La Reliquia Boruca: Capítulo XV
26 y 27 de junio de 1896
Pueblo de Boruca, zona sur.
—Aún no puedo creer que Clara es la líder de su pueblo.
—Pues así es, mi amigo —habló Walter a Ramón.
—Capitán, sólo eso nos faltaba, enamorado de una Reina —comentó Ramón a Bernardo entre risas.
Bernardo se encontraba reposando en una cama dentro de la vivienda de Clara, quien estaba a su lado. A su costado en otro lecho, descansaba el Doctor Tarnat, durmiendo profundamente.
Sus compañeros se colocaban al lado de la cama del Capitán, felices de ver su rápida recuperación.
—Clara, ¿qué pasó con Guillermo? —preguntó Bernardo— No me creo que se lo llevara un espíritu del bosque.
—Ya lo he dicho repetidas veces, Bernardo. Fue Kuasram el que lo tomó y llevó lejos de aquí, donde nunca más causará daño.
—Sea como fuese, el hombre no se encuentra en la zona —explicó Walter—, hemos buscado por todas partes y no hay rastro de él.
—Debemos partir lo más pronto posible, amigos —indicó Bernardo—. Tenemos que llegar antes del diez de julio a San José para entregar la documentación hecha por Walter a Don Rafael.
—No pienses en eso, Bernardo —habló Clara—. Debes recuperarte primero.
—Además, las negociaciones no se van a detener por unos días de diferencia. —opinó Walter.
—¿Cómo se encuentra Tarnat? —preguntó Bernardo.
—José nos informó que se encuentra bien —respondió Andrés—. El proyectil se incrustó en una de sus costillas y no causó un daño grave.
—Sargento Quesada, soldado Ureña, hicieron un gran trabajo —agradeció Bernardo—. Cuando retornemos a la Capital, los voy a recomendar para un ascenso a los dos.
—Eso sería excelente, ¡gracias señor! —expresaron los futuros ascendidos.
—Bueno, basta de hablar —interrumpió Clara—. Mi Bernardo y el Doctor deben reposar. Pueden ir a bañarse en la quebrada de agua, le diré a Eustolio que los acompañe.
Los tres soldados se retiraron de la habitación alegres por ir a refrescarse en el agua. Clara recostó la cabeza de Bernardo en su pecho para acariciarle su cabello.
—Clara, debes venir con nosotros.
—Sabes que no puedo, Bernardo.
—No es por eso, Clara. Es para presentar ante el Gobierno a los guerreros que salvaron la expedición.
—Debo pedir permiso al Consejo para partir. Es un viaje diplomático.
—No se negarán. Estoy seguro de ello.
Bernardo durmió profundo.
Clara se dirigió donde Lucinio para solicitarle al Consejo de Mayores permiso para partir a San José con el grupo expedicionario. El Consejo no tardó en deliberar mucho tiempo, aceptando la moción. Lucinio le solicitó a Eustolio acompañar a su hermana hasta la Capital para protegerla.
El Boruca aceptó.
Los ancianos del pueblo determinaron durante su sesión que el viaje se debía realizar lo más pronto posible, iniciando el día de mañana —Cosas de política, supongo—, cómo expresaba el Capitán Bernardo Guardia al no comprender las decisiones de sus superiores.
La mañana del día veintisiete de junio de mil ochocientos noventa y seis, los valientes guerreros del Equipo Erizo partían del místico pueblo de Boruca, marcando sus vidas para siempre.
Los habitantes se encontraban reunidos en el centro. A su cabeza, el Consejo de Mayores acompañaban a Caraí para despedir a sus nuevos amigos.
—Es mi deseo volver pronto, señor Lucinio —expresaba un convaleciente Tarnat, apoyándose en Andrés Ureña.
—Lo esperaremos con los brazos abiertos, señor Braulio —expresó el hermano de Clara—. Nuestro pueblo acepta a todos los que quieran respetar y conservar la naturaleza.
Tarnat y Andrés se despidieron de los ancianos para dar paso a sus compañeros, quienes también deseaban dar su adiós.
—Don Lucinio, Don José, ¿Me podrían dar un poco de chicha antes de marcharme? —preguntó el Sargento— Es para reponer fuerzas.
—De seguro la tendrás, señor Ramón. —respondió José con una sonrisa en su rostro.
