La Reliquia Boruca: Capítulo XIV
23 de junio de 1896
Palenque de Boruca, zona sur.
La
fiesta continuaba. El baile se reanudó después de tomar un poco de licor
tradicional llamado chicha, hecho a
partir de maíz fermentado. Ramón Quesada no pudo contenerse y a pesar que no le
agradó en un principio su sabor, poco a poco fue adquiriendo gusto a la que
llamaba su “pócima energizante”. Walter se acercó a Eustolio y a Braulio
Tarnat, quienes mantenían una avivada conversación en donde diversos temas se hurgaban.
Por su parte, Andrés había conseguido a una joven para conversar y disfrutar
del baile cuando así lo querían.
Bernardo
se encontraba a las afueras del palenque, bailando suavemente junto con su
amada Clara. El tiempo se detenía cada vez que tenían oportunidad de estar a
solas, besándose y acariciándose.
Próximos
a ellos, apareció Guillermo Barrantes con una cara un tanto preocupada.
—Don Bernardo, lamento todo esto.
—¿De qué hablas? Guiller… —Preguntaba
Bernardo antes de recibir por la espalda un golpe en su cabeza, dejándolo
inconsciente.
Varios sujetos aparecieron de la oscuridad
de la noche, guiados por el hombre con el hoyuelo en su barbilla.
Clara fue sujetada por la boca para no
realizar ninguna alerta que despertara la alarma entre todo el pueblo.
—Estuvo buena su actuación, Don Guillermo
—expresaba acercándose Ángel.
—Ya estaba más que cansado de actuar, Ángel
—pronunció despectivamente Guillermo—. Dile a tus hombres que rodeen el
palenque y comiencen a cercar a los mugrientos.
En cuanto a la Boruca y al Capitán, átenlos y llévenlos hacia aquella casa.
Ángel siguió las indicaciones de Guillermo
y ordenó a sus hombres bordear la edificación. Hecho esto, Guillermo le pidió
un revólver a su colega y entraron en conjunto con los demás hombres,
disparando sus armas al aire.
—¡No quiero que nadie se mueva! —ordenó
Guillermo.
—Guillermo, idiota. ¿Qué estas
pretendiendo? —vociferó Tarnat.
—¡ESTO!
Guillermo le disparó a Tarnat en su torso,
haciéndolo caer inmediatamente. Antes de que los Borucas entraran en pánico,
Ángel gritó, advirtiendo el mismo destino de Tarnat al que tratase de correr o
gritar.
En el palenque arribaron quince hombres
armados, sin contar a Guillermo y Ángel.
—Ya estaba cansado de este imbécil. Me trajo
todo el viaje cómo su esclavo —dijo Guillermo, escupiendo el rostro del
múltiple experto.
—Sabía que algo andaba mal contigo, Guillermo
—indicó Walter—. Venías comportándote extraño desde días atrás.
—Señor Davies, es una pena que no lo
exteriorizara antes —respondió Guillermo—, ahora es muy tarde. Ángel, toma al
hermano de Hilario y tráelo conmigo.
—¿Qué es lo que quiere de nosotros?
—preguntó Lucinio, siendo atado de las manos por Ángel.
—Sólo quiero sus tesoros ocultos, su
majestad…
Guillermo y Ángel se dirigieron junto con
Lucinio y otro hombre a la casa donde tenían a Bernardo y Clara prisioneros.
Bernardo fue despertado con un poco de agua
arrojada en su cara. Al cobrar el sentido, pudo distinguir a un hombre que
portaba un vaso de agua en la mano y en su cara una horrible y fresca cicatriz
en la parte izquierda de su mandíbula.
—Don Bernardo, conozca a Próspero —habló Guillermo—.
Creo que personalmente no los había presentado, pero al parecer ya se conocían.
—Es el hombre que atacó mi hogar —respondió
Bernardo—. Le marqué el rostro para encontrarlo más fácil.
—¡Ma’dito
iliota! —balbuceó Próspero, pateando el estómago de Bernardo en varias
ocasiones— ¡me’ dejahtle jin hapbla’!
—Agradece que no te maté —lanzó sarcásticamente
Bernardo, aquejado por la golpiza.
El hombre de nuevo comenzó a patear la
integridad de Bernardo, pero fue detenido por Guillermo.
—¡Es suficiente! No lo quiero muerto. Si le
sucede algo, investigarán y no es mi intención ser buscado por todo el Ejército
de la República.
—¿Qué quieres de nosotros, Guillermo?
