embarcación.
Los pasajeros asustados, volvieron
nuevamente al lado trasero de la embarcación, despejando por completo el
pasillo. Walter retornó hasta atrás gritando que se protegieran.
Bernardo corrió hasta la parte
delantera apuntando su rifle al frente, a la espera de un nuevo ataque; pero al
llegar al sitio, no encontró al sujeto que les había disparado unos segundos
atrás.
Aun así, continuó con el plan propuesto
por el Mayor Davies y al bordear la embarcación, topó con los dos primeros
atacantes que se encontraban en la entrada del pasillo.
Bernardo posicionó su cuerpo tendido en
la cubierta y disparó contra uno de ellos directo en su pierna, haciéndolo caer
y dejarlo fuera de acción.
Walter apareció por el otro lado
apuntando su arma al otro asaltante.
Los agresores, al ver que se encontraban
acorralados y contemplando la derrota, decidieron lanzarse al mar, perdiéndose
entre las oscuras aguas del Pacífico.
Los cuatro soldados se concentraron en
la entrada del pasillo. Walter ordenó peinar la embarcación para buscar si
había más atacantes dentro de ella. Después de un tiempo de búsqueda, no
lograron encontrar más que a un Doctor Tarnat y su asistente, escondidos y
atemorizados en sus habitaciones.
Bernardo comenzó a indagar la situación
entre todos los tripulantes y pasajeros para averiguar de lo ocurrido.
Todos los entrevistados, expresaban que
los atacantes eran parte de los pasajeros desde su salida de Puntarenas. Unos
niños que se encontraban jugando, observaron las armas y lo comentaron a sus
padres, quienes le expusieron la situación al Capitán del barco.
Alertado, el Capitán de la embarcación
se posicionó frente a los sujetos y apuntando su arma, les solicitó que las
entregaran, dando inicio al ataque.
Por suerte, el Doctor Tarnat socorrió
al Capitán de la nave y lo trató a tiempo. Su herida en el brazo sanaría
pronto, dejando únicamente una anécdota para el recuerdo.
Habían pasado unas horas desde el
último ataque. Bernardo se hallaba impaciente al frente de la habitación del
Mayor Davies, esperando la salida del señor Tarnat que se encontraba atendiendo
la herida de su pierna.
Después de unos minutos, el
representante del Congreso salió de los aposentos.
—Don Braulio, ¿cómo se encuentra
Walter? —preguntó Bernardo.
—Se encuentra bien, su herida es solo
superficial, no representa problema —respondió Tarnat—. Lo que nuestro paciente
ocupa es descansar. El hombre casi no ha dormido.
—Gracias Don Braulio. Agradezco su
atención.
—Es deber de un doctor atender a sus
pacientes. Además, no tengo mucho que hacer por acá.
Bernardo notaba que Tarnat no se
encontraba a gusto hablando con él, por lo que comenzó a entablar una
conversación más profunda para saber qué había ocurrido entre el múltiple
profesional y la familia Guardia.
—Don Braulio, ¿Puedo preguntarle qué
ocurrió entre mi familia y su persona?
—Con su familia nada, Don Bernardo… con
su tío Tomás.
—¿Puedo saber qué sucedió?
—Hace muchos años, cuando yo era joven,
su tío arrestó a varios hombres que se encontraban en un restaurante en San
José. Por casualidades de la vida, yo me encontraba hablando con uno de esos
sujetos, cuando de repente, un grupo de soldados en compañía de su otro tío,
Víctor, aparecieron y nos arrestaron a todos. No quiero entrar en detalles,
solo diré que, al igual que muchos, fui exiliado como un vil conspirador. Se me
acusó de acciones que no tenía idea ni era participe. Después de eso, me
prometí a mí mismo no regresar nunca más a Costa Rica hasta que la plaga del
militarismo fuera erradicada del poder del Gobierno.
—Lamento escuchar todo esto Don Braulio
—repuso Bernardo con una sincera disculpa—. Eran otros tiempos y ya no es la
misma Costa Rica. Tampoco soy mi tío.
—Pero sigue representando el poder
militar de él —acotó Tarnat a la conversación.
—Es cierto, soy militar y me siento
orgulloso de ello. Pero quiero que sepa que usar este uniforme no vuelve a una
persona mala o agresiva, lo vuelve un voluntario para ayudar y socorrer en
donde se le ordene. Como puede ver, aquí estamos, cuatro soldados dispuestos a
entregar nuestra vida por una misión, y cuando se requiere proteger a los
civiles, estaremos presentes.
—Eso tiene mucho mérito, señor Guardia.
—Tengamos un nuevo comienzo, Don
Braulio. Mi nombre es Bernardo Guardia y estoy dispuesto a servirle a mi país y
a su pueblo.
—Muchas gracias, Don Bernardo —expresó
un amable Tarnat—. Disculpe si lo he irritado con mi comportamiento.
—La diplomacia es la mejor solución
ante las adversidades, señor Tarnat.
—Lamento interrumpir señores
—interrumpió un entrometido y conmovido Ramón—, pero es mi deber informar que
el almuerzo ya está preparado.
La noche había arribado. Las seis de la
tarde se anunciaba con la campana anteriormente utilizada para alertar a Walter
Davies, comunicando a los tripulantes que era el tiempo para la cena.
