Update cookies preferences Ir al contenido principal

Destacado

Ceol de Wessex: Un Rey Muy Breve en la Crónica Sajona

丨 Retrato imaginario del Ceol de Wessex. IMAGEN MARVALEOD. Hola a todos. El día de hoy vamos a centrarnos en un personaje misterioso y poco documentado de la historia anglosajona: Ceol de Wessex . A diferencia de otros reyes de su tiempo, encontrar información sobre él ha resultado muy difícil, lo que convierte a este artículo en uno de los más breves de nuestro blog. ¿Quién fue Ceol? Ceol, también conocido como Ceola o Ceolric , es mencionado en dos fuentes clave: la Crónica anglosajona y la Lista genealógica y real de los sajones occidentales. Ambas lo presentan como rey de Wessex durante un período que oscila entre cinco y seis años. Dependiendo de la fuente, su reinado se habría desarrollado entre los años 592 y 597 , o entre 588 y 594 . ¿Existió realmente? La historicidad de Ceol ha sido cuestionada por varios historiadores, especialmente por David Dumville , quien subraya lo débil que es la evidencia documental sobre él. Ninguna de las fuentes que lo mencionan parece contemporán...

La Reliquia Boruca: Capítulo II


8 de junio de 1896

 

Cuartel de la Artillería y Palacio Nacional, San José.

 

Un hermoso amanecer iniciaba en el Valle Central. Las nubes poco a poco abrían paso al cielo azul característico de la ciudad de San José. En las afueras, los hombres ya despiertos y dispuestos a laborar en el Mercado Central, acomodaban las frutas y verduras para ser vendidos a los demás ciudadanos que comenzaban a transitar las calles de la cálida capital.

Al mismo tiempo, en el Cuartel de la Artillería, los soldados se preparaban para recibir su instrucción diaria, posterior a la minuciosa revista ejecutada por los Cabos de equipos.

¡SOLDADOS! ¡ATENCIÓN! ¡FIRMES!

Los soldados al sonar la voz de atención, iniciaron a formarse en seis columnas de cuatro hombres cada una. Al lado derecho de cada escuadra, su Sargento se presentaba para avanzar al frente y entregar sus hombres al Comandante de turno.

El Oficial encargado de la guardia puso en descanso a la compañía completa. Como un catedrático en su rama, comenzó a dar instrucciones a los soldados de las tareas a realizar durante el día.

Saliendo del pabellón principal del Cuartel, el Sargento Primero se acercó al Capitán a cargo para darle una noticia.

Capitán Guardia, buenos días señor intervino el Sargento, en una posición marcial firme y colocando su mano derecha un poco inclinada encima de su ceja—. Disculpe que lo interrumpa, pero el Coronel Miguel Quirós indica que requiere su presencia inmediatamente.

No puedo creerlo espetó el Capitán en voz baja para no llamar la atención—. Teniente Segura, hágase cargo de la Compañía.

 

El Capitán Bernardo Guardia era un Oficial que ya superaba los treinta años, aunque no los aparentaba. Al lado de los hombres promedio de su nación, poseía una estatura que hacía resaltar su figura frente a los demás. A Guardia no le gustaba portar bello alguno en su rostro, sentía que lo envejecía y debido a esto, le sobresalían sus ojos verdes claro, heredados de su madre y una nariz un tanto aguileña, rasgo característico de la familia de su padre.

Proveniente de una de las familias más influyentes del país, había recibido por tradición la oportunidad de tomar formación en el arte castrense, siendo enviado a la Academia Militar de Estados Unidos en West Point con tan sólo cumplir los dieciséis años de edad.

En dicha institución norteamericana, su paso fue sin pena ni gloria. Sin embargo, su anhelo por convertirse en Oficial lo impulsó para lograr su tan ansiado objetivo. A su llegada al país, su tío, el entonces Presidente de la República, el Excelentísimo General Don Tomás Guardia, deseoso que su sobrino fuese un soldado exitoso y perpetuara la tradición militar de la familia, impulsó la carrera del joven en la ciudad de Alajuela.