—preguntó Clara.
—Parece que los Borucas sólo saben hacer
esa pregunta, ¿no le parece, Ángel? —dijo Guillermo con desagrado— ¿No es
lógico, Clara? Quiero los tesoros ocultos por Cuasrán que se encuentran en su
montaña.
—Eso es sólo una leyenda, señor —espetó
Lucinio—. Es parte de nuestras tradiciones.
—Eso es lo que cree, Lucinio —habló Guillermo—,
pero, ¿acaso puede explicar esto?
Guillermo sacó del bolsillo derecho de su
pantalón el dije de jade con forma de máscara que pertenecía a los Borucas. La
piedra brillaba intensamente al encontrarse en la habitación.
—Este relicario no se había iluminado hasta
que se encontró en Puntarenas. En un principio no sabía el por qué, pero después
comprendí que Clara era el instrumento para alcanzar mi objetivo.
—Clara no es la líder de mi pueblo, ¡soy
yo!
—Incrédulo y machista Lucinio, mira por tus
propios ojos —dijo Guillermo—. Próspero, saca a la india de la vivienda.
El hombre con la cara demacrada sacó a
Clara de la habitación. Al alejarse la Boruca de la piedra, esta perdía su
intensidad lumínica.
—¿Ahora lo ves, Lucinio? Ella es la líder
de los Borucas. Al parecer les mintieron desde su nacimiento.
Guillermo volteó la cabeza a su colega para
dar nuevas indicaciones de su expedición.
—Ángel, dile a Próspero que retorne con la
Boruca y ve por los otros hombres del equipo que me acompañaron, incluido el
cuerpo del estúpido Tarnat.
Ángel trajo detenidos a los demás miembros
del equipo, incluyendo a un inmóvil Braulio Tarnat.
—No perdamos más tiempo, Don Guillermo
—indicó Ángel—. Vamos por los tesoros.
—Muy bien, prosigamos —ordenó Guillermo—. Llévate
a la india y a su hermano. También
trae al americano; si Bernardo pretende hacer una estupidez, lo pensará dos
veces si al funcionario de Estados Unidos le llega a suceder algo.
Los hombres se marcharon hacia la Montaña de Cuasrán, dejando a Próspero y
otro hombre vigilando al Equipo Erizo,
además de otros cuatro sujetos armados dentro del pueblo para evitar revueltas
o conspiraciones a sus planes.
Pasaron unas horas y la luz del sol florecía
lentamente. Los miembros del equipo se encontraban sentados y amarrados frente
a sus dos celadores. Tarnat mostró señales de vida al susurrar quejidos de
dolor. Los demás compañeros mostraron expresiones de alegría al ver que su
amigo no se encontraba muerto, aunque malherido.
—¡Próspero, Próspero! —habló Bernardo— Trae
a alguien que sepa tratar heridas, por favor. Este hombre se encuentra lastimado.
—A’mi
qe’ me impo’ta —respondió a secas.
—Capitán, debemos hacer algo para escapar
—susurró Ramón—. Tengo una idea.
—Dime Sargento, estamos en serios apuros.
—Siga mi juego, señor.
Ramón solicitó a los hombres llevarlo a las
afueras de la vivienda en donde se encontraban. Les manifestó que la chicha y la comida le cayeron mal a su
estómago y que podría inundar el ambiente con sus gases y algo más.
En un principio, los hombres no creyeron la
situación de Ramón, pero después de varios olores fétidos, decidieron
trasladarlo para hacer sus necesidades. Antes de partir, el Sargento le indicó
a Bernardo que revisara a Tarnat.
Bernardo nuevamente expresó la necesidad de
traer a una persona que conociera el arte médico de tratar a las personas, pero
Próspero lo ignoró. Guardia comenzó a atender a Tarnat, al tiempo que palpaba
discretamente con su cara en los bolsillos del Doctor.
El Sargento Quesada tenía la razón. Al encontrarse
casi fallecido, los hombres no registraron a Braulio, encontrándose una
cuchilla en su levita.
Bernardo se volteó y se recostó al costado
de Tarnat. Con sus manos atadas, esperó a que Próspero se volteara y sacó
sigilosamente el arma blanca. Tornando a su posición inicial, pronto comenzó a
cortar la cuerda que lo ataba, aunque en el intento se cortó su mano diestra.
El Capitán disimuló el dolor con los golpes recibidos horas antes por parte de
su vigilante.
—Lo conseguí.
