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Ceol de Wessex: Un Rey Muy Breve en la Crónica Sajona

丨 Retrato imaginario del Ceol de Wessex. IMAGEN MARVALEOD. Hola a todos. El día de hoy vamos a centrarnos en un personaje misterioso y poco documentado de la historia anglosajona: Ceol de Wessex . A diferencia de otros reyes de su tiempo, encontrar información sobre él ha resultado muy difícil, lo que convierte a este artículo en uno de los más breves de nuestro blog. ¿Quién fue Ceol? Ceol, también conocido como Ceola o Ceolric , es mencionado en dos fuentes clave: la Crónica anglosajona y la Lista genealógica y real de los sajones occidentales. Ambas lo presentan como rey de Wessex durante un período que oscila entre cinco y seis años. Dependiendo de la fuente, su reinado se habría desarrollado entre los años 592 y 597 , o entre 588 y 594 . ¿Existió realmente? La historicidad de Ceol ha sido cuestionada por varios historiadores, especialmente por David Dumville , quien subraya lo débil que es la evidencia documental sobre él. Ninguna de las fuentes que lo mencionan parece contemporán...

La Reliquia Boruca: Capítulo V


9 de junio de 1896

 

Residencia Guardia, San José.

 

Era poco más de las dos de la madrugada. Bernardo y Walter continuaban planeando los trayectos y detalles del viaje que debían realizar a la zona sur.

            —En serio, no entiendo porque el Presidente insiste en que marchemos por la costa pacífica. El viaje es más rápido, claro; pero mucho más peligroso.

            —Desconozco su interés —agregó el Mayor—, el General Quirós también le sugirió marchar por los cerros.

            —Cosas de política, supongo —replicó el Capitán—. No importa, ¿Traes herramientas entre las maletas que llegaron en la tarde?

            —Traje todo mi equipo, nunca salgo de casa sin él.

            Walter invitó a Bernardo a dirigirse a la recepción de la lujosa casa para ver todo el equipo que traía consigo.

Ya en la pieza principal, los dos hombres comenzaron a revisar cada uno de los instrumentos y la condición en que se encontraban.

            —Tiene unas herramientas de muy buena calidad, Mayor Davies.

            —El gobierno nos da buenos equipos, pero prefiero comprar los míos —expresó—. Por cierto, solo llámame Walter, a secas.

            —Como guste, Walter. —contestó, un poco apenado.

            —Bien, ya tenemos todo listo para la misión —retomó la conversación Walter—. Deberíamos descansar un poco. ¿A qué hora se acostumbra despertar acá?

            —Por lo general, a las cinco de la mañana —respondió Bernardo—, pero nos encontramos de licencia. Podemos despertar un poco más tarde.

            —Me caería muy bien dormir hasta tarde, la verdad —declaró Walter—. También me gustaría visitar el cuartel donde se destaca, Bernardo. Quiero conocer como es la vida militar aquí.

            —La vida militar es muy distinta a la que existe en Estados Unidos, Walter —acotó Bernardo—. Contamos con un ejército profesional, pero aún le falta mucho para considerarse élite. Debo rescatar que la disciplina y el sentido del deber son nuestras mejores cualidades —finalizó, expresando orgullo.

            —El Secretario y su Presidente me comentaron que voy a la expedición con el mejor Oficial del Ejército Nacional —sumó a la conversación—. Ambos tienen un muy buen concepto suyo y creo que tienen razón.

            —Los dos son hombres muy sabios y prudentes, pero creo que exageran un poco —manifestó Bernardo acongojado.

            Los militares se preparaban para subir a las habitaciones y conciliar el sueño, cuando múltiples estruendos se escucharon en las afueras de la propiedad, al tiempo que proyectiles impactaban en las paredes de la recepción de la vivienda.

Ambos Oficiales conocían el sonido que producía la detonación de los cartuchos de las armas de fuego.

Simultáneamente y como un acto ya preparado, Bernardo se dirigió corriendo a su despacho para traer los rifles que tenía en su arsenal, en tanto Walter se lanzaba boca abajo en el piso y comenzaba a arrastrarse hasta encontrar un lugar seguro y con visibilidad del frente de la casa.

            Bernardo arribó nuevamente a la recepción, reduciendo su figura y protegiéndose de los constantes disparos. Colocándose en la pared izquierda, simétrica y contraria a la que se encontraba Walter, le lanzó uno de los dos rifles Winchester M1895 que portaba.

            —¿Cuantos sujetos? —expresó Bernardo utilizando un lenguaje militar de señas.

Walter se puso de cuclillas y con el rabo de su ojo, pudo observar entre los ventanales franceses a tres sujetos ensillados en sus caballos, emplazados en la parte baja de la entrada.

