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La Reliquia Boruca: Capítulo VI
10 de junio
de 1896
Residencia
Guardia, San José.
Diario
personal de Walter Davies
Casa
del Capitán Bernardo Guardia, San José.
No puedo dormir. La emoción por el
viaje que dará inicio en pocas horas me tiene en el completo insomnio. Sigo
extrañando a mi familia, sin embargo, este país me ha recibido de una forma tan
agradable cómo en ningún otro lado he experimentado parecido alguno.
Aún me mantengo inquieto por lo
sucedido ayer en la madrugada. Poco tiempo antes del atentado, Bernardo me
confesó que va a la expedición en calidad de escolta. Comenta que, en la zona
sur del país, los nativos se encuentran contrarios a los extranjeros por una
muerte y un robo de una pieza de jade. Bernardo me dice que no me debo de
preocupar, que él me protegerá con su vida.
Palacio
Nacional, San José.
Las
seis de la mañana eran anunciadas por las campanas de la Catedral que se
escuchaban elevadamente y se perdían poco a poco en la lejanía de la ciudad.
Los ciudadanos caminaban entre las calles como cualquier otro día, sumergidos
en sus asuntos ordinarios.
Frente al Palacio Nacional, un
perro ladrando, acechando a un pequeño felino, alertó a los cuatro militares
que se encontraban presentes, listos para iniciar su nueva misión.
Cuando
los soldados se presentaron ante Bernardo y Walter, el primero no había tenido
oportunidad de examinar a sus subordinados tan detalladamente.
A
ojos del Capitán, el Sargento Ramón Quesada le sobresalía su robusto cuerpo y
una baja estatura. La cara se escondía debajo de una frondosa barba bien
recortada. Su gastado uniforme y botas rotas, eran compensados con su impecable
presentación.
—Entonces, mister debis, cuénteme, ¿Ya comió gallo pinto? — preguntó Don Ramón,
agarrando su fajón con las dos manos.
—Oh, sí, Sargento Quesada. Lo probé
en Limón y en el Cuartel de la Artillería —contestó Walter—, pero me supieron
de sabores distintos.
—Sargento —interrumpió Andrés—, se
dice Davies, no debis.
—Oh… lo siento.
Disculpe mi francés, Mayor Davies —se excusó Ramón—. Ureña, ya sabía que se
decía así, solo que mi voz se cortó por el frío —sentenció al raso.
—Es inglés —interrumpió nuevamente
Andrés, pero su tono en esta ocasión reflejaba cierto desagrado.
Bernardo cerró los ojos y expresó una sonrisa de gracia al sostener el
hombro del Sargento.
—No se disculpe, Sargento —dijo
Bernardo amablemente—, fue sólo una observación.
Para Bernardo, Andrés representaba a
la nueva generación costarricense; la que contaba con el estudio y la
modernización al alcance de su mano. El no necesitó aprender a leer y escribir
en el ejército, ya tenía los conocimientos introducidos en su mente, desde la
escuela y colegio. A pesar de esto, las facciones de Andrés evidenciaban que
durante su adolescencia los trabajos de campo se encontraron presentes.
De estatura promedio, cuerpo atlético y cintura delgada, Andrés
demostraba que era un joven activo y trabajador. Su clase social se hacía notar
por el calzado que portaba. Unos pies anchos a medio tapar por sus sandalias,
permitían notar que en la mayoría de su vida anduvo descalzo.
—Esta generación es muy brillante
y valiente, pero necesita la guía del pasado para no caer en la soberbia —opinó
en sus pensamientos Bernardo.
—Ureña, ¿qué edad tienes? —preguntó
Guardia— Supongo que tienes poco en el servicio.
—diecinueve años, Capitán —respondió
tímidamente—. Ingresé en abril y recién me destacaron al Cuartel de Artillería.
—Sargento Quesada —preguntó el
Capitán, aun conservando la mirada en Andrés—, ¿cuántos años lleva en servicio?