Posterior al fallecimiento de su benefactor, el joven Bernardo ya como un prometedor Teniente, fue asignado al Cuartel de la Artillería ubicado en la Capital. Para su disgusto, lo encomendaron bajo las órdenes del entonces Capitán Miguel Quirós, una persona que no era de su agrado en absoluto a pesar de ser primos por vía materna.

Desde su adolescencia, Miguel envidió el apoyo que Bernardo recibió por parte de la familia Guardia. Con los años, la frustración se añadió en su existencia al no poder estudiar en el extranjero como sus hermanos mayores. Estas marcas se enlazaron en un sentimiento de odio y amargura, mismos que terminaron desahogándose en el único primo que le dio Regina Segura.

El ceñimiento hacia Bernardo era tal, que nunca lo recomendó para un ascenso en el mando del Ejército Nacional, a pesar de contar con el apoyo de sus compañeros y superiores.

Por esto, de los catorce años de servicio activo de Bernardo Guardia, once los desfiló con el grado de Teniente.

 

Coronel, ¡buenos días señor! exclamó Bernardo al ingresar al salón de Oficiales del Cuartel¿me mandó a llamar?

El Coronel Miguel Quirós ignoró el saludo y continuó leyendo el periódico, sentado en uno de los sillones del espacio.

Bernardo, ¿hace cuánto se encuentra destacado bajo mi mando? preguntó el Coronel en un tono que denotaba desinterés y la vista intacta, postrada en las hojas del semanario de la ciudad.

Doce años, tres meses y cator... —le respondía el Capitán antes de ser interrumpido por su superior.

Pues hoy es su día de suerte, Bernardo. Llegó esta carta desde la Secretaría de la Guerra. Tiene que ver con usted.

            El Coronel Quirós, sin voltear a mirar a su familiar y con una sonrisa irónica, lanzó una nota sobre la mesita que se encontraba a su costado izquierdo. El Capitán la empuñó con sus manos y procedió a leer:

 

5 de junio de 1896

Secretaría de Guerra, Gobierno de la República de Costa Rica

 

Coronel Miguel Quirós Segura

Comandante interino del Cuartel de Artillería

 

Excelentísimo señor:

Un gusto saludarle. Por medio de la siguiente nota, se le ordena la presencia del Capitán Bernardo Guardia Segura a mi despacho. Notifíquese.

 

General Juan Bautista Quirós Segura

Secretario de Guerra

 

Bernardo Languideció.

            Una vez leída la carta, el Oficial de menor grado, con una mirada de incertidumbre y el cuerpo inmovilizado, no supo cómo reaccionar ante tal notificación; ese documento no indicaba el porqué de su llamado por parte del Ministro militar del país y para peores, hermano de su aborrecido superior.

Si ya leyó la carta, se puede retirar, Bernardo. Espero le vaya bien en su vida de civil —agregó el Coronel con un tono que expresaba claramente burla.

            El Capitán de manera respetuosa y educada, entregó un saludo en posición firme para luego dar vuelta y retirarse. 

Al salir del salón de Oficiales, las dudas y preocupación comenzaron a atormentarle.

¿Será que este desgraciado intrigó contra mí para que me den la baja en el servicio? se preguntaba mientras caminaba por los pasillos que lo transportaban a la salida del Cuartel.

           

Bernardo se dirigió rápidamente hasta la Secretaría de Guerra en el Palacio Nacional.

Una vez llegado a la recepción de la edificación recién remodelada, el competente Oficial se presentó para ser anunciado a Don Juan, como se le conocía al Secretario de Guerra. Minutos más tarde, un soldado se presentó delante del Capitán, solicitando de manera atenta acompañarlo para ser recibido por el ilustre General.

Al llegar al salón principal, Bernardo no pudo omitir ver el majestuoso recinto en el que se encontraba. Una habitación pintada en un color blanco tan hermoso que le recordaba las densas capas de nieve que pudo disfrutar en el estado de Massachusetts mientras se encontraba de licencia; rodapiés con diversas tonalidades caoba y un diseño exquisito en su relieve resaltaban desde la parte baja; en medio de la habitación colgando desde el techo, sobresalía un hermoso candelabro dorado que emulaba el oro y que contaba con dieciocho brazos para colocar las bombillas en forma de velas utilizadas en los largos consejos nocturnos que acarreaba el Estado Mayor del Ejército.