El habilidoso militar se apoyó al costado
de Andrés, para comenzar a cortar las cuerdas de éste.
Pocos minutos después, cortaba las sogas
del soldado.
—Ureña, esperemos a Ramón para atacar. Yo
me encargo del hombre de la cicatriz.
Ramón volvió junto con el otro hombre. Al llegar,
miró a los ojos a Bernardo para conocer si tuvo la razón, respondiendo
afirmativamente.
En ese instante, Ramón se inclinó un poco
hacia delante y soltó un apestoso gas que distrajo a los hombres. Bernardo y
Andrés aprovecharon la oportunidad y se levantaron de sus sitios para
abalanzarse sobre sus captores.
Andrés rápidamente envió al suelo a su
oponente. Con su mano izquierda, sostuvo el rifle que éste poseía y con la
derecha asestó varios golpes en la cara del atacante. Ya encontrándose aturdido
por la golpiza, el soldado tomó el rifle y con la culata, continuó golpeando la
cara del atacante hasta dejarlo inconsciente.
Simultáneamente, Bernardo se lanzó sobre
Próspero, quién no cayó al suelo. El Capitán agarró el rifle de su contrincante
y lo elevó horizontalmente al tiempo que el hombre desfigurado lo continuaba
sosteniendo. Guardia arrojó varias patadas con su pie izquierdo para
desbalancear a Próspero. Al lograr su cometido, se subió sobre él, aun con el
arma en disputa. El Hombre, con sus piernas elevadas y aplicando una llave, tomó
por el cuello a Bernardo y comenzó a presionarlo hacia atrás.
El Capitán se arriesgó.
Tiró el arma con las fuerzas que tenía y
levantó el torso de Próspero del suelo, para soltarlo inmediatamente. Al
realizar esta acción, desconcentró un poco a su atacante, quién cedió sus
piernas. El militar usó su mano izquierda para golpear la herida de Próspero
hasta abrirla nuevamente, mientras disputaba el arma con la derecha. El
atacante no pudo contener el dolor y soltó su rifle. La lucha terminaba con un
Bernardo de pie, apuntando el cañón directo a la cara de Próspero.
—Ureña, suelta a Ramón y después aten a los
dos hombres.
—A la orden, señor.
Ramón y Andrés siguieron las instrucciones
de su superior. Para evitar otra calamidad, cubrieron la boca de los hombres.
—Capitán, a este no es necesario taparle la
boca, sólo tiene media lengua —expresó Ramón riendo.
Bernardo no pudo evitar una leve sonrisa,
pero tampoco podía no mostrar empatía por aquel hombre.
—Sargento, muestre respeto por su enemigo.
—Sí señor, disculpe la broma.
—Capitán, ¿qué hacemos ahora? —preguntó Andrés.
—Primero debemos ir a la casa donde se encuentran
nuestras armas. Ureña, toma un rifle y observa que no haya hombres vigilando la
zona. Sargento, escabúllase a la casa por la parte de atrás. Yo cubriré su
espalda.
—Sí señor —expresaron los dos soldados a
las órdenes de su Capitán.
Inmediatamente al salir, Ramón divisó a dos
hombres de espaldas a la casa donde se encontraba el equipo bélico. El Sargento
comenzó a correr en dirección de su objetivo y el Capitán caminaba de espaldas
para proteger a su subordinado.
Los dos militares llegaron salvos a la residencia.
Rápidamente buscaron y tomaron todas sus armas, introduciéndolas en dos bolsos
hechos de hebras de algodón que se encontraban tirados en el suelo.
Al volver a la vivienda en donde se
encontraba Andrés, Tarnat y los detenidos, Bernardo comenzó a idear un plan
para atacar.
—El ataque debe ser directo —indicó
Bernardo—, Guillermo dio la orden de dejar seis hombres en el pueblo. Dos de
ellos se encuentran fuera de acción y otros dos están al frente de la casa, de
espaldas. Lo que debemos hacer es…
—Señor, los hombres vienen hacia nosotros
—avisó Andrés, interrumpiendo a Bernardo.
Bernardo ideó un plan de acción inmediato
arriesgado, pero efectivo.
—Sargento, debemos abrir la puerta antes de
que ellos entren. Esa será su misión —ordenó el Capitán Guardia—. Andrés, una
vez abierta la puerta, dispare al hombre de su derecha, yo me encargo del sujeto
de la izquierda.
Bernardo dio la orden de abrir la puerta.
Inmediatamente, él se colocó en la entrada y disparó su arma al hombre de la
izquierda. Simultáneamente Andrés hizo lo propio con el hombre de la derecha.