—Tres, hombres a caballo —replicaba Walter en el mismo lenguaje—, once, doce, una —indicando sus posiciones—. Dos armas largas, uno arma corta.

—Recomiendo, dispare, hombre una, yo hombre once, al contar uno. Espero orden.

El Ingeniero asintió con su cabeza la recomendación, comenzándose a poner de pie para colocarse de espaldas a la pared.

—¡UNO!

Los dos Oficiales salieron de su protección y dispararon las armas desde las ventanas de manera unísona, para luego retornar a su posición inicial.

Automáticamente, las detonaciones provenientes desde fuera de la propiedad dejaron de emprender en contra del edificio, al tiempo que los cascos de los caballos comenzaron a chocar contra la calzada, para luego perderse entre el silencio de la madrugada.

 

Bernardo y Walter salieron por la puerta principal. Ambos sabían que dos de los salteadores iban heridos, uno de ellos en gravedad.

—Mayor, ¿Se encuentra bien?

—Sí Capitán, gracias —respondió Walter.

—Debo informar de esto al Cuartel de Artillería.

—Lo acompaño.

—Por favor —adicionó Bernardo—. Iré a ver cómo están todos adentro. ¿Paquito? ¿Están todos bien? —gritó, mientras se introducía a la casa.

 

Secretaría de Guerra y Cuartel de la Artillería, San José.

 

A las nueve de la mañana, Bernardo se había presentado a la Secretaría de Guerra para hablar con el Ministro y comunicarle lo ocurrido. Al escuchar todo lo acontecido, Don Juan se encontraba muy preocupado ante la situación presentada en la madrugada.

            —Bernardo, acepta por lo menos a los soldados como protección en la casa para Don Walter, por favor.

            —Sí quieres ponerlos, ponlos, pero realmente no los necesitamos.

           

En la ciudad, ya se corría el rumor del atentado en la residencia del Capitán. A primera hora de la mañana, Bernardo se presentó en el Cuartel de Artillería para informar del suceso; el Subteniente encargado de la guardia, ordenó hacer patrullas en las calles de la capital para buscar a los terroristas, pero no hubo rastro de ellos.

            —Lo que no entiendo es, ¿Por qué lo habrán hecho? —retomó el Secretario de Guerra.

            —No lo sé. Pero estoy seguro que es por la misión al sur. ¿Quién más sabe sobre ello?

            —Pues nada más el Presidente, Don Carlos, este servidor… y todo el Congreso —respondió Don Juan en un modo satírico.

            —Entonces lo sabe la mitad de San José…

            —Sabes que ellos deben aprobar el costo de la expedición —justificó Don Juan—, Además, vas con un diplomático extranjero.

            —Ocupo que autorices llevar más hombres a la misión, Juan —habló el Capitán—. Si nos atacaron antes de iniciar, estoy seguro que no será la última vez que intenten detenernos.

            —Sacando las cuentas con el Secretario de Hacienda, la expedición cubre el costo total para seis personas.

            —Excelente, entonces puedo llevar cuatro soldados.

            —Eh… no —dictó el Secretario de Guerra—. El gasto solo cubre para dos soldados, nada más.

            —¿Quién más nos acompaña? —preguntó Bernardo, sorprendido y con una cara que denotaba molestia.

            —El Presidente del Congreso, Pedro León, solicitó que a la expedición se sumara un erudito y su ayudante.

            —La valija se hace más pesada —indicó sarcásticamente—, ¿sabes quiénes son?

            —No tengo la menor idea, mañana los conocerás antes de partir.

            —¿Mañana? —Bernardo no dejaba de caer en el asombro— Juan, es muy precipitado.

            —Órdenes del Presidente —sentenció.

            —Está bien, sí Don Rafael lo ordena, no voy a cuestionarlo —pronunció resignado—.  Me retiro, Señor. Debo buscar a los soldados adecuados para la misión.

            Bernardo se despidió del Secretario de Guerra para marcharse al Cuartel de la Artillería en busca de sus nuevos subordinados. Saliendo de la oficina de su primo, en el sofá de la recepción se encontraba el Mayor Davies, quien no se despegaba del Capitán desde el tiroteo en la vivienda.

            —¿Te dio soldados? —preguntó Walter.

—Sólo dos…

 

            Al llegar al recinto militar, el Capitán Guardia solicitó entrevistarse con el Coronel Quirós, quien, para su beneficio, se encontraba de licencia.

            —Sargento Primero, entonces, ¿Quién se encuentra de Comandante de día?

            —Señor, el Mayor Fonseca.

            —Perfecto, iré a hablar con él, gracias.

