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La Reliquia Boruca: Capítulo III
10 de junio de 1892
San José, Costa Rica. Cuatro años antes.
—¿Estás seguro de esto? No lo sé, no es buena idea. Considera tu imagen.
—Bernardo, ¿Crees que no he pensado en ello? Es lo que más me preocupa
de todo esto.
—La política definitivamente no es para mí, Rafael. No puedo figurarme
en tus zapatos.
—Como sea, me vas a ayudar ¿sí, o no?
—Está bien —habló Bernardo desanimado—, yo te ayudo… eleva el mentón.
En la residencia del Teniente Guardia, el Secretario Yglesias se estaba
preparando para el baile de medio año que organizaba Don Mauro Fernández en su
lujosa mansión, la cual era conocida como la Residencia Fernández. El joven Ministro de Guerra se hallaba en un
dilema de interés nacional: mantener su enrarecida barba o cortársela.
Aunque pareciera una banalidad, los periódicos locales no dejarían de
hablar de la apariencia del prometedor Ministro, quien estaba próximo a
anunciar su candidatura a la presidencia para el periodo 1894-1898.
—Bien, ya está. —titubeó Bernardo.
—¿Cómo luzco? —preguntó el Secretario.
—Pues, te ves terrible, Rafael.
—¿Lo dices en serio? No me asustes, por favor.
—Mira por ti mismo —dijo Bernardo, ofreciéndole un espejo a Rafael—. No
me culpes por esto.
—Pero, ¡sí me veo muy bien!
Bernardo no soportaba contener las
carcajadas al ver la expresión producida por Rafael, quien se levantó
agitadamente de su silla para expresar improperios a su compañero y correr
detrás de él con la intensión de golpearlo.
Una vez listos, el Secretario y el
Teniente se dirigieron hasta la Residencia
Fernández en el carruaje negro de la Secretaría de Guerra, charlando y
platicando sobre sus aspectos y de las personas que se encontrarían en aquel
baile.
—¿Habrá sido buena idea rasurarme la
barba?
—No sigas con eso, por favor…
Al llegar a la propiedad y bajarse
de la carroza, las miradas de los invitados que se encontraban a las afueras se
concentraban completamente en el Secretario de Guerra y su escolta. Era bien
sabido por toda la capital que los dos hombres que se encontraban allí, eran
los solteros más codiciados del momento por las señoritas de la ciudad.
Por un lado, el joven y apuesto Ministro venía de divorciarse
recientemente por presiones familiares, al tiempo que sus empresas crecían
económicamente y la carrera política iba en aumento. En tanto, su acompañante
se caracterizaba por ser un hermoso y prometedor Oficial del Ejército Nacional,
heredero de una buena fortuna por parte de sus progenitores; su padre había
fallecido meses antes de su nacimiento y su madre murió de neumonía cuando el
infante contaba apenas con seis años de edad.
—Buenas noches, señor Secretario —lo
recibió uno de los criados de Don Mauro—. Espero se encuentre bien. Si gusta,
me puede dar su abrigo.
Rafael entregó su abrigo, observando
si el Presidente Rodríguez ya se había presentado en el baile.
—Señor Secretario —dijo Bernardo—, ¿Se encuentra usted bien?
—Sí, sí. Estaba buscando al Presidente —respondió Rafael— ¿Y podrías
dejar de tratarme de usted? —agregó murmurando— Siento que mi madre me está
regañando.
—Amigo en privado, soldado en trabajo, Señor Secretario.
—Dios mío, Bernardo…
La ceremonia comenzó unos minutos más tarde de lo acordado. Aun así, los
presentes no hicieron cotilleo por el asunto. Las galas de Don Mauro siempre
eran muy ansiadas por la sociedad josefina.
Rafael no era el único que estaba buscando a alguien. Bernardo, cada vez
que lograba escapar de una monótona conversación militar o una charada
política, observaba detenidamente entre las damas, si la dueña de su corazón se
encontraba ya en el baile.
—¡Aquí está nuestro futuro General de División! —expresó una voz
amigable— ¿Cómo estás, Bernardo?
—¡Alejandra! —Sonrió alegre el Teniente—, ¿Cómo estás? ¡Tanto tiempo!
—No puedo decir que mal —respondió la muy atractiva mujer, abrazando a
Bernardo con gran cariño—. La vida me ha tratado muy bien.
—¡Pero mírate! Estás hermosa.
Alejandra era una bella mujer.
La dama nacida en Alajuela robaba suspiros. No se podía disimular la
mirada cada vez que ella se encontraba en un sitio.