Veo que Don Nicolás aceptó mi sugerencia— pensó orgulloso.

Centrando su mirada en la realidad, se percató de la figura de Don Juan, que se encontraba sentado en uno de los sillones elaborados en un exquisito y brillante cuero negro.

Buenos días, Don Juan inició la conversación Bernardo con una posición un tanto preocupada—. Usted me convocó a su despacho. ¿En qué le puedo servir?

            Toma asiento, Bernardo, ¿cómo estás? preguntó Don Juan de un modo cordial y amable¿Cómo ha seguido esa relación con Miguel?, supongo que bien agregó sarcásticamente a la conversación, mientras las risas brotaban de su boca.

Don Juan, no me importune con eso, por favor. Usted sabe cómo es su hermano respondió el Capitán, mientras tomaba asiento y su semblante comenzaba a relajarse.

Nada de Don ni usted, por favor, estamos entre familia.

            A pesar de los lazos de sangre, Don Juan era un personaje completamente opuesto de su hermano. No podía existir comparación en la educación, cortesía y trato que brindaba el hermano mayor de los Quirós; de hecho, si no fuera por él, Bernardo jamás hubiera alcanzado el grado de Capitán.

Quiero ir directo al grano, Bernardo. ¿Te acuerdas que hace unos meses hubo un asesinato frente al Monumento Nacional?

Claro que me acuerdo respondió de manera enérgica—. La muerte de Hilario González ocurrió durante mi guardia, en la noche.

¡Pues ese mismo es! Hace unos días recibimos noticias que ese sujeto traía consigo una figura de jade que era patrimonio de su pueblo. El hombre se encontraría a la mañana siguiente con un comerciante extranjero para vendérsela. Pero esto nunca sucedió y ya sabemos el resto.

 

            La muerte producida la noche lluviosa de un viernes santo quedó marcada en la memoria de Bernardo. Eventuales sucesos dieron como resultado que una patrulla del ejército vigilara el lugar la noche del asesinato. Por obras del destino, los soldados destacados en el sitio, se encontraban relevando la entrada de la casa del Presidente cuando el suceso ocurrió, atribuyéndole la culpa al Oficial encargado de la guardia por una falta de supervisión.

Este evento no hubiese significado más que una llamada de atención por parte del Coronel Quirós a cualquier otro Comandante; pero se trataba de su detestado Capitán. Por esto, la pena que tuvo que descontar Bernardo fue de una semana en prisión y la suspensión del servicio por un mes sin derecho al pago de sueldos.

 

El día de ayer, llegó al país un barco proveniente de Estados Unidos retomó la conversación Don Juan—, tenemos entendido por nuestro Delegado destacado en la región, que el Gobierno americano envió a un funcionario para investigar sobre nuestra situación política y económica en la zona sur del país. Además de esto, hoy nos llegó un telegrama desde Limón, el cual indica que un Ingeniero del Ejército Estadounidense llamado Walter Davies, registró su llegada e informó que partía hoy con destino San José para atender asuntos diplomáticos. Te llamé porque queremos que acompañes a este hombre en sus averiguaciones y le sirvas de guía en nuestro territorio.

Sería todo un placer poder servir a mi país y salir un tiempo del cuartel respondió Bernardo a su primo, en tanto la sonrisa en su rostro no se podía ocultar—, ¿Qué ocupas que haga?

Nuestro Presidente, Don Rafael, ha solicitado apoyo al Gobierno de Grover Cleveland para un tratado comercial que beneficia a nuestro país en la construcción del ferrocarril al Pacífico —informó el General—. Él quiere que el norteamericano tenga toda la atención necesaria para poder sondear de manera adecuada sus asuntos… además, creo que esto es la forma americana de cobrarnos el favor.

—Todo está muy bien, pero ¿Qué tiene que ver la muerte de Hilario con todo esto? preguntó Bernardo, el cual mantenía la ligera sonrisa en el rostro.

