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La Reliquia Boruca: Capítulo II
8
de junio de 1896
Cuartel
de la Artillería y Palacio Nacional, San José.
Un hermoso amanecer iniciaba
en el Valle Central. Las nubes poco a poco abrían paso al cielo azul
característico de la ciudad de San José. En las afueras, los hombres ya
despiertos y dispuestos a laborar en el Mercado Central, acomodaban las frutas
y verduras para ser vendidos a los demás ciudadanos que comenzaban a transitar
las calles de la cálida capital.
Al mismo tiempo, en el Cuartel
de la Artillería, los soldados se preparaban para recibir su instrucción diaria,
posterior a la minuciosa revista ejecutada por los Cabos de equipos.
—¡SOLDADOS!
¡ATENCIÓN! ¡FIRMES!
Los soldados al sonar la voz
de atención, iniciaron a formarse en seis columnas de cuatro hombres cada una.
Al lado derecho de cada escuadra, su Sargento se presentaba para avanzar al
frente y entregar sus hombres al Comandante de turno.
El Oficial encargado de la
guardia puso en descanso a la compañía completa. Como un catedrático en su
rama, comenzó a dar instrucciones a los soldados de las tareas a realizar
durante el día.
Saliendo del pabellón
principal del Cuartel, el Sargento Primero se acercó al Capitán a cargo para
darle una noticia.
—Capitán Guardia,
buenos días señor —intervino
el Sargento, en una posición marcial firme y colocando su mano derecha un poco
inclinada encima de su ceja—. Disculpe que lo interrumpa, pero el Coronel Miguel Quirós
indica que requiere su presencia inmediatamente.
—No puedo creerlo —espetó el Capitán en voz baja para no llamar la
atención—. Teniente
Segura, hágase cargo de la Compañía.
El Capitán Bernardo Guardia
era un Oficial que ya superaba los treinta años, aunque no los aparentaba. Al
lado de los hombres promedio de su nación, poseía una estatura que hacía
resaltar su figura frente a los demás. A Guardia no le gustaba portar bello
alguno en su rostro, sentía que lo envejecía y debido a esto, le sobresalían
sus ojos verdes claro, heredados de su madre y una nariz un tanto aguileña,
rasgo característico de la familia de su padre.
Proveniente de una de las familias
más influyentes del país, había recibido por tradición la oportunidad de tomar formación
en el arte castrense, siendo enviado a la Academia Militar de Estados Unidos en
West Point con tan sólo cumplir los dieciséis años de edad.
En dicha institución
norteamericana, su paso fue sin pena ni gloria. Sin embargo, su anhelo por
convertirse en Oficial lo impulsó para lograr su tan ansiado objetivo. A su
llegada al país, su tío, el entonces Presidente de la República, el
Excelentísimo General Don Tomás Guardia, deseoso que su sobrino fuese un soldado
exitoso y perpetuara la tradición militar de la familia, impulsó la carrera del
joven en la ciudad de Alajuela.
Posterior al fallecimiento de
su benefactor, el joven Bernardo ya como un prometedor Teniente, fue asignado
al Cuartel de la Artillería ubicado en la Capital. Para su disgusto, lo
encomendaron bajo las órdenes del entonces Capitán Miguel Quirós, una persona
que no era de su agrado en absoluto a pesar de ser primos por vía materna.
Desde su adolescencia, Miguel
envidió el apoyo que Bernardo recibió por parte de la familia Guardia. Con los
años, la frustración se añadió en su existencia al no poder estudiar en el extranjero
como sus hermanos mayores. Estas marcas se enlazaron en un sentimiento de odio
y amargura, mismos que terminaron desahogándose en el único primo que le dio
Regina Segura.
El ceñimiento hacia Bernardo era
tal, que nunca lo recomendó para un ascenso en el mando del Ejército Nacional,
a pesar de contar con el apoyo de sus compañeros y superiores.
Por esto, de los catorce años
de servicio activo de Bernardo Guardia, once los desfiló con el grado de Teniente.
