La Reliquia Boruca: Capítulo XVI


07 de julio de 1896

 

Palacio Nacional, San José.

 

Los miembros del equipo se encontraban a la espera de ser recibidos por el Presidente de la República y el Secretario de Guerra en la sala de espera del Palacio.

Clara y Eustolio se encontraban incómodos en el recinto. Al igual que Ramón y Andrés, el nerviosismo era evidente. Estar al frente del mandatario del país, era un evento al que ellos no estaban acostumbrados.

Por su parte, Bernardo, Walter y Tarnat se hallaban a gusto en la recepción, solicitando café a los recepcionistas de la institución.

—Don Braulio, ¿ahora si se encuentra en su ambiente? —expresó Bernardo sonriendo al tiempo que sostenía la taza de café y la acercaba a su boca.

—No tiene idea cuan feliz estoy de volver a la civilización —respondió Tarnat—. No menosprecio su tierra, señorita Clara, pero prefiero la ciudad.

—No se disculpe señor —dijo Clara—. Entiendo lo que es no sentirse cómodo en otro lugar.

 

La puerta del salón presidencial se abrió. Don Juan apareció, asomando su frondoso bigote y llamando al Mayor Davies y al Capitán Guardia.

—El Presidente los recibirá a los dos primero.

Walter se levantó de su asiento y Bernardo lo secundó. Antes de llegar a San José para ser recibidos por el Presidente, el equipo completo realizó una parada para asearse y estar presentables para Don Rafael. Como en un principio, los oficiales utilizaron sus trajes azules, botas altas color negro y espadas envainadas en su cintura.

Al ingresar al salón, Don Rafael se encontraba junto al Licenciado Ascensión Esquivel Ibarra, tercer designado a la Presidencia de la República y nuevo plenipotenciario de Costa Rica en Colombia.

—Mayor Davies, Capitán Guardia, sean bienvenidos —pronunció el Presidente—. Espero que el viaje haya sido un completo éxito, a pesar de lo leído en sus cartas.

—Fue una buena misión, señor Presidente —indicó Walter—. Lo ocurrido con Guillermo Barrantes dio un ingrediente extra que tanto necesitaba el viaje para llamarlo aventura.

—Me alegra que haya sido así —agregó Don Rafael—. Le presento al Licenciado Ascensión Esquivel Ibarra. El será nuestro enviado a Colombia para establecer el nuevo acuerdo limítrofe o validar el anterior.

—Es un gusto, señor Davies —extendió su mano el catedrático nacido en Nicaragua—. El Presidente y el General Quirós me comentaron mucho sobre usted.

—Espero que escuchara solo asuntos buenos. —respondió el Mayor sonriendo.

—Capitán Guardia, tanto tiempo. Veo que se encuentra muy bien.

—Licenciado Esquivel, un placer volver a verlo —manifestó Bernardo.

Don Juan tomó a Bernardo para conversar asuntos personales sobre la experiencia vivida en la zona sur del país. Él sabía que Don Rafael iba a interrogar a Walter y no quería que se sintiera excluido.

—Por lo escrito en sus cartas, me parece que la parte sur del país se mantendrá tal como está —expresó Don Ascensión—. Es una lástima que no pudiese explorar más.

—Los contratiempos impidieron aventurarnos un poco más. Sin embargo, se puede dejar una apertura para una futura negociación. Considero que Colombia podría llegar a un buen acuerdo para tener un vecino amigo en caso que la provincia de Panamá presente problemas.

—Eso es cierto —apuntó el Licenciado Esquivel.

—Señor Davies —irrumpió Don Rafael—, ¿pudo observar si en la costa del Pacífico se puede llegar a construir un ferrocarril?

