La Reliquia Boruca: Capítulo V
9 de junio de 1896
Residencia Guardia, San José.
Era poco más de las dos de la madrugada. Bernardo y
Walter continuaban planeando los trayectos y detalles del viaje que debían
realizar a la zona sur.
—En serio, no entiendo porque el Presidente insiste
en que marchemos por la costa pacífica. El viaje es más rápido, claro; pero
mucho más peligroso.
—Desconozco su interés —agregó el Mayor—, el
General Quirós también le sugirió marchar por los cerros.
—Cosas de política, supongo —replicó el Capitán—.
No importa, ¿Traes herramientas entre las maletas que llegaron en la tarde?
—Traje todo mi equipo, nunca salgo de casa sin él.
Walter invitó a Bernardo a dirigirse a la recepción
de la lujosa casa para ver todo el equipo que traía consigo.
Ya en la pieza principal, los dos hombres
comenzaron a revisar cada uno de los instrumentos y la condición en que se
encontraban.
—Tiene unas herramientas de muy buena calidad,
Mayor Davies.
—El gobierno nos da buenos equipos, pero prefiero
comprar los míos —expresó—. Por cierto, solo llámame Walter, a secas.
—Como guste, Walter. —contestó, un poco apenado.
—Bien, ya tenemos todo listo para la misión —retomó
la conversación Walter—. Deberíamos descansar un poco. ¿A qué hora se
acostumbra despertar acá?
—Por lo general, a las cinco de la mañana
—respondió Bernardo—, pero nos encontramos de licencia. Podemos
despertar un poco más tarde.
—Me caería muy bien dormir hasta tarde, la verdad
—declaró Walter—. También me gustaría visitar el cuartel donde se destaca,
Bernardo. Quiero conocer como es la vida militar aquí.
—La vida militar es muy distinta a la que existe en
Estados Unidos, Walter —acotó Bernardo—. Contamos con un ejército profesional,
pero aún le falta mucho para considerarse élite. Debo rescatar que la
disciplina y el sentido del deber son nuestras mejores cualidades —finalizó,
expresando orgullo.
—El Secretario y su Presidente me comentaron que
voy a la expedición con el mejor Oficial del Ejército Nacional —sumó a la
conversación—. Ambos tienen un muy buen concepto suyo y creo que tienen razón.
—Los dos son hombres muy sabios y prudentes, pero
creo que exageran un poco —manifestó Bernardo acongojado.
Los militares se preparaban para subir a las
habitaciones y conciliar el sueño, cuando múltiples estruendos se escucharon en
las afueras de la propiedad, al tiempo que proyectiles impactaban en las
paredes de la recepción de la vivienda.
Ambos Oficiales conocían el sonido que producía la
detonación de los cartuchos de las armas de fuego.
Simultáneamente y como un acto ya preparado,
Bernardo se dirigió corriendo a su despacho para traer los rifles que tenía en
su arsenal, en tanto Walter se lanzaba boca abajo en el piso y comenzaba a
arrastrarse hasta encontrar un lugar seguro y con visibilidad del frente de la
casa.
Bernardo arribó nuevamente a la recepción,
reduciendo su figura y protegiéndose de los constantes disparos. Colocándose en
la pared izquierda, simétrica y contraria a la que se encontraba Walter, le
lanzó uno de los dos rifles Winchester M1895 que portaba.
—¿Cuantos sujetos? —expresó Bernardo utilizando un
lenguaje militar de señas.
Walter se puso de cuclillas y con el rabo de su
ojo, pudo observar entre los ventanales franceses a tres sujetos ensillados en
sus caballos, emplazados en la parte baja de la entrada.
—Tres, hombres a caballo —replicaba Walter en el
mismo lenguaje—, once, doce, una —indicando sus posiciones—. Dos armas largas,
uno arma corta.
—Recomiendo, dispare, hombre una, yo hombre once,
al contar uno. Espero orden.
El Ingeniero asintió con su cabeza la
recomendación, comenzándose a poner de pie para colocarse de espaldas a la
pared.
—¡UNO!
Los dos Oficiales salieron de su protección y
dispararon las armas desde las ventanas de manera unísona, para luego retornar
a su posición inicial.
Automáticamente, las detonaciones provenientes
desde fuera de la propiedad dejaron de emprender en contra del edificio, al
tiempo que los cascos de los caballos comenzaron a chocar contra la calzada,
para luego perderse entre el silencio de la madrugada.
Bernardo y Walter salieron por la puerta principal.