—Coronel, ¡buenos
días señor! —exclamó
Bernardo al ingresar al salón de Oficiales del Cuartel— ¿me mandó a llamar?
El Coronel Miguel Quirós ignoró
el saludo y continuó leyendo el periódico, sentado en uno de los sillones del
espacio.
—Bernardo, ¿hace cuánto
se encuentra destacado bajo mi mando? —preguntó el Coronel en un tono que denotaba desinterés y la vista intacta,
postrada en las hojas del semanario de la ciudad.
—Doce años, tres
meses y cator... —le respondía
el Capitán antes de ser interrumpido por su superior.
—Pues hoy es su día
de suerte, Bernardo. Llegó esta carta desde la Secretaría de la Guerra. Tiene
que ver con usted.
El
Coronel Quirós, sin voltear a mirar a su familiar y con una sonrisa irónica,
lanzó una nota sobre la mesita que se encontraba a su costado izquierdo. El Capitán
la empuñó con sus manos y procedió a leer:
5
de junio de 1896
Secretaría
de Guerra, Gobierno de la República de Costa Rica
Coronel
Miguel Quirós Segura
Comandante
interino del Cuartel de Artillería
Excelentísimo
señor:
Un gusto saludarle. Por medio de la siguiente nota, se le ordena la
presencia del Capitán Bernardo Guardia Segura a mi despacho. Notifíquese.
General
Juan Bautista Quirós Segura
Secretario
de Guerra
Bernardo Languideció.
Una
vez leída la carta, el Oficial de menor grado, con una mirada de incertidumbre
y el cuerpo inmovilizado, no supo cómo reaccionar ante tal notificación; ese
documento no indicaba el porqué de su llamado por parte del Ministro militar
del país y para peores, hermano de su aborrecido superior.
—Si ya leyó la
carta, se puede retirar, Bernardo. Espero le vaya bien en su vida de civil —agregó el Coronel con un tono que expresaba claramente burla.
El
Capitán de manera respetuosa y educada, entregó un saludo en posición firme
para luego dar vuelta y retirarse.
Al salir del salón de
Oficiales, las dudas y preocupación comenzaron a atormentarle.
—¿Será que este
desgraciado intrigó contra mí para que me den la baja en el servicio? —se preguntaba mientras caminaba por los pasillos que
lo transportaban a la salida del Cuartel.
Bernardo se dirigió rápidamente
hasta la Secretaría de Guerra en el Palacio Nacional.
Una vez llegado a la recepción
de la edificación recién remodelada, el competente Oficial se presentó para ser
anunciado a Don Juan, como se le conocía
al Secretario de Guerra. Minutos más tarde, un soldado se presentó delante del
Capitán, solicitando de manera atenta acompañarlo para ser recibido por el ilustre
General.
Al llegar al salón principal,
Bernardo no pudo omitir ver el majestuoso recinto en el que se encontraba. Una habitación
pintada en un color blanco tan hermoso que le recordaba las densas capas de
nieve que pudo disfrutar en el estado de Massachusetts mientras se encontraba
de licencia; rodapiés con diversas
tonalidades caoba y un diseño exquisito en su relieve resaltaban desde la parte
baja; en medio de la habitación colgando desde el techo, sobresalía un hermoso
candelabro dorado que emulaba el oro y que contaba con dieciocho brazos para
colocar las bombillas en forma de velas utilizadas en los largos consejos
nocturnos que acarreaba el Estado Mayor del Ejército.
—Veo que Don Nicolás aceptó mi
sugerencia— pensó orgulloso.
Centrando su mirada en la
realidad, se percató de la figura de Don
Juan, que se encontraba sentado en uno de los sillones elaborados en un
exquisito y brillante cuero negro.
—Buenos días, Don
Juan —inició
la conversación Bernardo con una posición un tanto preocupada—. Usted me convocó a su despacho. ¿En qué le puedo servir?
—Toma asiento, Bernardo, ¿cómo estás? —preguntó Don
Juan de un modo cordial y amable— ¿Cómo ha seguido esa relación con Miguel?, supongo que bien —agregó sarcásticamente a la conversación, mientras las
risas brotaban de su boca.