—El viaje en el vapor me permitió ver la costa —respondió el Mayor Davies—. El terreno es llano hasta llegar a la península de Osa. Recomendaría que, en caso de realizarse las líneas férreas a ese sector, estas no deberían llegar a Santo Domingo de Osa, sino al puerto de Golfito. Esa tierra ofrece mucho para la explotación agrícola y sería un buen comienzo para conectar a Costa Rica con Colombia. Todo eso lo agregaré en mi reporte.

—El señor Esquivel parte en los próximos días a Colombia, ¿podría llevarse una copia de la documentación suya? —preguntó el Presidente.

—No podría darles una copia con mi nombre, señor Presidente. Pero creo que utilizar el nombre del Capitán Guardia sería lo correcto. Yo presentaré la documentación a Richard Olney y si se requiriera un fallo, él se le entregaría al mediador.

—Prefiero que sea el Gobierno de Estados Unidos o la República de Francia en caso de determinar un mediador —expresó Don Ascensión.

—Debería informar al Marqués de Peralta de la situación para que lo comunique al Gobierno de Faure en Francia —agregó Don Rafael—. Además, creo aportar documentación escrita por un costarricense sería declarado como información sesgada, señor Davies.

—Don Braulio, el enviado del Congreso tiene nacionalidad belga, él también podría ser el escritor de la investigación —aportó Walter.

—Es una muy buena opción, señor Davies —repuso el Licenciado Esquivel.

—Creo que tienen razón, señores —aceptó Don Rafael—, ¿qué otro asunto debemos tratar?

—Señor Presidente —incorporó Bernardo a la conversación—, Como pudo leer en las cartas, durante el viaje fuimos apoyados por los nativos del pueblo Boruca. Si no fuera por ellos, hoy no estaríamos aquí. Su mejor guerrero y su líder vinieron hasta acá para conocerlo personalmente. Me gustaría pedirle que los reciba y se les dé un reconocimiento por ayudarnos.

—¿Qué propone, Capitán? —preguntó el Presidente, un poco asombrado por recibir palabras de Bernardo, levantando su ceja derecha.

—Se le den medallas al valor a ellos, a los dos soldados y al doctor que nos acompañaron.

—Delo por hecho, Capitán. ¿Algo más antes de recibir al resto de los miembros que esperan afuera?

—Disculpe, señor —irrumpió Don Juan—. Bernardo me sugirió que mañana realicemos ascensos a los miembros de la expedición y otros reconocimientos. Si es de su agrado, puede acompañarnos en la Plaza de Armas y darles el reconocimiento ahí mismo.

—Es una excelente idea, General y Capitán —habló Don Rafael.

—Señores, ofrezco una disculpa —dijo Bernardo—, pero me gustaría quedarme a solas con el señor Presidente.

El salón cayó en un profundo silencio. Nadie esperó esa solicitud.

Don Rafael aceptó la sugerencia del Capitán Guardia y pidió al resto dejarlos a solas.

El Presidente Yglesias tomó una postura firme y entrelazó sus manos al frente, inhaló profundo y exhaló del mismo modo. Mirando directamente a los ojos a su antiguo amigo, lanzó una pregunta a secas.

—¿Qué quiere, Capitán Guardia?

—Quiero pedirte una disculpa, Rafael —expresó un sincero Bernardo—. Durante mucho tiempo me he comportado como un idiota, viviendo del rencor del pasado. Nunca debí que un resentimiento dañara nuestra amistad.

El Presidente cambió su postura, relajándola visiblemente y comenzó a expresarse de un modo completamente confiado y amable.

—Bernardo, el que te debe una disculpa soy yo, fui un pésimo amigo. Nunca debí ocultarte nada.

—Me disté las disculpas hace cuatro años y yo no las acepté. Por eso te pido perdón y espero que nuestra amistad no haya muerto para ti.

—No hay nada que perdonar, hermano —Rafael y Bernardo se abrazaron fuertemente con sus brazos y las lágrimas brotaron de sus ojos—. No hay nada que perdonar… nuestra amistad nunca murió.

