La Reliquia Boruca: Capítulo I
3 de abril de 1896
San José, Costa
Rica.
Años han pasado
desde la campaña militar de mil ochocientos cincuenta y seis. Costa Rica había
aprendido que su reducido tamaño no era impedimento para alcanzar majestuosos
logros.
El país ya no
era el pequeño territorio oculto en el centro de América; la exportación del
café a los países europeos y las crecientes relaciones con Estados Unidos
habían hecho que la nación se desarrollara culturalmente al nivel de las
mejores sociedades del Continente Americano.
—Desearía estar
en una cama caliente, abrigado…
Ni el viernes
santo había otorgado un espacio de tranquilidad en San José. La ciudad capital
del país centroamericano se encontraba cubierta por un temporal desde hacía dos
días. En medio de la lluvia, la construcción del Teatro Nacional, una
obra de arte al mejor estilo de la arquitectura europea, se erigía frente a
unos campos de maíz, dando un contraste entre lo antiguo y lo moderno.
Cerca de allí,
al norte de la ciudad, en medio de uno de los callejones cercanos a la Fábrica
Nacional de Licores, un hombre se encontraba sentado debajo de un pequeño techo
que se asomaba desde una de las casas de Otoya, esperando que el clima le diera
una pequeña oportunidad para poder continuar con su trayecto.
Hilario había
llegado a la capital proveniente de un pueblo muy alejado de San José, ubicado
en la zona sur del país. Consigo, en una de las bolsas de su chaqueta, un
pequeño tesoro de jade oculto que provenía de su tierra natal resaltaba en el
relieve de la delgada tela.
En medio de las
extensas cortinas de agua, un majestuoso carruaje negro se asomaba desde el
costado este del angosto pasaje empedrado en adoquín. Acercándose al joven
nativo de la región de Boruca, el coche impulsado por dos caballos de un color
negro muy oscuro, lentamente se detenía, inmovilizándose al frente de su
presencia.
El cochero
golpeó con una de sus manos el costado izquierdo del carruaje, dando señal a su
ocupante interno para que abriera la pequeña ventana ubicada en uno de sus
costados. En un breve instante, el rostro de un hombre que no superaba los
cuarenta años y con un profundo hoyuelo incrustado en su mentón se asomaba
desde el interior.
—Buenas noches,
señor —expresó una voz con un tono elevado para poder superar la
resonancia de la lluvia—. Veo que se encuentra en apuros. ¿Le gustaría que
lo lleve a su hogar?
—Buenas noches —respondió
Hilario, mirando con un poco de incertidumbre al hombre que se encontraba
frente a él—. No señor, es muy amable. Además, ya casi me retiraba de este
sitio. La lluvia no es lo que me detiene.
Hilario se
levantó del lugar donde se encontraba sentado mientras se limpiaba sus manos en
la rota levita color beige que portaba. En tanto, seguía observando la cara del
sujeto que mantenía un semblante que denotaba falsedad y la necesidad de
expresar un aire de arrogancia y misterio.
—Insisto —recalcó
el hombre—, es mi deber cívico ayudar al prójimo.
—También es su
deber cazar personas para poder obtener lo que quiere, supongo —pronunció
Hilario con un tono de voz un tanto molesto—. Creo que esto es un juego
muy tonto, señor…
—Eso no tiene
importancia, menos para una persona de… ¡su clase! —exclamó un enojado
caballero desde su carruaje— Dame lo que quiero y no tendremos problemas.
Hilario miró
cada uno de los accesos de la calle que lo tenía a merced de su cazador. A como
pudo, su robusto cuerpo se posicionó dirección contraria a la carroza y comenzó
a correr.
El Boruca corrió
lo más que su condición le permitió; su corazón se le agitó de un modo excesivo
en un breve espacio de tiempo. La fuerte lluvia acrecentaba cada vez más,
provocando que el peso de su ropa aumentara significativamente, complicando su
plan de escape.
Al llegar al
parque en donde se erigió el Monumento Nacional, trató de buscar un alma que lo
pudiera socorrer. Comenzó a gritar voces de auxilio, sin embargo, nadie
contestó su llamado.
Hallándose
frente a la estatua que conmemoraba la gesta de la nación en la campaña contra
los filibusteros, sin poder concebir un plan para escapar de su instigador, se
dejó caer de rodillas, clamando la intervención de Cuasrán para su protección.
A sus espaldas, una voz agitada y casi apagada brindó las últimas palabras que
el sureño escuchó antes de recibir la filosa hoja de una daga directo en su
garganta:
—¡Muere, mugriento!
Hilario tomaba
su cuello con las manos, esbozando sonidos de ahogo producidos por su sangre.
Lentamente el indígena tendía su cuerpo en la tierra y perdía la conciencia
mientras trataba de expresar palabras ya ilegibles.
—Te dije que no
tuviéramos problemas, Hilario —murmuró el misterioso hombre, revisando al
agonizante indígena.
Al palpar el
cuerpo ya tendido en el suelo, en medio de una densa capa de sangre y agua, el
ladrón consiguió en la levita lo que tanto buscaba.
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