—Don Juan, no me importune
con eso, por favor. Usted sabe cómo es su hermano —respondió el Capitán, mientras tomaba asiento y su semblante
comenzaba a relajarse.
—Nada de Don ni
usted, por favor, estamos entre familia.
A
pesar de los lazos de sangre, Don Juan
era un personaje completamente opuesto de su hermano. No podía existir
comparación en la educación, cortesía y trato que brindaba el hermano mayor de
los Quirós; de hecho, si no fuera por él, Bernardo jamás hubiera alcanzado el
grado de Capitán.
—Quiero ir directo
al grano, Bernardo. ¿Te acuerdas que hace unos meses hubo un asesinato frente
al Monumento Nacional?
—Claro que me
acuerdo —respondió
de manera enérgica—. La
muerte de Hilario González ocurrió durante mi guardia, en la noche.
—¡Pues ese mismo es!
Hace unos días recibimos noticias que ese sujeto traía consigo una figura de jade
que era patrimonio de su pueblo. El hombre se encontraría a la mañana siguiente
con un comerciante extranjero para vendérsela. Pero esto nunca sucedió y ya
sabemos el resto.
La
muerte producida la noche lluviosa de un viernes santo quedó marcada en la
memoria de Bernardo. Eventuales sucesos dieron como resultado que una patrulla del
ejército vigilara el lugar la noche del asesinato. Por obras del destino, los
soldados destacados en el sitio, se encontraban relevando la entrada de la casa
del Presidente cuando el suceso ocurrió, atribuyéndole la culpa al Oficial encargado
de la guardia por una falta de supervisión.
Este evento no hubiese
significado más que una llamada de atención por parte del Coronel Quirós a
cualquier otro Comandante; pero se trataba de su detestado Capitán. Por esto,
la pena que tuvo que descontar Bernardo fue de una semana en prisión y la
suspensión del servicio por un mes sin derecho al pago de sueldos.
—El día de ayer,
llegó al país un barco proveniente de Estados Unidos —retomó la conversación Don Juan—, tenemos
entendido por nuestro Delegado destacado en la región, que el Gobierno americano
envió a un funcionario para investigar sobre nuestra situación política y
económica en la zona sur del país. Además de esto, hoy nos llegó un telegrama
desde Limón, el cual indica que un Ingeniero del Ejército Estadounidense
llamado Walter Davies, registró su llegada e informó que partía hoy con destino
San José para atender asuntos diplomáticos. Te llamé porque queremos que
acompañes a este hombre en sus averiguaciones y le sirvas de guía en nuestro
territorio.
—Sería todo un
placer poder servir a mi país y salir un tiempo del cuartel —respondió Bernardo a su primo, en tanto la sonrisa en
su rostro no se podía ocultar—, ¿Qué ocupas que haga?
—Nuestro Presidente,
Don Rafael, ha solicitado apoyo al Gobierno de Grover Cleveland para un tratado
comercial que beneficia a nuestro país en la construcción del ferrocarril al
Pacífico —informó el General—. Él quiere que el norteamericano tenga toda la atención
necesaria para poder sondear de manera adecuada sus asuntos… además, creo que
esto es la forma americana de cobrarnos el favor.
—Todo está muy bien, pero ¿Qué
tiene que ver la muerte de Hilario con todo esto? —preguntó Bernardo, el cual mantenía la ligera sonrisa
en el rostro.
—No queremos que hallan problemas durante la travesía del enviado
estadounidense a la zona —respondió Don
Juan un tanto inquieto—. Después del asesinato del Boruca y el robo de la
pieza de jade, los nativos se han comportado un poco hostiles hacia los
extranjeros. De todos modos,
Bernardo, ¿Cuento contigo?
Sin
titubear, Bernardo asintió a la pregunta planteada por su primo. Los dos
hombres se levantaron de sus asientos para darse un apretón de manos y un
fraternal abrazo.
Una vez fuera de la oficina
del Secretario de Guerra, Bernardo no pudo omitir expresar el sentimiento de
alegría y orgullo que sentía; tan extraordinario que se podía apreciar en su pecho,
el mismo que apretaba la chaqueta militar azul una vez más.