Ambos sabían que dos de los salteadores iban heridos, uno de ellos en gravedad.
—Mayor, ¿Se encuentra bien?
—Sí Capitán, gracias —respondió Walter.
—Debo informar de esto al Cuartel de Artillería.
—Lo acompaño.
—Por favor —adicionó Bernardo—. Iré a ver cómo
están todos adentro. ¿Paquito? ¿Están todos bien? —gritó, mientras se
introducía a la casa.
Secretaría de Guerra y Cuartel de la Artillería,
San José.
A las nueve de la mañana, Bernardo se había
presentado a la Secretaría de Guerra para hablar con el Ministro y comunicarle
lo ocurrido. Al escuchar todo lo acontecido, Don Juan se
encontraba muy preocupado ante la situación presentada en la madrugada.
—Bernardo, acepta por lo menos a los soldados como
protección en la casa para Don Walter, por favor.
—Sí quieres ponerlos, ponlos, pero realmente no los
necesitamos.
En la ciudad, ya se corría el rumor del atentado en
la residencia del Capitán. A primera hora de la mañana, Bernardo se presentó en
el Cuartel de Artillería para informar del suceso; el Subteniente encargado de
la guardia, ordenó hacer patrullas en las calles de la capital
para buscar a los terroristas, pero no hubo rastro de ellos.
—Lo que no entiendo es, ¿Por qué lo habrán hecho?
—retomó el Secretario de Guerra.
—No lo sé. Pero estoy seguro que es por la misión
al sur. ¿Quién más sabe sobre ello?
—Pues nada más el Presidente, Don Carlos, este
servidor… y todo el Congreso —respondió Don Juan en un modo
satírico.
—Entonces lo sabe la mitad de San José…
—Sabes que ellos deben aprobar el costo de la
expedición —justificó Don Juan—, Además, vas con un diplomático
extranjero.
—Ocupo que autorices llevar más hombres a la
misión, Juan —habló el Capitán—. Si nos atacaron antes de iniciar, estoy seguro
que no será la última vez que intenten detenernos.
—Sacando las cuentas con el Secretario de Hacienda,
la expedición cubre el costo total para seis personas.
—Excelente, entonces puedo llevar cuatro soldados.
—Eh… no —dictó el Secretario de Guerra—. El gasto
solo cubre para dos soldados, nada más.
—¿Quién más nos acompaña? —preguntó Bernardo,
sorprendido y con una cara que denotaba molestia.
—El Presidente del Congreso, Pedro León, solicitó
que a la expedición se sumara un erudito y su ayudante.
—La valija se hace más pesada —indicó sarcásticamente—,
¿sabes quiénes son?
—No tengo la menor idea, mañana los conocerás antes
de partir.
—¿Mañana? —Bernardo no dejaba de caer en el
asombro— Juan, es muy precipitado.
—Órdenes del Presidente —sentenció.
—Está bien, sí Don Rafael lo ordena, no voy a
cuestionarlo —pronunció resignado—. Me retiro, Señor. Debo buscar a los
soldados adecuados para la misión.
Bernardo se despidió del Secretario de Guerra para
marcharse al Cuartel de la Artillería en busca de sus nuevos subordinados.
Saliendo de la oficina de su primo, en el sofá de la recepción se encontraba el
Mayor Davies, quien no se despegaba del Capitán desde el tiroteo en la
vivienda.
—¿Te dio soldados? —preguntó Walter.
—Sólo dos…
Al llegar al recinto militar, el Capitán Guardia
solicitó entrevistarse con el Coronel Quirós, quien, para su beneficio, se
encontraba de licencia.
—Sargento Primero, entonces, ¿Quién se encuentra de
Comandante de día?
—Señor, el Mayor Fonseca.
—Perfecto, iré a hablar con él, gracias.
Bernardo subió en compañía de Walter hasta el Salón
de Oficiales para poder hablar con el Comandante. Al ingresar, pudo observar en
solitario al Mayor Gerardo Fonseca, quien se encontraba mirando desde la
ventana a una hermosa mujer en la calle aledaña.
—Ahora te iré a buscar, pequeña —dijo morbosamente
el Mayor—. Mi pequeño soldado te conquistará…
—¡Mayor, buenos días señor! —interrumpió Bernardo
el deplorable comentario.
—Capitán, buenos días —expresó Gerardo Fonseca en
forma muy sorprendida, volteando su cuerpo hacia los presentes—. Me comentaron
que ibas a Estar de Comisión, ¿Qué te trae por acá? — preguntó,
acomodándose la bragueta con sus dos manos.