Su exuberante cuerpo era una obra de arte otorgada a esta generación
como regalo de Dios. Ella Adoraba usar vestidos ajustados, conocía las
cualidades de su cuerpo y sabía cómo explotarlas. De la cara un tanto redonda,
brotaban unos delicados labios que, al abrirlos, incitaban al mayor de los
deseos, haciendo caer a los hombres en pensamientos de completa lujuria. Su
cabello era completamente negro y lacio, aunque ella le gustaba rizarlo para
darle un aspecto más sofisticado. Vistos estos detalles, la cereza del
impresionante pastel culminaba con sus exóticos ojos almendrados de tonalidad
gris brillante que presentaban una elegancia y seducción al estilo de la más
absurda distracción.
La familia de Alejandra poseía terrenos para el cultivo del café en las
cercanías de las propiedades de la familia Guardia, por lo que Bernardo y ella
se conocieron en su niñez. Recuerdos grabados de dos niños inocentes corriendo y
jugando entre las plantas de café quedaban en la memoria de sus empleados. Más
que vecinos, parecían hermanos.
Antes de la partida de Bernardo a Estados Unidos, los adolescentes
disfrutaron largas tardes juntos platicando sobre sus sueños y proyectos, dando
pequeñas vueltas en las aceras del Parque Central. Las familias de los dos
acordaron un matrimonio posterior al retorno de Bernardo.
Poco antes de cumplir los diecinueve años, el padre de Alejandra,
encontrándose en una difícil situación económica por unas malas inversiones, rompió
el acuerdo con la familia Guardia y la comprometió con un socio proveniente de
Heredia; un señor mayor de apellido Flores. Ella no deseaba ese matrimonio, por
lo que se quedaba largas temporadas en la casa de sus padres para evitar
compartir lecho con él.
El retorno de Bernardo al país fue un rayo de luz para la hermosa joven.
Las pláticas y los paseos nuevamente se convirtieron en sus pasatiempos
favoritos. Los jóvenes no conocían la mesura o la discreción. Los impulsos
hicieron brotar en ellos las pasiones más violentas y sin intención de
detenerlas, fue como pronto iniciaron una aventura amorosa que se prolongó por
varios años.
A pesar de ser trasladado a San José, Bernardo no olvidaba a su amante.
Cada vez que podía, acordaba con Alejandra y se escapaba a la ciudad donde
creció para poder estar a su lado y pasar apasionadas noches juntos.
Pero no todo es para siempre o tiene un final feliz.
El esposo de Alejandra ya era un hombre mayor que pintaba canas en sus
sienes y la experiencia de los años no pasaron en vano. Él conocía sobre la
relación de Alejandra y Bernardo, pero prefería cargar el peso de las
apariencias y no el de los cuernos. También sabía, producto de sus tres
matrimonios anteriores, que la incapacidad de no tener hijos era su
responsabilidad y no de sus exparejas.
Fruto de la relación secreta y el amor, en junio de mil ochocientos
ochenta y cuatro, Alejandra quedó embarazada. Ella confrontó a su esposo y
trato de huir al lado de Bernardo a San José. Pero él, aunque no aprobaba lo
ocurrido, propuso a Alejandra criar al hijo como suyo, evitando un escándalo
que arruinaría la carrera del Teniente Guardia. Después de esto, Alejandra no
volvió a tener contacto con Bernardo.
Desde entonces, era común escuchar los rumores que corrían en los
pasillos de la sociedad alajuelense sobre el hijo bastardo de la estirpe
Guardia.
—No envejeces, Bernardo. Sigues siendo el mismo joven y apuesto soldado.
—¿Qué hay contigo? ¿Sigues casada?
—Se mantiene. Mi esposo como siempre, frío y aburrido —contestó
Alejandra con desgana—, ¿Y que hay contigo, ya te casaste?
—No, aún no, pero espero que pronto.
—Entonces ya tienes una candidata —soltó Alejandra de un modo crítico—,
¿la conozco?
—Hmm… creo que sí la conoces —titubeo Bernardo antes de continuar—.
Alejandra, lamento como terminó lo nuestro, discúlpame por todo el daño que te
hice— agregó a la conversación.
—Nunca me hiciste daño, Bernardo —lanzó la hermosa mujer de cabello
rizado—. Me hiciste feliz… y me sigues haciendo feliz —repuso, mirando a
Bernardo fijamente con lágrimas en los ojos.
—¿Cómo está…? —trató de preguntar, pero su voz se apagó.
—Alejandro está muy bien, Bernardo.
—¡ATENCIÓN!
En ese momento, dos soldados se presentaban en la entrada de la lujosa
mansión para anunciar la llegada del Presidente Rodríguez al flamante evento.
—Damas, caballeros, el Excelentísimo Señor Presidente, Don José Joaquín
Rodríguez Zeledón, su señora esposa, Doña Luisa Alvarado Murillo y su hija, la
señorita Manuela Rodríguez Alvarado —anunció uno de los militares.