Los dos sujetos cayeron al suelo.
—Sargento, Ureña, en línea de tres…
¡AVANCEN!
Los soldados salieron de la vivienda y se
colocaron horizontalmente uno al lado del otro, comenzando a avanzar. Los dos atacantes
restantes salieron del palenque e iniciaron el fuego de sus armas. Bernardo ordenó
separarse a un brazo de distancia y seguidamente indicó que, si no tenían a los
hombres en la mira, no dispararan para no herir civiles.
—Listos… ¡FUEGO! —ordenó el Capitán.
Los soldados ejecutaron sus disparos.
Bernardo impactó a uno de los dos hombres, pero no se desplomó. Entre Ramón y
Ureña impactaron al otro sujeto, dejándolo fuera de acción al instante.
—Recarguen… listos... ¡FUEGO! —ordenó
nuevamente el Capitán Guardia.
La acción pareció más un fusilamiento que
un ataque coordinado. Los tres soldados impactaron con sus proyectiles la masa
del atacante restante, quién cayó inmediatamente.
—Ureña, revise si los cuatro hombres se
encuentran con vida —habló Guardia—, Sargento, libere a los Borucas que se localizan
en el palenque.
—¡SI SEÑOR!
El Sargento Quesada llegó al palenque y
comenzó a liberar a los habitantes del pueblo de Boruca. Minutos más tarde,
Bernardo ingresó preguntando si todos los presentes se encontraban bien.
—José, ¿Alguien puede atender a Don Braulio?
Una vez verificada la condición de los
nativos y solicitado la atención médica de Braulio Tarnat, Bernardo se
entrevistó con el resto del Consejo de Mayores, indagando la ubicación de la Montaña de Cuasrán.
—La casa de tatica Kuasram queda al
sur del pueblo, en aquella montaña —profirió José, señalando un cerro elevado—,
llegar allí se puede durar unas cinco horas.
—Nos llevan como dos horas de ventaja,
Capitán —incorporó Ramón—. Debemos partir lo más pronto posible.
—No nos valemos por nosotros mismos,
Sargento. Debemos ir con personas que conozcan la zona.
—Yo los llevaré —irrumpió Eustolio—.
Conozco el sitio, puedo llevar a los guerreros de Boruca.
—¿Cuantos son? —Preguntó Bernardo.
—Quince hombres, contándome a mí —respondió
el enorme nativo.
El Capitán Guardia opinó su deseo de ir con
los hombres de Boruca, dejando a tres de ellos junto con el Sargento Quesada y
el Soldado Ureña.
—Pero Capitán, yo quiero acompañarlo
—indicó Ramón—. ¿Acaso no confía en mí?
—Todo lo contrario, Sargento. A partir de
este momento, queda designado como autoridad militar del pueblo. Instale un
régimen de seguridad y colóquese a las órdenes del Consejo de Mayores —habló
Bernardo sosteniendo el hombro de Ramón—. Soldado Ureña, asesore al Sargento y
a los demás guerreros del pueblo para vigilar la zona. Eustolio, serás nuestro
guía.
—Gracias, Capitán, no lo decepcionaré
—expresó un agradecido Sargento.
—Debemos irnos lo más pronto posible
—ordenó Eustolio—. Sé de un atajo; con él, llegaremos a la casa de Kuasram más rápido.
—Andando, señores —indicó Bernardo—. Por
nuestros amigos.
Faldas
de la Montaña de Cuasrán, zona sur.
—Este maldito lugar es insoportable —se quejó
Ángel sobre la zona—. Don Guillermo, ¿falta mucho?
Paralelamente a la liberación de Boruca a
manos de los soldados, Guillermo y Ángel lideraban el grupo de hombres que
atacaron el pueblo.
En las faldas del hogar de Cuasrán, el bosque comenzaba a hacerse
cerrado y denso. Conforme se adentraban a la montaña, los sonidos de insectos y
aves anunciaban el amanecer, tornándose parte del ambiente poco a poco junto
con el calor y la humedad.
Walter y los hermanos González iban en
medio de sus raptores, atados con las manos hacia atrás, retrasando el viaje y
obligando los demás ir lo más despacio posible. Para complicar el trayecto,
Lucinio guio a los hombres por la zona más complicada y extensa, haciendo el
camino amplio y agotador.
—No te quejes, Ángel, dentro de poco
llegaremos.
—El talismán ese, ¿aun brilla? —preguntó
Ángel.