—Mayor Fonseca, espero se encuentre bien —contestó
el Capitán—. Le presento al Mayor Walter Davies, Oficial del Ejército
Estadounidense.
—¡Vaya! Oh... mucho gusto mister,
digo, Sir —expresó Fonseca torpemente, extendiendo su mano
derecha.
—El placer es mío, Mayor —repuso Walter sonriendo y
saludándolo en forma marcial, omitiendo el apretón de manos.
—Mayor Fonseca —interrumpió Bernardo—, vengo para
solicitarle por mandato del Secretario Quirós, que me asigne dos soldados para
la misión a la cual se me ordenó partir.
—Seguro, Capitán. Sólo hay un pequeño inconveniente
—dijo Fonseca con un poco de vergüenza en sus palabras.
—¿Qué ocurre, Gerardo? —preguntó un inquieto
Bernardo— Ya sé… el Coronel Quirós.
Bernardo, a pesar de no tener agrado alguno hacia
el Coronel Miguel Quirós, reconocía su fortaleza como una mente anticipada;
como si supiera los movimientos que iban a realizar sus enemigos, pronosticando
el resultado de la batalla.
Para su desgracia, estas cualidades no sólo las
poseía en el arte militar.
—En efecto —contestó Fonseca—. El Coronel dio
órdenes de que, en caso de presentarse el Capitán Guardia a solicitar personal,
se le asignara exclusivamente los que se encontraran detenidos.
—¡Perfecto! —exclamó Bernardo con el ceño fruncido
y cerrando los ojos—, ¿puedo ir a ver los prospectos?
—Claro Capitán, prosiga —dijo el Mayor Fonseca—. Al
salir, cierre la puerta, por favor. Por cierto, un gusto conocerlo mister Davies
—se despidió.
Partiendo del salón, El Ingeniero Militar no
aguantó las ganas de reírse al ver la actuación del Mayor Fonseca.
—Mi pequeño soldado te conquistará… esto lo debo anotar
en mi diario…
Los dos Oficiales se presentaron en la celda del
Cuartel ubicada en el sótano. En la oscura y húmeda habitación, se distinguía
la figura de cuatro hombres que notablemente no se sentían a gusto en el sitio.
Al observar detenidamente a cada uno de ellos, Bernardo, a modo de revista,
comenzó a examinar los allí presentes.
—Él está ebrio, este no, es muy obeso…
Fijando su mirada en el tercer y cuarto hombre,
reconoció claramente a los dos soldados que el día de ayer iniciaron la pequeña
riña en la Plaza de Armas.
—Supongo que el Coronel Quirós no creyó lo de la
práctica. ¿Qué ocurrió?
—Hola Capitán —respondió el raso Ureña—. Pues, la
verdad, no creyó nada.
—Así es, Capitán —agregó a la plática el Sargento
Quesada—, apenas su presencia se alejó del Cuartel, nos mandó a llamar para
enviarnos al calabozo por dos días.
—Don Andrés, Don Ramón, —prosiguió Bernardo un
tanto desmotivado— requiero dos hombres que me asistan en una expedición al sur
del país, ¿les gustaría acompañarme?
—Sabe que estoy a su disposición, Capitán —contestó
Ureña—. Sería un honor acompañarlo.
—Capitán, con tal de salir de aquí y no perder mi paga,
acepto —agregó su respuesta Quesada.
—Muy bien —expresó el desmotivado Capitán—, hoy
están de licencia, mañana se deben presentar frente a la
Secretaría de Guerra a las seis de la mañana con uniforme, armas y el equipo
necesario. ¡Cuartelero! Abra la celda. Quesada y Ureña quedan libres —gritó al
celador, retirándose de las celdas.
Villa de Desamparados, San José
A siete kilómetros sur de la ciudad de San José, se
ubicaba la rural Villa de Desamparados.
En el interior de una de sus humildes casas, en los
extremos de una mesa rectangular y una vela casi agotada, dos hombres se
encontraban sentados, conversando sobre el hecho ocurrido durante la madrugada
en la residencia de Bernardo Guardia.
—¡Maldita sea! ¡Me hubieras dicho que los ocupantes
eran militares! Ahora tengo a un hombre muerto en mi casa y otro con el rostro
desfigurado. El pobre tiene media mandíbula expuesta.
—No te preocupes por ellos, Ángel —expresó la voz
de un hombre—, deja el drama. Además, el objetivo de alertar a los hombres
surtió el efecto esperado.