            Bernardo subió en compañía de Walter hasta el Salón de Oficiales para poder hablar con el Comandante. Al ingresar, pudo observar en solitario al Mayor Gerardo Fonseca, quien se encontraba mirando desde la ventana a una hermosa mujer en la calle aledaña.

            —Ahora te iré a buscar, pequeña —dijo morbosamente el Mayor—. Mi pequeño soldado te conquistará…

            —¡Mayor, buenos días señor! —interrumpió Bernardo el deplorable comentario.

            —Capitán, buenos días —expresó Gerardo Fonseca en forma muy sorprendida, volteando su cuerpo hacia los presentes—. Me comentaron que ibas a Estar de Comisión, ¿Qué te trae por acá? — preguntó, acomodándose la bragueta con sus dos manos.

            —Mayor Fonseca, espero se encuentre bien —contestó el Capitán—. Le presento al Mayor Walter Davies, Oficial del Ejército Estadounidense.

            —¡Vaya! Oh... mucho gusto mister, digo, Sir —expresó Fonseca torpemente, extendiendo su mano derecha.

            —El placer es mío, Mayor —repuso Walter sonriendo y saludándolo en forma marcial, omitiendo el apretón de manos.

—Mayor Fonseca —interrumpió Bernardo—, vengo para solicitarle por mandato del Secretario Quirós, que me asigne dos soldados para la misión a la cual se me ordenó partir.

            —Seguro, Capitán. Sólo hay un pequeño inconveniente —dijo Fonseca con un poco de vergüenza en sus palabras.

            —¿Qué ocurre, Gerardo? —preguntó un inquieto Bernardo— Ya sé… el Coronel Quirós.

            Bernardo, a pesar de no tener agrado alguno hacia el Coronel Miguel Quirós, reconocía su fortaleza como una mente anticipada; como si supiera los movimientos que iban a realizar sus enemigos, pronosticando el resultado de la batalla.

Para su desgracia, estas cualidades no sólo las poseía en el arte militar.

            —En efecto —contestó Fonseca—. El Coronel dio órdenes de que, en caso de presentarse el Capitán Guardia a solicitar personal, se le asignara exclusivamente los que se encontraran detenidos.

            —¡Perfecto! —exclamó Bernardo con el ceño fruncido y cerrando los ojos—, ¿puedo ir a ver los prospectos?

            —Claro Capitán, prosiga —dijo el Mayor Fonseca—. Al salir, cierre la puerta, por favor. Por cierto, un gusto conocerlo mister Davies —se despidió.

            Partiendo del salón, El Ingeniero Militar no aguantó las ganas de reírse al ver la actuación del Mayor Fonseca.

            —Mi pequeño soldado te conquistará… esto lo debo anotar en mi diario…

 

            Los dos Oficiales se presentaron en la celda del Cuartel ubicada en el sótano. En la oscura y húmeda habitación, se distinguía la figura de cuatro hombres que notablemente no se sentían a gusto en el sitio. Al observar detenidamente a cada uno de ellos, Bernardo, a modo de revista, comenzó a examinar los allí presentes.

—Él está ebrio, este no, es muy obeso…

            Fijando su mirada en el tercer y cuarto hombre, reconoció claramente a los dos soldados que el día de ayer iniciaron la pequeña riña en la Plaza de Armas.

            —Supongo que el Coronel Quirós no creyó lo de la práctica. ¿Qué ocurrió?

            —Hola Capitán —respondió el raso Ureña—. Pues, la verdad, no creyó nada.

            —Así es, Capitán —agregó a la plática el Sargento Quesada—, apenas su presencia se alejó del Cuartel, nos mandó a llamar para enviarnos al calabozo por dos días.

            —Don Andrés, Don Ramón, —prosiguió Bernardo un tanto desmotivado— requiero dos hombres que me asistan en una expedición al sur del país, ¿les gustaría acompañarme?

            —Sabe que estoy a su disposición, Capitán —contestó Ureña—. Sería un honor acompañarlo.

            —Capitán, con tal de salir de aquí y no perder mi paga, acepto —agregó su respuesta Quesada.

            —Muy bien —expresó el desmotivado Capitán—, hoy están de licencia, mañana se deben presentar frente a la Secretaría de Guerra a las seis de la mañana con uniforme, armas y el equipo necesario. ¡Cuartelero! Abra la celda. Quesada y Ureña quedan libres —gritó al celador, retirándose de las celdas.

 

Villa de Desamparados, San José

 

            A siete kilómetros sur de la ciudad de San José, se ubicaba la rural Villa de Desamparados.

En el interior de una de sus humildes casas, en los extremos de una mesa rectangular y una vela casi agotada, dos hombres se encontraban sentados, conversando sobre el hecho ocurrido durante la madrugada en la residencia de Bernardo Guardia.