—Sí y deja de preguntar, ya pareces un mugriento de estos.
—Señor Guillermo, deje de hablar así de los
Borucas —encaró Walter—. Ellos tienen más cultura y educación que todos los
presentes juntos.
—El señor “conozco a todo el mundo” salió a la defensa de sus amiguitos.
Patético señor Davies, su esposa e hijo, deben ser igual a ellos de mugrientos y por eso los defiende tanto.
—No va a lograr que me enoje con un
comentario tan retrógrada como ese, señor Guillermo —respondió el Mayor—. Si lo
que pretende es ofenderme con sus palabras, está muy lejos de conseguirlo.
—Parece que tenemos un estoico entre nosotros —habló Ángel riendo—. Puedo cerrarle la boca
de un golpe, si el señor Guillermo me lo permite…
—No te atrevas a tocarlo —pronunció Clara
con enojo—. El señor Bernardo vendrá y los matará a todos.
—Dudo que eso sea posible —dijo Guillermo—.
Sin embargo, ella tiene razón. No te atrevas a tocarlo, Ángel… Por ahora…
—Señor Guillermo, puedo saber ¿cómo es que
realizó todo este plan para llegar hasta acá? —Preguntó Walter.
—¿Ha escuchado la expresión “no le cuente a su enemigo sus planes para
no fracasar”, señor Davies? —expresó molesto Guillermo— Pues ese fue el
plan.
—Por lo menos me gustaría saber si la
historia que me contó sobre su vida es cierta… ¡Guillermo! —exclamó Walter.
—Sí, es cierta... Hasta cierto punto, señor
Davies… —respondió Guillermo Barrantes, dando interés a su relato— Como notará,
mi nombre sí es Guillermo Barrantes y sí, viví en Acosta con mis padres y
hermanos. También ayudé a aquella placentera
dama, pero no recibí su ayuda por caridad. La señora tenía… hmm, una especial
atracción por los jóvenes mucho menores que ella. Al llegar a San José me tomó
como su amante hasta el final de sus días. No tuve que trabajar para estudiar,
la dama me costeó todo lo que yo pedí a cambio de acostarme con ella. Al
fallecer, falsifiqué su testamento y me quedé con su riqueza.
—¿Cómo supo del dije y los tesoros de
Cuasrán? —preguntaron Lucinio y Clara al mismo tiempo.
—Hasta que por fin veo a los gemelos
comportarse como tales —expresó riendo Guillermo—. Bueno, estando en la
Universidad, en Guatemala, tuve acceso a las cartas y bitácoras de varios
exploradores españoles a su llegada a esta zona. Describían con detalle los
eventos que ocurrieron y los relatos de los nativos al torturarlos por no aceptar
el cristianismo. En ese momento supe que sus riquezas debían ser mías. Si
quieren saber si creo lo de ablandar las rocas, debo ser franco; no lo creo,
pero tampoco lo descarto. Bueno, basta de plática y continuemos.
—Debemos mantenernos tranquilos —murmuró
Walter a Clara y Lucinio—. Solo tratemos de retrasar el viaje, Bernardo vendrá
por nosotros, estoy seguro de ello.
—¡YA CALLENSE O LOS MATARÉ COMO A SU HERMANO
HILARIO! —gritó Ángel con un revólver en su mano.
Bernardo, Eustolio y once guerreros Borucas
llegaban a la zona de Cuasrán.
Bordeaban la montaña para alcanzar el paso
de Guillermo y sus amigos. Bernardo iba equipado con su rifle, un revólver, su
hacha y unos binoculares. Por su parte, Eustolio traía consigo un rifle un
tanto antiguo y sus guerreros portaban lanzas, hachas, dagas y dos revólveres.
—Bernardo, debemos tomar el camino del este
para llegar más rápido a la cima —expresó Eustolio—. Estoy seguro que Caraí y Coshov tomaron el sendero del oeste.
El Capitán a pesar de ver el armamento de
su nuevo equipo, no dudaba de sus capacidades. Clara, con todas sus
habilidades, confiaba a ciegas en Eustolio, y este en sus hombres. Ellos debían
ser muy buenos en el arte bélico, suponía Bernardo.
—Ramiro, ve adelante con Jacinto y observa
si se ve a Sorevca y Coshov —ordenó Eustolio a sus
hombres—. Señor Bernardo, pronto tendremos noticias de ellos, confíe en mí.
—No tengo dudas de ninguno de estos
hombres, Eustolio.