—No queremos que hallan problemas durante la travesía del enviado estadounidense a la zona —respondió Don Juan un tanto inquieto—. Después del asesinato del Boruca y el robo de la pieza de jade, los nativos se han comportado un poco hostiles hacia los extranjeros. De todos modos, Bernardo, ¿Cuento contigo?

            Sin titubear, Bernardo asintió a la pregunta planteada por su primo. Los dos hombres se levantaron de sus asientos para darse un apretón de manos y un fraternal abrazo.

Una vez fuera de la oficina del Secretario de Guerra, Bernardo no pudo omitir expresar el sentimiento de alegría y orgullo que sentía; tan extraordinario que se podía apreciar en su pecho, el mismo que apretaba la chaqueta militar azul una vez más.

 

Antes de presentarse en la terminal, Bernardo retornó al Cuartel de la Artillería para darle novedades a su superior. Como todo un Oficial disciplinado, era su deber informarle al Coronel Quirós lo acontecido en la pequeña reunión a la que fue convocado.

Previo al encuentro con su Comandante, en la Plaza de Armas el ambiente se encontraba un poco agitado. Un tumulto de soldados se formaba en un pequeño círculo, gritando y alentando algo que se localizaba en el centro de ellos.

¡Vamos, dale! ¡arráncale los dientes! vociferaban varios soldados.

¿Qué está sucediendo acá? preguntó de modo molesto el Capitán al ver y escuchar el vulgar disturbio que acontecía.

 ¡Atención! gritó uno de los Cabos presentes.

En ese instante, todos los soldados se colocaron en posición de firmes para presentarse delante del Oficial encargado de la guardia.

En un silencio total, Bernardo comenzó a avanzar hasta donde se encontraba el foco del pequeño zafarrancho.

Al llegar a la escena, pudo observar a dos soldados con el uniforme desarreglado y empolvado. Iniciando una leve inspección, el Capitán, con una mirada inquisidora y el ceño fruncido, se paseó en frente de los dos militares para comenzar a indagar sobre el asunto.

Señores, ¿puedo saber qué es lo que ocurre aquí?

Nada señor, no ocurre nada contestó agitadamente el joven soldado que se encontraba a su derecha.

Vaya, entonces supongo que imaginé en medio de la Gloriosa Plaza de Armas, en donde nuestros valientes soldados se preparan para las campañas, a un grupo de vulgares sujetos comportándose como sí de un circo romano se tratara… les vuelvo a preguntar, ¿Qué ocurre aquí?

Peleábamos, señor respondió con la mirada baja y ocultando el rostro el barbudo militar, mientras la sangre corría de su boca.

Los dos, al cuartel. Los demás a formación sentenció Bernardo—, ¿dónde está su Sargento?

Soy yo, Capitán indicó uno de los dos hombres molidos a golpes.

Con un… El Oficial, visiblemente molesto, se detuvo antes de terminar la frase— El cabo de mayor antigüedad, hágase cargo. Yo me ocuparé de ellos añadió en un tono de voz elevado antes de retirarse con los dos agitadores.

 

En el cuartel, los tres hombres se trasladaron al comedor de los soldados para iniciar la declaración de lo ocurrido. El Oficial ordenó a sus subordinados sentarse en la mesa de los Sargentos uno frente del otro, mientras él se colocaba en su centro para mediar la situación.

Me gustaría comenzar escuchando sus nombres. Primero el soldado, después el… Sargento sentenció de modo desatento.

Soldado Andrés Ureña, señor.

Sargento Ramón Quesada, señor.

El Capitán sacó de su maleta fabricada en cuero café su libro de novedades y una pluma fuente que poseía incrustados dos anillos de oro; el primero tenía grabada la leyenda West Point; en el otro, las palabras Duty, Honor, Country, la cual, al igual que su anillo, había sido un obsequio de la Academia Militar al graduarse.

En una caligrafía muy bien elaborada utilizando su mano izquierda, escribió unos párrafos antes de detenerse.