Los presentes a modo de cortesía, realizaron un medio círculo frente a
la entrada para recibir al mandatario y su familia con enérgicos aplausos. En
tanto, Bernardo se separó de Alejandra para ir en busca de Rafael, quien se
encontraba en otro salón con los demás Secretarios.
—Secretario Yglesias, Don José Joaquín acaba de llegar al baile.
—¡Oh, gracias Teniente! —expresó el Ministro—. Señores, vamos a recibir
al Presidente.
Todo el gabinete presente comenzó a retornar al salón principal de la Residencia Fernández. Antes de salir,
Rafael detuvo a Bernardo sosteniéndolo de su brazo para interrogarlo a solas.
—Bernardo, ¿Quién acompaña al Presidente?
—Su esposa y la señorita Manuela, ¿Por qué lo preguntas?
—Sólo quería saber, gracias —apuntó Rafael—. Bernardo, me preocupa mi
madre, ¿podrías ir a verla un momento a la casa? —agregó con preocupación—, no
está muy lejos.
—Rafael, no debes preocuparte por ella. Dejé dos soldados para su
cuidado, uno de ellos es un Sargento. está bien protegida.
—Está bien, te lo agradezco…
Al incorporarse a la presentación y discurso que estaba pronunciando el
Presidente, los dos hombres se posicionaron en la parte del frente de la
multitud para escuchar las palabras.
—¡Bernardo, Bernardo! —pronunció Rafael en un leve murmullo.
—¿Qué quieres? —preguntó.
—Sabes lo mucho que te quiero, eres como mi hermano y jamás desearía un
mal para ti —comentó el Secretario de Guerra—, pero hay algo que debo decirte.
—¿De qué me estás hablando, Rafael? ¿Qué tienes?
—Pues…
En ese momento, el Presidente de la República de manera enérgica,
pronunciaba unas palabras que destrozarían el corazón de Bernardo.
—…Por esto, y con la mayor de mi
felicidad, es de mi agrado anunciarles que mi hija, la Señorita Manuela, se
encuentra comprometida con nuestro muy excelente Secretario de Guerra, el señor
Rafael Yglesias Castro ¡Un aplauso por favor!
Las personas presentes comenzaron a
aplaudir de manera acalorada, mientras el salón se polarizaba observando a los
futuros esposos. ¡Todos celebraban la unión!
Todos… excepto uno.
Bernardo, con la mirada perdida,
concentrado en la noticia que estaba recibiendo, se encontraba como si la
muerte hubiese abrazado su alma. Mientras los políticos y empresarios llegaban
para estrechar la mano del Secretario de Guerra, él permanecía inmóvil al lado
del que hasta hace poco consideraba su amigo.
—Bernardo, debemos hablar. Quiero
que me escuches, porque…
—¡Don Rafael! Acompáñenos en este
momento —alzó la voz el Presidente—. Quiero verlo junto a su futura esposa para
la fotografía oficial.
Bernardo se marchó de allí. No
quería saber nada de lo ocurrido esa trágica noche y el estúpido baile. Más que
ver como la dueña de sus pensamientos se le escapaba de las manos y le partía
el corazón, lo que verdaderamente le dolía era ver quién fue su ladrón.
El joven Teniente caminó deambulando por las calles de la capital
durante un tiempo antes de ser interceptado por el Secretario de Guerra en su
flamante coche.
—Cochero, se puede retirar. Me iré
caminando con el Oficial.
El cochero acató la orden de Don
Rafael y se retiró del sitio. Ahora, los
pasos de la Quinta Avenida se encontraban vacíos.
—Bernardo ¡escúchame por favor!
—¿Qué quieres que escuche? —balbuceó
llorando el Teniente—, ¿qué mi mejor amigo se va a casar con la mujer que amo?
—Bernardo…
—Rafael, ¿Cómo pudiste? Sabías lo
que sentía por ella, sabías que le iba a proponer matrimonio en la gala del día
de mi cumpleaños.
—Don José Joaquín me propuso la idea
hace unos días —interrumpió el Ministro—, no sabía cómo decírtelo, perdóname
por favor. Sabes que esta unión me beneficia en exceso para impulsar mi carrera
política.
—¿Es más importante esa maldita
carrera que nuestra amistad? —lanzó detenidamente y con notorio enfado
Bernardo— Vaya que he sido un completo estúpido, Rafael.
—No quiero que te molestes,
entiéndelo.
—¿Sabes algo? Me duele desde lo profundo de mi corazón que seas la persona que me robó mis sueños e ilusiones… mi amigo, el que sabía todo lo que expresaba por Manuela… mi amigo, el que consideraba como un hermano… mi amigo, al que tanto amaba… Adiós, señor Secretario. Nos vemos mañana para que recoja las pertenencias que dejó en mi casa...
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