Antes de presentarse en la
terminal, Bernardo retornó al Cuartel de la Artillería para darle novedades a
su superior. Como todo un Oficial disciplinado, era su deber informarle al
Coronel Quirós lo acontecido en la pequeña reunión a la que fue convocado.
Previo al encuentro con su
Comandante, en la Plaza de Armas el ambiente se encontraba un poco agitado. Un
tumulto de soldados se formaba en un pequeño círculo, gritando y alentando algo
que se localizaba en el centro de ellos.
—¡Vamos, dale!
¡arráncale los dientes! —vociferaban varios soldados.
—¿Qué está
sucediendo acá? —preguntó
de modo molesto el Capitán al ver y escuchar el vulgar disturbio que acontecía.
—¡Atención! —gritó
uno de los Cabos presentes.
En ese instante, todos los
soldados se colocaron en posición de firmes para presentarse delante del
Oficial encargado de la guardia.
En un silencio total, Bernardo
comenzó a avanzar hasta donde se encontraba el foco del pequeño zafarrancho.
Al llegar a la escena, pudo
observar a dos soldados con el uniforme desarreglado y empolvado. Iniciando una
leve inspección, el Capitán, con una mirada inquisidora y el ceño fruncido, se
paseó en frente de los dos militares para comenzar a indagar sobre el asunto.
—Señores, ¿puedo
saber qué es lo que ocurre aquí?
—Nada señor, no
ocurre nada —contestó
agitadamente el joven soldado que se encontraba a su derecha.
—Vaya, entonces
supongo que imaginé en medio de la Gloriosa Plaza de Armas, en donde nuestros
valientes soldados se preparan para las campañas, a un grupo de vulgares
sujetos comportándose como sí de un circo romano se tratara… les vuelvo a
preguntar, ¿Qué ocurre aquí?
—Peleábamos, señor —respondió con la mirada baja y ocultando el rostro el barbudo
militar, mientras la sangre corría de su boca.
—Los dos, al
cuartel. Los demás a formación —sentenció Bernardo—, ¿dónde está su Sargento?
—Soy yo, Capitán —indicó uno de los dos hombres molidos a golpes.
—Con un… —El Oficial, visiblemente molesto, se detuvo antes de
terminar la frase— El
cabo de mayor antigüedad, hágase cargo. Yo me ocuparé de ellos —añadió en un tono de voz elevado antes de retirarse
con los dos agitadores.
En el cuartel, los tres
hombres se trasladaron al comedor de los soldados para iniciar la declaración
de lo ocurrido. El Oficial ordenó a sus subordinados sentarse en la mesa de los
Sargentos uno frente del otro, mientras él se colocaba en su centro para mediar
la situación.
—Me gustaría
comenzar escuchando sus nombres. Primero el soldado, después el… Sargento —sentenció de modo desatento.
—Soldado Andrés
Ureña, señor.
—Sargento Ramón Quesada,
señor.
El
Capitán sacó de su maleta fabricada en cuero café su libro de novedades y una
pluma fuente que poseía incrustados dos anillos de oro; el primero tenía grabada
la leyenda West Point; en el otro, las palabras Duty, Honor, Country, la cual, al igual que su anillo, había sido
un obsequio de la Academia Militar al graduarse.
En
una caligrafía muy bien elaborada utilizando su mano izquierda, escribió unos
párrafos antes de detenerse.
—Don
Ramón, Don Andrés, ¿Cómo inició el altercado? —preguntó Bernardo, cerrando la bitácora.
—Capitán, el día de
ayer en horas de la noche, antes de terminar la guardia, el Sargento Quesada
nos prometió a mí y a otros soldados que, si le ganábamos levantando más
bloques de ladrillo para la ampliación del Cuartel, le regalaría sus botas al
vencedor.
—¡No compitieron de
manera justa! ¡No le voy a dar nada a nadie! —interrumpió el soldado de Clase.