Don Ramón, Don Andrés, ¿Cómo inició el altercado? preguntó Bernardo, cerrando la bitácora.

Capitán, el día de ayer en horas de la noche, antes de terminar la guardia, el Sargento Quesada nos prometió a mí y a otros soldados que, si le ganábamos levantando más bloques de ladrillo para la ampliación del Cuartel, le regalaría sus botas al vencedor.

¡No compitieron de manera justa! ¡No le voy a dar nada a nadie! interrumpió el soldado de Clase.

El Oficial levantó levemente su mano derecha para detener al Sargento y darle continuidad a la historia del joven soldado que se encontraba a su lado. En un modo curioso, observó los calzados que portaban ambos; descubriendo unas botas negras muy gastadas y rotas en los pies del suboficial, y unas sandalias remendadas en los pies del raso.

Mis compañeros comenzaron a notar que me encontraba levantando más bloques que ellos, lo único que hicieron fue agregarme dos ladrillos más que al Sargento en cada una de las vueltas que realicé continuó la conversación Andrés.

Bernardo fijó su mirada en Ramón, indicando que era su momento de declarar.

¡Esos insubordinados jugaron sucio para vencerme! gritó en un modo tosco y tajante el Sargento.

Muy bien, ya escuché suficiente. No voy a presentar cargos delante del Coronel de lo sucedido —declaró el Capitán a modo de sentencia—. Dejemos esto como… una simple práctica de combate cuerpo a cuerpo. No puedo permitir que un Sargento se encuentre involucrado en una disputa por un par de botas —adicionó, finalizando la conversación.

El Oficial se levantó, en tanto a modo de obediencia, los soldados le secundaron. Estrechándose las manos, el suboficial y el raso pactaron dejar el asunto en el pasado, marchándose para integrarse a la escuadra que se encontraba de guardia.

—Las botas de la discordia… —murmuró Bernardo pensativo.

Retomando su misión, Bernardo se dirigió al despacho del Comandante de Cuartel para presentarse ante su amado primo. Al llegar y para su sorpresa, pudo observar que el Coronel Quirós se encontraba un tanto alegre.

¡Bernardo! pase, pase. ¿viene a darme una agradable noticia?

Sí señor —respondió de forma animada el Capitán, ampliando su respuesta con una postura firme y sin bajarle la mirada al superior—. Su hermano, el General de División, Don Juan Bautista; me ha dado la orden de Estar de Comisión a partir de hoy, a solicitud del Presidente de la República.

El silencio surgió en la oficina del Coronel. Su rostro cambió estrepitosamente de un gesto de felicidad a un fruncimiento que no podía ocultar su molestia.

Sí es lo que ordena Juan, no puedo hacer nada. Recoja sus cosas y váyase.

No tengo nada en el cuartel, señor. Recuerde que vengo entrando de...

Se puede retirar, Oficial.

 

Ferrocarril Nacional y Estación del Atlántico, San José.

 

Diario personal de Walter Davies:

 

En algún lugar entre Limón y San José, Costa Rica.

Ayer arribé a mi nuevo destino. Al tocar la región centroamericana, llegan las sensaciones que me producía el espíritu aventurero de la juventud en un vago recuerdo.

Llego a esta tierra con la misión de averiguar más sobre la estabilidad política y social del país, especialmente en su frontera con Colombia. Nuestro Secretario de Estado se encuentra muy interesado en el istmo y desea mejorar relaciones con sus jefaturas para así beneficiar a largo plazo la economía americana.

 

Walter despertaba de un profundo sueño. El Ingeniero estadounidense llevaba varias noches sin conciliar el sueño de manera continua, producto de la humedad y el calor de la región.

Sentado en uno de los vagones de pasajeros, el hombre vestido en uniforme azul y portando unas hojas doradas de roble en sus hombros, sostenía en sus manos un portarretrato mientras observaba de manera detenida las fotografías que se encontraban dentro de este.

 

Davies extrañaba su familia.

El Mayor Walter Davies era un sujeto que siempre tuvo una necesidad por la aventura y los deseos de explorar el mundo. Al graduarse de la Academia Militar, personalmente solicitó a sus superiores ser enviado a la costa occidental con la intención de colaborar en la construcción de vías férreas en los Estados del Pacífico y sus territorios.