Los hombres enviados adelante, pronto
comenzaron a subir rápidamente las elevadas inclinaciones de la montaña para
acortar aún más el paso y vislumbrar la ubicación de Clara, Lucinio y Walter.
No tardaron más de una hora cuando
nuevamente se incorporaron al resto del grupo.
—¡Bóc
Shúan̈,
Bóc Shúan̈! Se encuentran del
otro lado de la cima —informó
uno de los hombres que recién llegaban—. Si subimos por esta falda, llegaremos
a su posición.
—Señor Bernardo, ¿puede seguirnos el paso?
—preguntó Eustolio al Capitán.
—Lo intentaré.
Los Borucas rápidamente comenzaron a
caminar sobre las inclinaciones de la montaña como sherpas del Himalaya. Sus
pies descalzos no les era impedimento para pisar ramas secas, espinas y
diminutas rocas que, para cualquier citadino, hubiesen causado ampollas.
Bernardo mantuvo el ritmo de los nativos de
la zona, aunque se encontraba un tanto distante de ellos y mucho más agitado
que todos.
—Señor Bernardo, quieto —murmuró Eustolio—.
Observe, ahí están.
El Capitán se encontraba tan agotado que no
estuvo consciente del tiempo que le tomó subir a la parte más alta de
elevación. Eustolio señaló con sus dedos a la distancia, pero Bernardo no logró
captar figuras animadas. Decidió sacar sus binoculares y observar en ellos.
Después de buscar detenidamente entre la maleza de la montaña, logró mirar a
Walter.
—Los veo Eustolio —afirmó Bernardo—. ¿Qué
debemos hacer?
—Si Caraí
y Coshov son sabios,
se adentrarán por esa zona, por aquel sendero —señaló Eustolio con su índice
derecho—. En el claro que se observa más adelante, podremos emboscarlos y
rescatar a nuestros amigos.
—Es muy arriesgado atacarlos y que no le
causen daño a Clara, Lucinio y Walter —opinó Bernardo—. ¿No tienes otro plan?
—Confíe, señor Bernardo, confíe.
Eustolio convocó a sus hombres y comenzaron
a planear el ataque hablando en su lengua nativa. Bernardo, aunque confiaba en
ellos, temía por la vida de su amigo y su amada Clara.
—Señor Bernardo, ocupo de sus habilidades
—indicó Eustolio—. Colóquese en aquella roca que se observa antes del claro,
allí cubrirá las espaldas de nuestros hombres cuando ataquen. Tiene una
excelente puntería, no nos falle.
—De acuerdo, no fallaré.
Lucinio dirigió a los hombres por un
sendero en la montaña, el mismo que Eustolio supuso que tomarían.
—Si no es por aquí, acabaré lastimando a
alguien —espetó Ángel—. No confío en estos mugrientos.
—Cállate y continúa, llorón —respondió un Guillermo ya cansado de las quejas de Ángel.
Al llegar al claro, Guillermo se detuvo
para tomar una decisión.
—¿Dónde está la casa de Cuasrán?
—Es allí —señaló con su mano Lucinio,
bajando su cabeza al suelo.
—Pero que bello espectáculo ofrece su
majestad, el rey —expresó en tono de burla Ángel—. Sólo falta música de fondo.
—Bien, señor Davies. Hasta aquí llega su
expedición, ya no lo necesitaré más —dijo Guillermo, tomando a Walter y
colocándolo de rodillas.
Cuando Guillermo comenzaba a sacar su arma
para acabar con la vida de Walter, un sonido parecido al de una ocarina comenzó
a escucharse.
—Pero, ¿qué es ese sonido? —preguntó un
confundido Ángel.
De pronto, el grupo de guerreros Borucas
atacó a los captores, administrando sus lanzas directo a la integridad de
ellos.
Otros Borucas se acercaron corriendo e
impactando sus hachas y cuchillos en los cuerpos de unos asustados hombres, haciéndolos
caer y soltando inmediatamente sus armas.
Bernardo rápidamente comenzó a apuntar y
disparar a los restantes hombres que se encontraban de pie, quienes desconocían
de donde provenían las detonaciones del rifle.
—¡BANG!
Un proyectil fue lanzado desde el claro
hacia Bernardo, quien lo recibió directo en su pecho, haciéndolo caer
inmediatamente.
—Me la debías… Capitán —expresó Ángel
escupiendo el suelo y sosteniendo su revólver, aun con una leve nube en su
cañón producida por el disparo.