El Oficial levantó levemente su
mano derecha para detener al Sargento y darle continuidad a la historia del
joven soldado que se encontraba a su lado. En un modo curioso, observó los
calzados que portaban ambos; descubriendo unas botas negras muy gastadas y
rotas en los pies del suboficial, y unas sandalias remendadas en los pies del
raso.
—Mis compañeros
comenzaron a notar que me encontraba levantando más bloques que ellos, lo único
que hicieron fue agregarme dos ladrillos más que al Sargento en cada una de las
vueltas que realicé —continuó
la conversación Andrés.
Bernardo fijó su mirada en
Ramón, indicando que era su momento de declarar.
—¡Esos
insubordinados jugaron sucio para vencerme! —gritó en un modo tosco y tajante el Sargento.
—Muy bien, ya
escuché suficiente. No voy a presentar cargos delante del Coronel de lo
sucedido —declaró
el Capitán a modo de sentencia—. Dejemos esto como… una simple práctica de combate
cuerpo a cuerpo. No puedo permitir que un Sargento se encuentre involucrado en
una disputa por un par de botas —adicionó, finalizando la conversación.
El Oficial se levantó, en
tanto a modo de obediencia, los soldados le secundaron. Estrechándose las
manos, el suboficial y el raso pactaron dejar el asunto en el pasado,
marchándose para integrarse a la escuadra que se encontraba de guardia.
—Las botas de la discordia… —murmuró Bernardo pensativo.
Retomando su misión, Bernardo
se dirigió al despacho del Comandante de Cuartel para presentarse ante su amado primo. Al llegar y para su
sorpresa, pudo observar que el Coronel Quirós se encontraba un tanto alegre.
—¡Bernardo! pase,
pase. ¿viene a darme una agradable noticia?
—Sí señor —respondió de forma animada el Capitán, ampliando su
respuesta con una postura firme y sin bajarle la mirada al superior—. Su hermano, el General de División, Don Juan
Bautista; me ha dado la orden de Estar de
Comisión a partir de hoy, a solicitud del Presidente de la República.
El silencio surgió en la
oficina del Coronel. Su rostro cambió estrepitosamente de un gesto de felicidad
a un fruncimiento que no podía ocultar su molestia.
—Sí es lo que
ordena Juan, no puedo hacer nada. Recoja sus cosas y váyase.
—No tengo nada en
el cuartel, señor. Recuerde que vengo entrando de...
—Se puede retirar, Oficial.
Ferrocarril Nacional y Estación del Atlántico, San
José.
Diario
personal de Walter Davies:
En
algún lugar entre Limón y San José, Costa Rica.
Ayer arribé a mi nuevo destino. Al tocar la región centroamericana,
llegan las sensaciones que me producía el espíritu aventurero de la juventud en
un vago recuerdo.
Llego a esta tierra con la misión de averiguar más sobre la estabilidad
política y social del país, especialmente en su frontera con Colombia. Nuestro
Secretario de Estado se encuentra muy interesado en el istmo y desea mejorar
relaciones con sus jefaturas para así beneficiar a largo plazo la economía americana.
Walter despertaba de un
profundo sueño. El Ingeniero estadounidense llevaba varias noches sin conciliar
el sueño de manera continua, producto de la humedad y el calor de la región.
Sentado en uno de los vagones
de pasajeros, el hombre vestido en uniforme azul y portando unas hojas doradas de
roble en sus hombros, sostenía en sus manos un portarretrato mientras observaba
de manera detenida las fotografías que se encontraban dentro de este.
Davies extrañaba su familia.
El Mayor Walter Davies era un sujeto
que siempre tuvo una necesidad por la aventura y los deseos de explorar el
mundo. Al graduarse de la Academia Militar, personalmente solicitó a sus
superiores ser enviado a la costa occidental con la intención de colaborar en
la construcción de vías férreas en los Estados del Pacífico y sus territorios.
Tiempo después, ya con el
grado de Capitán, fue asignado a un Batallón destacado en la ciudad de Sitka,
en el Distrito de Alaska. Allí conoció a su esposa, una joven nativa del pueblo
Tlingit, llamada Ursala Singletary.