Tiempo después, ya con el grado de Capitán, fue asignado a un Batallón destacado en la ciudad de Sitka, en el Distrito de Alaska. Allí conoció a su esposa, una joven nativa del pueblo Tlingit, llamada Ursala Singletary.

En su mente se recreaba la última imagen que recordaba de ella antes de partir.

De delicadas facciones y baja estatura, la indígena del norte de América poseía un cabello negro semejante al azabache que lograba alcanzar levemente su cintura. Ella contaba con unos hermosos ojos rasgados color pardo que encendían súbitamente la pasión del Ingeniero.

Al partir de Sitka, Walter dejaba a su esposa y a un infante de cuatro años llamado como él, bajo la protección de sus suegros.

—Pronto estaremos juntos, mis amores.

 

El Ingeniero continuaba inmerso en sus pensamientos con la mirada clavada en las imágenes que portaba su dije. El tiempo no transcurría en su mente; se encontraba completamente detenido. De pronto, una voz lejana, proveniente de la realidad hizo que Walter retornara al bullicioso vagón del tren.

What did... sorry… ¿Qué dijo, joven? pronunció el norteamericano en un español un tanto torpe, pero fluido.

Que hemos llegado a la terminal, mister indicó el mozo de equipajes.

Perfecto, muchas gracias respondió Walter al levantarse de su asiento y retirarse hasta la terminal.

El americano no se había percatado que sus pensamientos lo distrajeron, acortando la travesía del viaje. Al bajar del ferrocarril y sujetando la baranda que apoyaba su descenso, observó cómo en cuestión de horas, pasó de unos pueblos casi despoblados ubicados en medio de la selva tropical, a una ciudad densa y conglomerada, habitada por hombres con trajes enteros y mujeres con vestidos a la moda.

En medio de la terminal, entre la multitud de personas que se hallaban en aquella estación, una voz proveniente en su idioma natal lo saludó desde el costado izquierdo.

Buenas tardes, Mayor indicó en perfecto inglés un sujeto que se distinguía entre la mayoría—, soy el Capitán Bernardo Guardia. Se me ordenó venir a recogerlo para acompañarlo hasta el Palacio Nacional.

¡Oh Excelente! Mucho gusto Capitán respondió enérgicamente el estadounidense en su lengua materna—. Soy Walter Davies, Mayor del Cuerpo de Ingenieros del Ejército de Estados Unidos.

Espero que el viaje y la vista hayan sido de su agrado comentó el costarricense, alentando a su huésped para romper el hielo.

Casi no he tenido oportunidad de observar a mi alrededor; estuve con la mente ubicada en mi familia y país confesó Walter, demostrando un poco de pena ante su respuesta.

No se preocupe, Mayor. Tendremos tiempo de sobra para que pueda conocer esta tierra expresó el centroamericano de un modo cordial—. Bueno, no perdamos más tiempo y dirijámonos hacia la oficina del Presidente. sumó amablemente a la conversación.

 

Al salir de la estación, el Capitán Guardia invitó a Walter a montarse en el carruaje que los transportaría hasta el salón presidencial, no sin antes pasar por el Secretario de Guerra, Don Juan quien se encontraba en el Mercado Central.

Encaminados hacia la reunión, Bernardo de un modo curioso, comenzó a lanzar preguntas al Ingeniero.

Señor Davies, ¿Hace cuánto es Mayor?

No hace mucho, pocos días antes de partir hacia acá. Me encontraba destacado en Alaska previo a esta misión como Capitán.

¿Qué hacía allá? Si puedo saber, claro.

Pues… una vida al lado de mi esposa y mi hijo Walt expresaba risueño el americano.

 

Walter no se encontraba animado. Durante su juventud, el Oficial solicitó al Cuerpo de Ingenieros ser enviado a los países centroamericanos para reavivar el proyecto del Canal de Nicaragua, con la intención de conocer más sobre la cultura de la región, pero su propuesta siempre fue rechazada.