—Muchas gracias —expresó el ebrio Quesada, inclinando su cabeza.
—Señor Bernardo, Señor Walter —habló Lucinio—, espero que su visita haya sido de mucho provecho.
—Pude sacar un poco más —dijo Walter—, pero lo que llevo es suficiente. Espero volver en otro momento, Caraí.
—Y será bien recibido, lo prometo.
—Agradezco su hospitalidad y su trato para todo mi equipo, Lucinio —agradeció Bernardo—. Prometo contar solo cosas extraordinarias de Boruca en la Capital.
—Eso es bueno, señor Bernardo. Espero cuide muy bien a Clara mientras se encuentren allá. También espero entienda que ella es nuestra líder ahora.
—De eso no tenga duda, Lucinio.
—Hermano, cuida a nuestro pueblo en mi ausencia —ordenó Clara—. Quedas a cargo de todos ellos.
—Siempre lo he hecho, Coshov —indicó Lucinio, besando a su hermana en la mejilla. Bóc Shuán̈, te la encargo para que nada le pase.
—Cuente con ello, Sorevca.
—Antes de partir, debemos expresar algo —expresó José a todos los habitantes de Boruca—. Valientes guerreros, acérquense a nosotros.
Walter, Bernardo, Ramón y Andrés se postraron al frente del Consejo y los hermanos González.
—Como un gesto de agradecimiento, el Consejo de Mayores ha decidido nombrarlos aiví rójc Brún̈kajc, lo cual los convierte en Guerreros Borucas —nombró José a los soldados, entregándoles unas lanzas y máscaras ceremoniales de diversas formas y coloridas tonalidades.
—¡Yo quiero la del tigre! —exclamó Ramón.
La expedición subía en las carretas donde inició el viaje a la tierra de Cuasrán para alejarse poco a poco, mientras el pueblo entero los despedía con palabras en su lengua nativa.
—Nunca olvidaré su hermoso pueblo y su maravillosa cultura, señorita Clara —expresaba el Mayor Davies.
—Siempre que piense en nosotros, observe la máscara y sabrá dentro suyo que nunca nos hemos ido de su lado, señor Davies.
—¡Hasta pronto, hermosa tierra de majestuosos bosques y magníficos animales! —gritó Tarnat desde la otra carroza.
—Ramón, mis compañeros se caerán de espaldas cuando vean las botas que llevo puestas —dijo Andrés Ureña.
—Mi amigo, con el sueldo de un Cabo, no tendrás necesidad de usar esas gastadas botas, aunque sí se sorprenderán bastante.
—¿Y por qué un Sargento si las usaba?
—Fue un regalo del Capitán Guardia hace muchos años, aunque él no lo recuerde…
En la mente se Quesada, un recuerdo remoto en un día de lluvia se proyectaba y daba comienzo para narrar su anécdota.
Ramón se encontraba dirigiendo su Escuadra antes de comenzar el patrullaje del día. El Teniente Bernardo Guardia, quién había sido reprendido de manera acalorada e injustificada por el Coronel Quirós delante de todos minutos antes, se colocó a su lado y pregunto de modo curioso:
—¿Cómo es que un Sargento se encuentra dirigiendo a sus hombres con los pies desnudos?
El Sargento creyó que la ira y el enojo del Teniente serían descargados en él, pero no fue así.
—Teniente, prefiero ver calzado en los pies de mis hijos que en los míos…
Bernardo solicitó a los soldados iniciar sus labores, quedando a solas con el Sargento Quesada para continuar la conversación.
—Eso no debe ser así Sargento, tome mis botas —Bernardo se quitó su calzado y lo entrego a Ramón—. Un Sargento siempre debe dar el ejemplo de prestancia y pulcritud a su Escuadra.
—Al igual que un líder con su tropa, señor. Muchas gracias.
—Desde ese día, nunca me las había quitado y siempre las apostaba con todos porque sabían que habían pertenecido al Capitán. Yo sabía que nadie me las iba a poder quitar, hasta que llegaste.
—Por eso se molestó el día que las gané en el Cuartel y comenzó la pelea.
—Así es, Andrés.
—El Capitán debe acordarse de eso, supongo.
—Puede ser, pero el Capitán no es un hombre que haga las cosas por interés, las hace por su nobleza y corazón. Ese día el sólo vio un Sargento descalzo y yo un líder.
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