En su mente se recreaba la
última imagen que recordaba de ella antes de partir.
De delicadas facciones y baja
estatura, la indígena del norte de América poseía un cabello negro semejante al
azabache que lograba alcanzar levemente su cintura. Ella contaba con unos hermosos
ojos rasgados color pardo que encendían súbitamente la pasión del Ingeniero.
Al partir de Sitka, Walter
dejaba a su esposa y a un infante de cuatro años llamado como él, bajo la
protección de sus suegros.
—Pronto estaremos juntos,
mis amores.
El Ingeniero continuaba inmerso
en sus pensamientos con la mirada clavada en las imágenes que portaba su dije. El
tiempo no transcurría en su mente; se encontraba completamente detenido. De
pronto, una voz lejana, proveniente de la realidad hizo que Walter retornara al
bullicioso vagón del tren.
—What did... sorry… ¿Qué dijo, joven? —pronunció el norteamericano en un español un tanto
torpe, pero fluido.
—Que hemos llegado
a la terminal, mister —indicó el mozo de equipajes.
—Perfecto, muchas
gracias —respondió
Walter al levantarse de su asiento y retirarse hasta la terminal.
El americano no se había
percatado que sus pensamientos lo distrajeron, acortando la travesía del viaje.
Al bajar del ferrocarril y sujetando la baranda que apoyaba su descenso, observó
cómo en cuestión de horas, pasó de unos pueblos casi despoblados ubicados en
medio de la selva tropical, a una ciudad densa y conglomerada, habitada por hombres
con trajes enteros y mujeres con vestidos a la moda.
En medio de la terminal, entre
la multitud de personas que se hallaban en aquella estación, una voz proveniente
en su idioma natal lo saludó desde el costado izquierdo.
—Buenas tardes,
Mayor —indicó
en perfecto inglés un sujeto que se distinguía entre la mayoría—, soy el Capitán Bernardo Guardia. Se me ordenó venir a
recogerlo para acompañarlo hasta el Palacio Nacional.
—¡Oh Excelente!
Mucho gusto Capitán —respondió
enérgicamente el estadounidense en su lengua materna—. Soy Walter Davies, Mayor del Cuerpo de Ingenieros del
Ejército de Estados Unidos.
—Espero que el
viaje y la vista hayan sido de su agrado —comentó el costarricense, alentando a su huésped para
romper el hielo.
—Casi no he tenido
oportunidad de observar a mi alrededor; estuve con la mente ubicada en mi
familia y país —confesó
Walter, demostrando un poco de pena ante su respuesta.
—No se preocupe,
Mayor. Tendremos tiempo de sobra para que pueda conocer esta tierra —expresó el centroamericano de un modo cordial—. Bueno, no perdamos más tiempo y dirijámonos hacia la
oficina del Presidente. —sumó amablemente a la conversación.
Al salir de la estación, el
Capitán Guardia invitó a Walter a montarse en el carruaje que los transportaría
hasta el salón presidencial, no sin antes pasar por el Secretario de Guerra, Don Juan quien se encontraba en el
Mercado Central.
Encaminados hacia la reunión,
Bernardo de un modo curioso, comenzó a lanzar preguntas al Ingeniero.
—Señor Davies,
¿Hace cuánto es Mayor?
—No hace mucho, pocos
días antes de partir hacia acá. Me encontraba destacado en Alaska previo a esta
misión como Capitán.
—¿Qué hacía allá?
Si puedo saber, claro.
—Pues… una vida al
lado de mi esposa y mi hijo Walt —expresaba risueño el americano.
Walter no se encontraba animado.
Durante su juventud, el Oficial solicitó al Cuerpo de Ingenieros ser enviado a
los países centroamericanos para reavivar el proyecto del Canal de Nicaragua,
con la intención de conocer más sobre la cultura de la región, pero su
propuesta siempre fue rechazada.
Ahora, ya acercándose a los
cuarenta años y con una familia instalada en Alaska, sus superiores a solicitud
del propio Secretario de Estado, Richard Olney, decidieron aceptar una
propuesta que realizó hace ya más de quince años, alejándolo de su familia y
hogar.