Ahora, ya acercándose a los cuarenta años y con una familia instalada en Alaska, sus superiores a solicitud del propio Secretario de Estado, Richard Olney, decidieron aceptar una propuesta que realizó hace ya más de quince años, alejándolo de su familia y hogar.

 

Cuénteme de su vida, de su país alentó Walter, intentando cambiar el tema de la conversación antes de ponerse nostálgico—. ¿Cómo es la vida en Costa Rica?

Vivir en esta tierra es un privilegio que muy pocos tuvimos por suerte. Somos un país pequeño, pero muy rico. El avance de la sociedad es un claro ejemplo de ello.

¿Está casado, señor Guardia? preguntó Davies, quien comenzaba a ganar confianza.

—No, aun no respondió Bernardo a secas—. El amor no ha llegado a mi corazón, pero tampoco lo estoy buscando. Por ahora, mi mente se encuentra fija en el ejército y mi próxima misión. Debo confesar que me gusta la aventura, señor Davies agregó después de una breve pausa para romper el silencio.

El Oficial americano no pudo ocultar su emoción al escuchar que su acompañante compartía la misma pasión que él, aumentando su interés en las tierras a las que debían viajar.

¿Y cómo es la zona sur de su país?

Pues, es una zona ya habitada pero muy poco explorada. La región a donde nos dirigimos específicamente se encuentra habitada por pueblos nativos.

Bernardo continuó hablando por un largo periodo sobre las etnias, costumbres y culturas de los habitantes de aquel sector. Entre más comentaba el Capitán sobre el tema, más interesado se tornaba Walter; y en tanto su mente imaginaba cómo sería la próxima misión, su espíritu aventurero despertaba poco a poco.

Bien, hemos llegado, Mayor... ¿Mayor? ¿Señor Davies?

Sí, sí... muchas gracias.

 

Palacio Nacional, San José.

 

—Puede estar seguro de ello, Don Carlos. Debemos convencer al Congreso para que acepte el modelo del patrón oro e instauremos la nueva moneda en el país. ¿Qué otro asunto tenemos para el día de hoy?

—Señor Presidente, debemos revisar los asuntos de los centros médicos en los principales cantones y la comarca de Puntarenas, además estam…

—¡Buenas tardes caballeros! —expresó vivazmente Don Juan— Disculpen la intromisión.

            El Presidente de la República se encontraba analizando varios asuntos de Estado junto al Doctor Carlos Durán en el despacho presidencial, cuando se presentó el Secretario de Guerra para anunciar la llegada de su invitado norteamericano.

—¡Don Juan! —pronunció de un mismo modo el Presidente— No se preocupe, estábamos conversando sobre asuntos administrativos. Pero dígame, ¿Qué ocurre?

—Señor, vengo con el Oficial Walter Davies, el enviado del Gobierno de Estados Unidos.

—Excelente, hazlo pasar por favor —ordenó emocionado el Jefe de Estado.

Don Juan se retiró del salón principal para traer a los dos militares que se encontraban en la recepción. Mientras tanto, el Presidente comenzaba a explicarle al Doctor quién era el invitado y el por qué se encontraba en el país.

—Don Carlos, el hombre que se nos va a presentar es un Ingeniero Militar enviado directamente por el Secretario de Estado Norteamericano, Richard Olney, y por recomendación del Comandante General del Ejército, Nelson Miles. Este soldado fue partícipe en la construcción de varias vías férreas en los Estados del Pacífico y tiene un amplio conocimiento en el diseño de edificaciones en zonas costeras. Viene para conocer nuestra posición política y económica en la zona sur del país.

—Entiendo, señor Presidente —asentó el Doctor—. Entonces son ciertas las noticias que nos llegan de Estados Unidos sobre las políticas intervencionistas que el Secretario de Estado tiene en mente para América Central.

—En efecto. No es lo más adecuado para nuestro Gobierno. Sin embargo, Keith y Lynn se mostrarían muy animados a ingresar en la puja por la construcción del ferrocarril en el Pacífico si saben que su gobierno da un aval a las obras… quien sabe, a lo mejor tendremos un tren que nos conecte con Colombia en unos años —Expresó el Presidente, manteniendo una mirada de intriga y una leve sonrisa.