            —¡Maldita sea! ¡Me hubieras dicho que los ocupantes eran militares! Ahora tengo a un hombre muerto en mi casa y otro con el rostro desfigurado. El pobre tiene media mandíbula expuesta.

            —No te preocupes por ellos, Ángel —expresó la voz de un hombre—, deja el drama. Además, el objetivo de alertar a los hombres surtió el efecto esperado.

            —Claro, como no estuviste ahí, no puedes opinar —reclamaba Ángel—. Si no me hubiera colocado en el medio de ellos dos, quien sabe cómo me encontraría en estos momentos. Esos sujetos solo dispararon dos veces, ¡DOS!

            —Yo pago para que ejecuten, no para participar...

            —En eso tienes razón, discúlpame —pronunció bajando el tono y sumiso el sujeto que poseía un hoyuelo en su mentón— ¿Cuál es el siguiente movimiento?

            —Yo debo partir hacia San José. Te recomiendo que marches inmediatamente con los hombres a Boruca y dejes un pequeño grupo en el Puerto de Puntarenas. Ya daré indicaciones más adelante.

            —Está bien —aceptó Ángel—. Por cierto, el pago aumenta el doble por la muerte de mi hombre.

            —Termina el trabajo y tendrás la paga —finalizó el hombre al otro extremo de la mesa.

 

Residencia Guardia, San José.

 

Iniciaban las reparaciones en la residencia Guardia. Bernardo y Walter habían llegado posterior de una larga visita en los Cuarteles de la capital. Walter se encontraba maravillado de cómo los soldados de la pequeña nación, se acercaban de manera simpática para saludarlo y hablarle. El norteamericano se sentía como una celebridad en los recintos militares.

Aún más fue su fascinación en las calles josefinas. Las jóvenes damas contemplaban con éxtasis la prestancia del rubio Oficial en su uniforme de campaña; pero en este caso, la pena era la que lo invadía. Walter no era un hombre vistoso en su país, por lo que la atención que recibía era algo nuevo para él.

—Pues bien, ¿el galán desea un café? —bromeó Bernardo.

—Me caería muy bien el digestivo —respondió Walter apenado—. ¿Ocupas que ayude en las reparaciones?

—No, no. Ya Paquito contrató a unos hombres para la labor —expresó Bernardo—. Además, debemos preparar el equipo para la expedición.

Bernardo llamó a Paquito para solicitarle hacer un delicioso café, quién aceptó y se marchó dirección a la cocina refunfuñando nuevamente y quejándose de su avanzada edad.

—Ya tengo todo lo necesario en mi bolso de campaña —retomó Walter—, ¿Qué más debería llevar?

—Es cierto, rompecorazones —continuó Bernardo con las bromas—, pero hay que buscar las armas adecuadas para el viaje.

—Pero, es una misión gubernamental, ¿qué armas vamos a llevar?

—Señor Davies, es mejor ir prevenidos —expuso Guardia—. Además, prefiero las mías.

 

Bernardo condujo a Walter hasta su oficina.

Detrás del pesado escritorio hecho en roble que se encontraba en el salón, una caja fuerte casi tan imponente como la propia casa se ubicaba. Bernardo procedió a abrirla, encontrándose un arsenal completo de armas de fuego.

El Capitán comenzó a sacar de la bóveda metálica varios tipos de armas de diversos calibres.

—Veo que le gustan las armas, mi amigo —opinó Walter—, ¿Qué más sorpresas hay aquí?

—Mi familia es militar, Walter, somos amantes de las armas —manifestó un obvio Bernardo—, pero no nos gusta la violencia.

—En la madrugada, al dispararle al sujeto que nos atacó, no le diste para asesinarlo —expresó Walter—, ¿por qué?

—Larga historia. Sólo diré que mi tío Tomás me enseñó que un hombre no debe asesinar a otro a menos que sea estrictamente necesario.

—Es un pensamiento muy noble. Tomás debió ser un gran sujeto.

—Para muchos si, para otros no —replicó Bernardo—. Y bien, ¿qué te parece llevar esto? 

Bernardo colocó encima de su escritorio varias armas y cuchillos a modo de exposición para que Walter seleccionara a su gusto, como si fuera un catálogo de accesorios.

—Cielos, no sé qué escoger…

—Podemos llevar los rifles de ayer —aconsejó Bernardo—. También podemos llevar estos revólveres Colt M1892, un par de escopetas M1887, dos Tomahawk, un…

—Creo que con eso es suficiente —detenía Walter a Bernardo, quién comenzaba a emocionarse.

—Entonces, ¡estas serán! —confirmó Bernardo aun emocionado y con los brazos en la cintura— Ahora, vamos por ese delicioso café que te ofrecí... ¡Paquito! 

Capítulo VI 🔜

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