—El mes que viene cumplo veintiún
años de ingreso al servicio, señor.
—Entonces, eso quiere decir que, cuando
yo estaba saliendo de la escuela primaria, ya se encontraba en el ejército
haciendo de puerta, centinela y patrulla
—sentenció Bernardo y aun con la mirada en Ureña—. Tengo mucho que aprender de
su experiencia, tal vez le pueda enseñar un poco a Don Andrés, ¿No le parece?
—Estos jóvenes no quieren saber nada
de los viejos —expresó un victimizado Quesada—, son otros tiempos.
El Mayor Davies se encontraba un
tanto incómodo. Las palabras y la jerga expresada en la última conversación
eran extrañas para él. Además, percibía que el Capitán estaba reprendiendo la
actitud de Ureña hacia su Sargento.
—Buenos días, Caballeros —expresó la voz de un hombre a las espaldas de
los soldados—. Supongo que esta es la comitiva que va hacia la zona sur…
—Buenos días, señor —pronunció
Bernardo—. Depende quién pregunta, daré la respuesta correcta.
—Soy Braulio Tarnat Mendoza —lanzó
de forma altanera el hombre—, Doctor, Historiador, Arqueólogo, Antropólogo,
Biólogo y Consejero del Congreso. Puedo saber ¿quiénes son los presentes?
—El señor a mi derecha es el Mayor
Walter Davies, de Estados Unidos, ellos son el Sargento Ramón Quesada y el
soldado Andrés Ureña —respondió el Oficial Costarricense—. Yo soy el Capitán
Bernardo Guardia, un placer. —repuso a la conversación, estrechando sus manos.
—Familia de Tomás Guardia, supongo
—habló Braulio en tono despectivo.
—Así es, Don Braulio —interrumpió de
forma entrometida Ramón—, ¿no conoce al Capitán?
—No estoy familiarizado con toda la
estirpe Guardia —manifestó Braulio, mirando al cielo con sus manos en la
espalda—, Me fui del país hace muchos años y recién retorné a petición del
Presidente del Congreso.
—Ya tendremos tiempo de conocernos,
Don Braulio —pronunció Bernardo amigablemente—, ¿viene alguien más acompañándolo?
—En efecto. Mi asistente nos
acompaña. Sólo que se encuentra retrasado, trayendo el equipo para la
expedición.
La primera impresión entregada por
Braulio Tarnat no era la más agradable. Su aspecto refinado hacía suponer que
era un experto en sus materias, pero sin la experiencia de campo.
De cuerpo extrañamente delgado, tez
tan pálida que, hacia sobresalir las delgadas venas de sus manos, barba estilo mutton chops y ojos claros saltones
cubiertos por unos lentes redondos, hacían parecer al señor Tarnat más un
personaje de ficción creado por Arthur Conan Doyle que un hombre real.
—¡Oh, perfecto! Es él —anunció
Braulio.
Acercándose por el sector norte, un
joven portando un sombrero de ala ancha y que no superaba los treinta años, se
acercaba cargando varias maletas.
—Buenos días señores, un gusto —se
presentó el joven—. Soy Guillermo Barrantes, el asistente de…
—Es mi asistente —intervino la
presentación Tarnat.
—Buenos días —expresaron todos los
presentes.
—¿Y bien? ¿estamos todos? —continuó
Tarnat imponiendo su personalidad— ¿Podemos irnos ya?
Los participantes de la expedición
se dirigían hasta el puerto de Puntarenas en dos carruajes distintos. En el
primero, los Oficiales y soldados se subieron en orden jerárquico, siendo
primero el Mayor, posterior el Capitán, de tercero el Sargento y de último el
raso. Por su parte, en la segunda carroza, Tarnat subió, obligando
posteriormente a su asistente a subir una por una las valijas que llevaban.
—Ten cuidado, ¡idiota! ¡La carga es
frágil! —insultó Tarnat a su asistente.
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