            En esos instantes, el Secretario de Guerra se presentó al salón con los dos militares vestidos de azul. Al ingresar, las impresiones recíprocas se hicieron notar por parte del Presidente de la República y el Ingeniero Militar. A ojos del Jefe de Estado, el Mayor del ejército estadounidense poseía todas las características típicas de un Oficial de su nación; extremadamente alto, cabello frondoso finamente recortado y direccionado hacia su costado izquierdo, bigote al estilo húngaro y ojos que delataban un alto sentido del deber. Por su parte, en la mente de Walter, el porte del Presidente se asemejaba más al de un gentlemen británico que al de un político de Centro América.

            —Señor Presidente, Don Carlos, les presento al Ingeniero Walter Davies, Mayor del Ejército de los Estados Unidos —inició Don Juan la presentación—. Don Walter, le Presento a nuestro Presidente, el Señor Rafael Yglesias Castro y a nuestro Segundo Designado, el Doctor Carlos Durán Cartín.

            —Es un placer conocerlos —saludó el norteamericano en un español fluido, estrechando las manos de los dos políticos.

            —El placer es nuestro, señor Davies —respondió el Presidente en un inglés con acento notoriamente británico—. Siéntase a gusto hablando en su lengua materna, si así lo desea.

            —Agradezco su amabilidad —dijo Walter, relajando la postura—. Aprendí español en California cuando colaborábamos con la Southern Pacific en San Diego. Me cuesta un poco entender su acento, es muy distinto al de allá.

            —No se preocupe, tendrá tiempo para poder comprender el acento tico —expresó entre risas el Presidente.

            La mirada y postura de Don Rafael cambió de forma notoria al centrarse en la figura de Bernardo.

            —¿Cómo está usted, Capitán? Espero se encuentre bien.

            —Me encuentro bien, Señor Presidente —Respondió Bernardo a secas.

            El silencio se convirtió en protagonista del evento. Era evidente que la relación entre ellos era áspera y tensa. Don Rafael y Bernardo se conocían desde hacía tiempo atrás. Mucho antes que el trato se convirtiera en “Señor Presidente y Capitán”, hubo una época en la que “amigo y hermano” eran lo cotidiano.

           

Rafael y Bernardo eran muy unidos.

En mil ochocientos ochenta y uno, al igual que a muchos de sus opositores, el General Tomás Guardia, encontrándose en la silla presidencial, decidió exiliar a un joven Rafael Yglesias lejos de toda actividad política.

Un año después, al fallecer Don Tomás, el ahora Presidente retornó del destierro, más interesado en los negocios familiares que en la vida política.

Un Bernardo Guardia recién asignado en San José a solicitud de su tío político, el General Próspero Fernández, se le encomendó la coordinación y supervisión de las guardias en la residencia del expresidente Castro Madriz, abuelo de Don Rafael.

Por aquellos años, los dos jóvenes coincidieron en numerosas actividades de la alta sociedad josefina. Con el tiempo, las visitas al abuelo, amigos en común, largas pláticas en el teatro y bailes fastuosos, fueron acercando a los dos muchachos de una edad similar hasta convertirlos en grandes amigos.

Su apego y cariño era evidente. La confianza que los dos jóvenes se tenían era más que notoria, tanto así que cuando Rafael desposó a la señora Rosa Banuet en contra de los deseos de sus familiares, Bernardo fue su único testigo.

            Para mil ochocientos noventa, Rafael volvió a la carrera política como Secretario de Guerra y amigo personal del entonces Presidente Rodríguez. A pesar de contar con un poderoso aliado, Bernardo nunca solicitó su ayuda para ascender en la rama militar, aceptando únicamente ser su escolta personal en eventos solemnes y bailes de gala.

             Aunque era notorio el afecto que se profesaban el uno al otro, su relación decayó precipitadamente; marchitándose a mediados de mil ochocientos noventa y dos, por la traición y el deseo de poder político. 

Capítulo III 🔜

Comentarios

Entradas populares