—Claro, como no estuviste ahí, no puedes opinar
—reclamaba Ángel—. Si no me hubiera colocado en el medio de ellos dos, quien
sabe cómo me encontraría en estos momentos. Esos sujetos solo dispararon dos
veces, ¡DOS!
—Yo pago para que ejecuten, no para participar...
—En eso tienes razón, discúlpame —pronunció bajando
el tono y sumiso el sujeto que poseía un hoyuelo en su mentón— ¿Cuál es el
siguiente movimiento?
—Yo debo partir hacia San José. Te recomiendo que
marches inmediatamente con los hombres a Boruca y dejes un pequeño grupo en el
Puerto de Puntarenas. Ya daré indicaciones más adelante.
—Está bien —aceptó Ángel—. Por cierto, el pago
aumenta el doble por la muerte de mi hombre.
—Termina el trabajo y tendrás la paga —finalizó el
hombre al otro extremo de la mesa.
Residencia Guardia, San José.
Iniciaban las reparaciones en la residencia Guardia.
Bernardo y Walter habían llegado posterior de una larga visita en los Cuarteles
de la capital. Walter se encontraba maravillado de cómo los soldados de la
pequeña nación, se acercaban de manera simpática para saludarlo y hablarle. El
norteamericano se sentía como una celebridad en los recintos militares.
Aún más fue su fascinación en las calles josefinas.
Las jóvenes damas contemplaban con éxtasis la prestancia del rubio Oficial en
su uniforme de campaña; pero en este caso, la pena era la que lo invadía.
Walter no era un hombre vistoso en su país, por lo que la atención que recibía
era algo nuevo para él.
—Pues bien, ¿el galán desea un café? —bromeó
Bernardo.
—Me caería muy bien el digestivo —respondió Walter
apenado—. ¿Ocupas que ayude en las reparaciones?
—No, no. Ya Paquito contrató a unos hombres para la
labor —expresó Bernardo—. Además, debemos preparar el equipo para la
expedición.
Bernardo llamó a Paquito para solicitarle hacer un
delicioso café, quién aceptó y se marchó dirección a la cocina refunfuñando
nuevamente y quejándose de su avanzada edad.
—Ya tengo todo lo necesario en mi bolso de campaña
—retomó Walter—, ¿Qué más debería llevar?
—Es cierto, rompecorazones —continuó Bernardo con
las bromas—, pero hay que buscar las armas adecuadas para el viaje.
—Pero, es una misión gubernamental, ¿qué armas
vamos a llevar?
—Señor Davies, es mejor ir prevenidos —expuso
Guardia—. Además, prefiero las mías.
Bernardo condujo a Walter hasta su oficina.
Detrás del pesado escritorio hecho en roble que se
encontraba en el salón, una caja fuerte casi tan imponente como la propia casa
se ubicaba. Bernardo procedió a abrirla, encontrándose un arsenal completo de
armas de fuego.
El Capitán comenzó a sacar de la bóveda metálica
varios tipos de armas de diversos calibres.
—Veo que le gustan las armas, mi amigo —opinó
Walter—, ¿Qué más sorpresas hay aquí?
—Mi familia es militar, Walter, somos amantes de
las armas —manifestó un obvio Bernardo—, pero no nos gusta la violencia.
—En la madrugada, al dispararle al sujeto que nos
atacó, no le diste para asesinarlo —expresó Walter—, ¿por qué?
—Larga historia. Sólo diré que mi tío Tomás me
enseñó que un hombre no debe asesinar a otro a menos que sea estrictamente
necesario.
—Es un pensamiento muy noble. Tomás debió ser un
gran sujeto.
—Para muchos si, para otros no —replicó Bernardo—.
Y bien, ¿qué te parece llevar esto?
Bernardo colocó encima de su escritorio varias
armas y cuchillos a modo de exposición para que Walter seleccionara a su gusto,
como si fuera un catálogo de accesorios.
—Cielos, no sé qué escoger…
—Podemos llevar los rifles de ayer —aconsejó
Bernardo—. También podemos llevar estos revólveres Colt M1892, un par de
escopetas M1887, dos Tomahawk, un…
—Creo que con eso es suficiente —detenía Walter a
Bernardo, quién comenzaba a emocionarse.
—Entonces, ¡estas serán! —confirmó Bernardo aun emocionado y con los brazos en la cintura— Ahora, vamos por ese delicioso café que te ofrecí... ¡Paquito!
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