El grupo de la expedición llegó al
comedor para disfrutar una sencilla sopa hecha con verduras y una porción de
pollo. El personal de la cocina, deseando terminar la extenuante jornada del
día, atendía de forma rápida a todos los pasajeros, despachando los platillos
de un modo casi grosero. Aun así, todos disfrutaban la velada y comentaban lo
ocurrido en horas aproximadas al medio día.
—Capitán, lo que no entiendo es, ¿Quién
era el tercer sujeto que disparó el arma?
—Desconozco quién pudo ser, Sargento.
Pero no disparó con la intención de agredirnos… o lo hizo muy mal.
—Yo noté que era muy joven, Bernardo
—dijo Walter.
—Entonces, ¿no era parte de los
atacantes? —preguntó Guillermo.
—No creo —respondió Walter—. Sea quien
sea, nos ayudó.
—Don Braulio —expresó Bernardo,
queriendo cambiar el tema—, ¿sabe qué es la pieza de jade que le robaron a Don
Hilario la noche de su asesinato?
—Estudié el asunto antes de aceptar
incorporarme a la expedición, Don Bernardo —dijo Tarnat limpiando sus lentes—.
No es una pieza cualquiera, señores. Tampoco creo que Hilario quisiera
venderla, intuyo que la estaba protegiendo.
—Me interesa conocer esta historia,
Señor Tarnat —indicó Walter—, ¿qué es la pieza?
—Según las historias Borucas, la pieza
de jade es un dije que tiene la forma de las máscaras tradicionales de su
pueblo. Se dice que fue entregada por los habitantes de la región del
Guanacaste, propiamente los guerreros Chorotegas al, podemos decir Cacique o
Rey de los Borucas, tributo a su feroz comportamiento en una batalla ocurrida
antes de la llegada de los españoles a estas tierras. Entrando en una historia
más fantástica, se comenta que este dije tiene el poder de ablandar las rocas y
moldearlas al gusto del portador. Al llegar los españoles a la región, un
guerrero valiente, descendiente de aquel Cacique, era el portador del relicario
de jade, su nombre era Cuasrán. Los pueblos nativos conocían las intenciones de
los españoles que buscaban riquezas y oro, así que Cuasrán utilizó el poder de
su amuleto y escondió los tesoros de su pueblo, moldeando piedras en esferas
redondas por toda la región Boruca. Cuasrán luchó contra el yugo de los
conquistadores, pero no pudo detenerlos. Cuando finalmente fueron derrotados,
los españoles obligaron a los Borucas a convertirse al cristianismo, pero
Cuasrán decidió no aceptar la nueva religión y huyó a las montañas de la
región, entregando su dije a uno de sus descendientes. Desde entonces, su
pueblo es protector de las rocas escondidas en medio de la selva tropical.
—Y, ¿Dónde están esas rocas? —preguntó
Andrés interesado.
—No se sabe dónde están o si son reales
—interrumpió Guillermo—, se dice que algunas personas han encontrado piedras
redondas en la zona, pero son solo rumores.
—No me interrumpas, Guillermo —espetó
Tarnat—. Pero, si alguien cree estas historias fantásticas y considera que
dentro de las supuestas rocas existe oro u otros tesoros, lo único que pueden
hacer es destruir un exquisito patrimonio histórico y cultural del país.
—Y ese Cuasrán, ¿Es cierto o es un
héroe ficticio? —preguntó Walter.
—Es una leyenda —habló Braulio Tarnat—.
Considero que debe ser una mezcla entre verdad y ficción. Pero los pueblos
Borucas lo consideran su protector.
—Es una lástima que no estemos en las
fiestas de año nuevo —aportó Bernardo—. Durante esas fechas, los habitantes de
esas tierras hacen una festividad llamada el juego de los diablitos, que
representa la lucha de los pueblos de la zona lidiando contra el yugo de los
españoles.
—Y en esas fiestas, ¿hay alcohol?
—preguntó Ramón, peinando su barba con las manos, más interesado en el asunto.
—Sargento, es una fantástica historia y
solo le interesa saber si hay licor. ¡Increíble! —respondió Andrés molesto a la
pregunta.
—Sargento, debemos estar alerta en la
zona, nada de fiestas, por favor —indicó Bernardo.
—Algo muy importante es que, se dice
que el único capaz de moldear las piedras a su antojo es el heredero de la casa
de Cuasrán. Hilario González era su líder. Al morir él, esta figura cayó en su
hermano menor, pero desconozco de quien se trate —aportó Tarnat, finalizando su
sopa.
—Señor Davies, ¿Cuál es su asunto en
todo esto? —preguntó Guillermo.
—Qué pena señor Tarnat, señor
Barrantes, disculpen si no se los dije antes —expresó Davies—. Dentro de poco,
Colombia y Costa Rica deben validar nuevamente su tratado limítrofe. Mi
gobierno quiere que no haya ningún inconveniente entre las dos naciones. El
Secretario de Estado desea conocer cómo se encuentra la situación política y
social de la zona, determinado si el tratado que se va a firmar es el más
adecuado.
—El más acorde a sus intereses, mejor
dicho —increpó Tarnat.
—Bueno, debemos descansar. Vamos a
dormir para mañana estar enérgicos. Es un viaje largo —indicó Bernardo,
evitando que la conversación se volviera un tema hostil.
—¡Buenas noches! —exclamaron los miembros de la expedición al levantarse de la mesa.
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