—Cuénteme de su
vida, de su país —alentó
Walter, intentando cambiar el tema de la conversación antes de ponerse nostálgico—. ¿Cómo es la vida en Costa Rica?
—Vivir en esta
tierra es un privilegio que muy pocos tuvimos por suerte. Somos un país
pequeño, pero muy rico. El avance de la sociedad es un claro ejemplo de ello.
—¿Está casado,
señor Guardia? —preguntó
Davies, quien comenzaba a ganar confianza.
—No, aun no —respondió Bernardo a secas—. El amor no ha llegado a mi corazón, pero tampoco lo
estoy buscando. Por ahora, mi mente se encuentra fija en el ejército y mi
próxima misión. Debo confesar que me gusta la aventura, señor Davies —agregó después de una breve pausa para romper el
silencio.
El Oficial americano no pudo
ocultar su emoción al escuchar que su acompañante compartía la misma pasión que
él, aumentando su interés en las tierras a las que debían viajar.
—¿Y cómo es la zona
sur de su país?
—Pues, es una zona
ya habitada pero muy poco explorada. La región a donde nos dirigimos específicamente
se encuentra habitada por pueblos nativos.
Bernardo continuó hablando por
un largo periodo sobre las etnias, costumbres y culturas de los habitantes de
aquel sector. Entre más comentaba el Capitán sobre el tema, más interesado se
tornaba Walter; y en tanto su mente imaginaba cómo sería la próxima misión, su espíritu
aventurero despertaba poco a poco.
—Bien, hemos
llegado, Mayor... ¿Mayor? ¿Señor Davies?
—Sí, sí... muchas
gracias.
Palacio Nacional, San José.
—Puede estar seguro de ello, Don Carlos. Debemos convencer al Congreso
para que acepte el modelo del patrón oro e instauremos la nueva moneda en el
país. ¿Qué otro asunto tenemos para el día de hoy?
—Señor Presidente, debemos revisar los asuntos de los centros médicos en
los principales cantones y la comarca de Puntarenas, además estam…
—¡Buenas tardes caballeros! —expresó vivazmente Don Juan— Disculpen la intromisión.
El Presidente de la República se
encontraba analizando varios asuntos de Estado junto al Doctor Carlos Durán en
el despacho presidencial, cuando se presentó el Secretario de Guerra para
anunciar la llegada de su invitado norteamericano.
—¡Don Juan! —pronunció de un mismo modo el Presidente— No se preocupe,
estábamos conversando sobre asuntos administrativos. Pero dígame, ¿Qué ocurre?
—Señor, vengo con el Oficial Walter Davies, el enviado del Gobierno de
Estados Unidos.
—Excelente, hazlo pasar por favor —ordenó emocionado el Jefe de Estado.
Don Juan se retiró del
salón principal para traer a los dos militares que se encontraban en la
recepción. Mientras tanto, el Presidente comenzaba a explicarle al Doctor quién
era el invitado y el por qué se encontraba en el país.
—Don Carlos, el hombre que se nos va a presentar es un Ingeniero Militar
enviado directamente por el Secretario de Estado Norteamericano, Richard Olney,
y por recomendación del Comandante General del Ejército, Nelson Miles. Este soldado
fue partícipe en la construcción de varias vías férreas en los Estados del
Pacífico y tiene un amplio conocimiento en el diseño de edificaciones en zonas
costeras. Viene para conocer nuestra posición política y económica en la zona
sur del país.
—Entiendo, señor Presidente —asentó el Doctor—. Entonces son ciertas las
noticias que nos llegan de Estados Unidos sobre las políticas intervencionistas
que el Secretario de Estado tiene en mente para América Central.
—En efecto. No es lo más adecuado para nuestro Gobierno. Sin embargo,
Keith y Lynn se mostrarían muy animados a ingresar en la puja por la
construcción del ferrocarril en el Pacífico si saben que su gobierno da un aval
a las obras… quien sabe, a lo mejor tendremos un tren que nos conecte con Colombia
en unos años —Expresó el Presidente, manteniendo una mirada de intriga y una
leve sonrisa.