—Ahora, ¿Vos querés que te miente la madre? —imitó Bernardo a Rafael, riendo.

—¿Vas a continuar con eso? Supéralo ya —respondió Don Rafael limpiándose las lágrimas mientras reía—. Mi madre se pondrá feliz con esta noticia.

—Me hace falta la comida de Doña Eudoxia, Rafael.

—Bernardo, hazme el favor y llama a los demás para conocerlos, por favor.

—A la orden, señor Presidente —atendió la orden Bernardo

—Dios mío, Bernardo… —Don Rafael levantaba sus cejas, haciendo una mueca irónica por la respuesta de Bernardo—, no cambias.

 

Bernardo salió a la puerta y llamó a los demás para ser recibidos por el Presidente Yglesias. Don Juan se quedó de último para averiguar qué había ocurrido, pero el rostro de felicidad y los ojos llorosos de Bernardo, respondieron antes de preguntar.

—Estoy muy orgulloso, Bernardo.

Al ingresar Bernardo, comenzó a presentarle al Presidente a sus nuevos amigos. Uno a uno fueron colocándose al frente de Don Rafael para estrecharle la mano. El Capitán dejó de último a Clara para presentarla de forma especial.

—Señor Presidente, ella es Clara González, la hermana de Hilario.

—Lamento su perdida, señorita González. Me disculpo por lo ocurrido con su hermano.

—No se debe disculpar señor, pero agradezco sus palabras.

—Rafael —irrumpió Bernardo de modo confiado para asombro de Clara—, ella es muy especial para mí y me gustaría que la conozcas un poco más.

—Sería un verdadero placer, hermano —pronunció Don Rafael—. ¿Cena en mi casa o en la tuya?

—En la mía, mañana —sugirió Bernardo—. Lleva a Manuela, por favor.

—Eso me gustaría mucho, Bernardo. Gracias.

 

Al salir del Palacio Nacional, los hombres comenzaron a despedirse. Braulio Tarnat se dirigió al Congreso para dialogar con Don Pedro León. Ramón y Andrés se dirigieron a la Barbería para estar presentables el día siguiente. Bernardo invitó a Clara y a Eustolio a quedarse en su casa, pero ellos declinaron su propuesta, yendo a descansar a un hotel en la Avenida Central, no sin antes acompañarlos y caminar por la Capital para conocer sus atracciones.

—Bernardo, ¿Por qué no me dijiste que eras amigo del Presidente?

—¿Recuerdas que te conté que no tengo hermanos, pero sí un amigo que lo quiero como uno? Pues… es él.

—Me hubieras dicho antes. No sé ni cómo vestirme para mañana. Cenar con el Presidente de la República… nunca lo esperé. ¿Qué otra sorpresa me tienes?

—Muchas más sorpresas, créeme.

Bernardo propuso a Clara ir a una tienda y comprar un vestido para la cena que tendrían con el Presidente, marchándose en solitario. Walter animó a Eustolio hacer lo mismo para la ceremonia que tendrían en la Plaza de Armas. Pidió al General Juan Quirós que los acompañara, el cual aceptó gustoso.


—Clara, ¿Cuánto tiempo te vas a quedar? —preguntó Bernardo.

—No lo sé, mi amado. Pero te voy a contar un secreto.

—Dime.

—El señor Davies le propuso a Eustolio irse con él a su tierra y aceptó. Creo que una joven como yo no podría irse sola a Boruca y tendrían que venir por mí —expresó de manera irónica Clara.

—La líder de los Borucas no debe estar sin sus escoltas. Creo que serán unos días antes de que vengan hasta acá —precisó Bernardo sonriendo y sosteniendo la mano de Clara.

Detrás de ellos aparecieron Walter, Don Juan y Eustolio con varios paquetes, riendo de una anécdota contada por el Secretario de Guerra acerca de Bernardo.