—¡SEÑOR BERNARDO! —gritó Eustolio, quien
comenzó a abandonar la lucha, dirigiéndose donde se encontraba el Capitán
Guardia.
Un hombre se interpuso en su camino con una
daga, lanzándole el arma determinadamente a su integridad. Eustolio fácilmente
lo agarró de la mano y con un apretón bastante fuerte, quebró su muñeca,
haciendo que botara la filosa navaja. El Boruca lo levantó con sus manos del
torso y piernas, lanzándolo a casi dos metros de distancia.
Después de esa pequeña lucha, continuó su
carrera hacia la piedra donde se encontraba Bernardo.
La lucha estaba perdida para el equipo de Guillermo,
él lo sabía. Como un último intento, golpeó e hirió a varios Borucas hasta
llegar donde se encontraba Clara y se la llevó directo a la cima de la montaña.
Por su parte, Ángel concibió la idea de
tomar a Walter como rehén para no ser atacado y poder huir de la contienda,
alejándose por el sendero en donde ingresaron al claro anteriormente.
Los victoriosos Borucas comenzaron a gritar
y festejar su triunfo, para después continuar e intentar rescatar a Coshov junto a su Sorevca.
—¡Maldita perra! Me vas a llevar donde
están los tesoros Borucas —expresó a Clara un furioso Guillermo.
—¡Suélteme! Prefiero morir antes de ser
partícipe de su profano plan.
Guillermo tomó del pelo a Clara y la
continuó llevando a la cima de la montaña.
Por su costado derecho y en medio de varios
árboles, surgieron los guerreros Borucas junto a su líder, apuntando sus armas
y gritando expresiones en lengua Brunka.
—Suelta a mi hermana, sivcua —ordenó Lucinio—. Estás en tierra sagrada, aquí
no tienes escape.
Guillermo tomó a Clara y se colocó a sus
espaldas, sujetándola por el cuello con su mano izquierda y apuntando con su
derecha un revólver a la sien de la nativa.
—No creo que me vayan a hacer daño —dijo un
intrigante Guillermo—, primero mato a su querida Clara.
Guillermo cubrió su cuerpo con el de Clara,
ligeramente la soltó y sacó el dije de jade de su bolsa y se lo colocó en su
muñeca. La piedra brillante cambiaba de color, tornándose un tanto rojiza.
—La reliquia me dice que estoy cerca de sus
tesoros, señorita. Creo que podemos continuar.
El caos desapareció de golpe.
Las hojas de los arboles comenzaron a
moverse en diversas direcciones por una enérgica corriente de viento y sus
ramas iniciaron un fuerte crujido que se escuchaba estruendoso y místico.
A continuación, un extraño silencio que
cayó en el bosque, pareció detener el tiempo.
—¿Qué es eso? —preguntó al aire Guillermo.
—Kuasram,
Kuasram, Kuasram… —murmuraban con una voz casi apagada los Borucas, al
tiempo que sus cabezas se inclinaban al suelo y caían en un trance colectivo.
De pronto a lo lejos, comenzó a escucharse
de nuevo el sonido del viento entre las hojas y las ramas de los árboles que se
acercaba rápidamente con dirección a Guillermo y Clara.
Al estar el sonido prácticamente frente a
Guillermo, el antiguo miembro del Equipo
Erizo cerró sus ojos.
Al abrirlos nuevamente, observó un cielo
gris y nublado, encontrándose sólo en la montaña, todos los Borucas habían
desaparecido. Guillermo levantó su muñeca y observó el dije de piedra, pero
este no brillaba y poco a poco se tornaba de un color grisáceo, semejante a una
roca normal.
Guillermo emprendió a caminar en círculos,
pero no encontró a nadie, ni siquiera un insecto o animal, solo árboles,
piedras, ramas y hojas. Pronto se detuvo por un breve instante y comenzó a
comportarse como si no tuviera consciencia, caminando sin detenerse por la
maleza del bosque, para luego perderse entre ella.
Los Borucas despertaron de su trance,
confundidos. Ellos sabían perfectamente lo que había ocurrido: Kuasram raptó a Guillermo.
Observando con el rabo de sus ojos, que aún
se mantenían mirando el suelo, se reunieron en una fila y comenzaron a bajar la
montaña de su guardián en absoluto
silencio. Lucinio agarró la mano de su hermana enérgicamente y casi en un leve
murmullo expresó unas palabras:
—Tatica
Kuasram nos salvó, Coshov. Nuestro protector intervino, como lo
ha prometido siempre.