En esos instantes, el Secretario de
Guerra se presentó al salón con los dos militares vestidos de azul. Al
ingresar, las impresiones recíprocas se hicieron notar por parte del Presidente
de la República y el Ingeniero Militar. A ojos del Jefe de Estado, el Mayor del
ejército estadounidense poseía todas las características típicas de un Oficial
de su nación; extremadamente alto, cabello frondoso finamente recortado y
direccionado hacia su costado izquierdo, bigote al estilo húngaro y ojos que
delataban un alto sentido del deber. Por su parte, en la mente de Walter, el porte
del Presidente se asemejaba más al de un gentlemen
británico que al de un político de Centro América.
—Señor Presidente, Don Carlos, les
presento al Ingeniero Walter Davies, Mayor del Ejército de los Estados Unidos
—inició Don Juan la presentación—.
Don Walter, le Presento a nuestro Presidente, el Señor Rafael Yglesias Castro y
a nuestro Segundo Designado, el Doctor Carlos Durán Cartín.
—Es un placer conocerlos —saludó el
norteamericano en un español fluido, estrechando las manos de los dos
políticos.
—El placer es nuestro, señor Davies
—respondió el Presidente en un inglés con acento notoriamente británico—. Siéntase
a gusto hablando en su lengua materna, si así lo desea.
—Agradezco su amabilidad —dijo
Walter, relajando la postura—. Aprendí español en California cuando
colaborábamos con la Southern Pacific en
San Diego. Me cuesta un poco entender su acento, es muy distinto al de allá.
—No se preocupe, tendrá tiempo para poder
comprender el acento tico —expresó
entre risas el Presidente.
La mirada y postura de Don Rafael
cambió de forma notoria al centrarse en la figura de Bernardo.
—¿Cómo está usted, Capitán? Espero
se encuentre bien.
—Me encuentro bien, Señor Presidente
—Respondió Bernardo a secas.
El silencio se convirtió en
protagonista del evento. Era evidente que la relación entre ellos era áspera y
tensa. Don Rafael y Bernardo se conocían desde hacía tiempo atrás. Mucho antes
que el trato se convirtiera en “Señor Presidente y Capitán”, hubo una época en
la que “amigo y hermano” eran lo cotidiano.
Rafael y Bernardo eran muy unidos.
En mil ochocientos ochenta y uno, al igual que a muchos de sus opositores,
el General Tomás Guardia, encontrándose en la silla presidencial, decidió
exiliar a un joven Rafael Yglesias lejos de toda actividad política.
Un año después, al fallecer Don Tomás, el ahora Presidente retornó del
destierro, más interesado en los negocios familiares que en la vida política.
Un Bernardo Guardia recién asignado en San José a solicitud de su tío
político, el General Próspero Fernández, se le encomendó la coordinación y
supervisión de las guardias en la residencia del expresidente Castro Madriz,
abuelo de Don Rafael.
Por aquellos años, los dos jóvenes coincidieron en numerosas actividades
de la alta sociedad josefina. Con el tiempo, las visitas al abuelo, amigos en
común, largas pláticas en el teatro y bailes fastuosos, fueron acercando a los
dos muchachos de una edad similar hasta convertirlos en grandes amigos.
Su apego y cariño era evidente. La confianza que los dos jóvenes se
tenían era más que notoria, tanto así que cuando Rafael desposó a la señora
Rosa Banuet en contra de los deseos de sus familiares, Bernardo fue su único
testigo.
Para mil ochocientos noventa, Rafael
volvió a la carrera política como Secretario de Guerra y amigo personal del entonces
Presidente Rodríguez. A pesar de contar con un poderoso aliado, Bernardo nunca
solicitó su ayuda para ascender en la rama militar, aceptando únicamente ser su
escolta personal en eventos solemnes y bailes de gala.
Aunque era notorio el afecto que se profesaban el uno al otro, su relación decayó precipitadamente; marchitándose a mediados de mil ochocientos noventa y dos, por la traición y el deseo de poder político.
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