—Y así fue como conocimos a Bernardo…

—Juan, ¿Por qué siempre cuentas la historia de tía Mercedes? —reclamó un avergonzado Bernardo.

—Bien, ya Eustolio tiene su traje— se acercó riendo Walter a Bernardo y Clara—. Le queda muy bien.

—¿Puedo saber la historia? —preguntó Clara más interesada en el relato que en el traje.

—No es nada, deberíamos irnos... —respondió Bernardo antes de ser interrumpido por su primo.

—Señorita Clara —habló Don Juan—, el valiente hombre aquí presente, en su infancia era un completo llorón. Mi madre, la tía de Bernardo, un día lo llevó a nuestra casa para presentarlo. Podía tener unos ocho años…

—Seis, tenía seis —interrumpió un incómodo Bernardo—. Era un niño recién huérfano.

—La edad no es lo que importa —dijo Don Juan desinteresado en la observación antes de proseguir—. Mis hermanos Federico y Manuela ya conocían al pequeño Bernardito, pero Miguel, Guillermo y yo, no. Manuela nos había comentado que nuestro primo odiaba estar lejos de sus tíos, los Guardia…

—Juan, por favor —irrumpió nuevamente un acongojado Bernardo—. No sigas.

El Secretario de Guerra ignoró la petición de su primo.

—La primera noche que durmió con nosotros, fue la última. Pasó llorando hasta la madrugada, balbuceando: “extraño a mis tíos… extraño a tía Cristina”. Mi madre, muy dulce y tierna, llegó a la habitación en donde se alojaba Bernardo y le dijo “mi amor, pero acá esta tía Mercedes, no te sientas triste”. Entonces el señorito aquí presente le contesto del modo más cordial posible: “usted es muy fea, vieja bruja” y continuó llorando.

Clara no soportó la anécdota y comenzó a reír, siendo secundada por todos los demás, mientras Bernardo mantenía un semblante que mediaba entre el enojo y la indiferencia.

Cuando los ánimos se calmaron un poco, Bernardo se acercó a Walter.

—Walter, ¿podemos hablar un minuto? —habló Bernardo en inglés, tomando a Davies del hombro y alejándose un poco de los demás.

—Claro, Bernardo, dime.

—¿Por qué no me dijiste que Eustolio se va contigo?

—No quería decirlo hasta la ceremonia, mi amigo —respondió Walter—. Te sorprenderá más saber que ya todo está listo para despedirnos mañana.

—¡Walter! es muy pronto —dijo Bernardo con tristeza en sus ojos—. Quédate unos días más.

—Me gustaría poder hacerlo, en serio. Pero debo partir lo más pronto posible. No te pongas triste, mi amigo. Es solo un hasta pronto, no un adiós.

—¿Lo prometes?

—Voy a ser muy franco contigo, Bernardo —expresó un sincero Walter—. Voy a Estados Unidos con una carta del Secretario de Estado de Costa Rica para ser asignado como agregado militar acá. Mi intención es ir por mi familia y retornar a esta hermosa tierra.

—¿Lo dices en serio? —la alegría retornó al rostro de Bernardo.

—No quiero dejar este bello país, ni a los amigos que hice. Quien sabe, a lo mejor termino como ingeniero militar en Costa Rica.

—Eso estaría muy bien para mí —dijo Bernardo, retornando con Walter donde Clara, Eustolio y el Secretario de Guerra.

Los amigos se despidieron para ir a descansar. Clara y Eustolio se dirigieron al hotel, acompañados por dos soldados a petición de Don Juan para asegurarse que llegaran bien.

Bernardo, Walter y Don Juan se marcharon a la residencia del Capitán para continuar la plática sobre la expedición y sus aventuras.

—…Pero primero me gustaría un café, señores. Paquito debe extrañar mis órdenes.

—Señor Davies, ¿Bernardo le ha comentado cómo conoció a Paquito?

—¡JUAN POR FAVOR!

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