Al bajar la montaña sagrada, en el claro,
Eustolio se encontraba con un inconsciente Bernardo, quién no mostraba
vitalidad en su cuerpo. El proyectil había impactado en su pectoral derecho y
atravesado por completo su cuerpo.
—Oh no, ¡No no no! —dijo una maniática
Clara.
—Lo siento Coshov, no responde
—habló Eustolio.
—Bernardo, despierta, por favor —expresó
Clara con lágrimas en los ojos—. No me dejes, te amo, te amo mucho.
Como una clásica historia de amor, en donde
el valiente príncipe besaba a su amada princesa, Clara unía sus labios con los
de Bernardo para tratar de despertarlo de su letargo.
En este caso, fue la valiente princesa la
que rescató al amado príncipe.
—No me dejes, Bernardo, te amo.
—También te amo, Clara.
Bernardo habló casi inconsciente y con los
ojos cerrados, pero mostró signos de vida.
—Coshov,
debemos llevarlo a Boruca lo más rápido posible —dijo Lucinio.
—Caraí,
¿puedes llevarlo al pueblo junto con los guerreros?
—¿Qué piensas hacer, Coshov? —preguntó Lucinio.
—Bóc
Shúan̈ y yo debemos rescatar al señor Davies. Bernardo no
puede perderlo.
Clara tomó el rifle de Bernardo y se
dirigió con Eustolio en busca de Ángel y Walter.
Como expertos en su tierra, los Borucas
sabían el camino que habían tomado los dos hombres y pronto llegaron frente a
ellos.
Eustolio y Clara aparecieron frente a los
dos hombres, para sorpresa de ambos.
—Vaya, es una sorpresa, a decir verdad
—expresó Ángel riendo— ¡Los guerreros indios
al rescate!
—Suelta al rubio —expresó Eustolio—. No
tiene que terminar peor.
—Hmm… No lo creo, mugriento.
—¡Deja de decirles así! —gritó Walter—
¡Retrógrado racista!
—Si no fuera porque eres mi plan de escape,
hace mucho te hubiera matado, gringo. ¡OH
NO! —gritó Ángel espontáneamente.
—¡BANG!
Ángel aprovechó el entremés de la
conversación y su expresión aleatoria para disparar a Eustolio, quién cayó al
suelo, herido en su brazo.
—Estúpido indio. Es increíble que no lo vieras venir —dijo el hombre del
hoyuelo—. Señorita, baje esa arma, se puede lastimar y no quiero que su error
manche mi escape.
Clara apuntaba el rifle de Bernardo directo
a la integridad de Ángel, quien no conocía de las capacidades de ella.
—No somos mugrosos, ni tampoco somos indios,
¡SOMOS BORUCAS!
—¡BOOM!
Clara disparó el arma de Bernardo
directamente en el rostro de Ángel, realizando un limpio orificio en medio de
sus fosas nasales. El retrógrado racista con el hoyuelo en su barbilla caminó
de espaldas unos pasos antes de caer acostado en el piso, inerte y sin vida.
—He aquí al asesino de Shon̈gov. Puedes descansar en paz, hermano —dijo en
un susurro Coshov.
Clara se acercó a Eustolio, quien se
encontraba bien. Al parecer, la herida en el vigoroso brazo no significó mucho
para el guerrero Boruca. Walter hizo lo mismo y revisó la condición de su
brazo.
—My
God, Eustolio, ¡pareces hecho de piedra!
—¿Cómo se encuentra, señor Davies?
—preguntó Clara.
—Nada de lo que pueda quejarme —expresó
Walter—, ¿cómo están todos los demás?
—Hirieron a Bernardo y se encuentra muy
débil —indicó Clara con sus ojos cristalizados.
—Debemos ir inmediatamente con él —dijo un
preocupado Walter, corriendo hacia el sendero—. No se queden ahí, ¡vamos!
—¡Señor Davies, espere! —gritó Clara.
—Coshov,
vámonos de aquí —indicó Eustolio, levantándose del suelo—. El sivcua te necesita.
Walter, Clara y Eustolio se encontraron con
los demás Guerreros, quienes transportaban a Bernardo en una camilla improvisada
con sus camisas blancas. Bernardo había recuperado su color, pero seguía
inconsciente.
Al llegar a Boruca, una mujer experta en
medicina natural, trató a Bernardo del mismo modo en que lo hizo con el Doctor
Tarnat horas antes.
Pasaron unos días para que los dos hombres se recuperaran satisfactoriamente.
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