La Reliquia Boruca: Capítulo XI
18 de junio de 1896
Santo Domingo, zona sur.
Walter llegó con sus compañeros en horas de la
madrugada a Santo Domingo. Durante la noche estuvo con el soldado Ureña y el
asistente de Tarnat. Decidieron salir antes de las tres de la mañana para estar
lo más temprano posible en el hotel y así no atrasar la expedición.
Bernardo los esperaba en la entrada del hotel,
tomando un café. En la noche no pudo dormir debido a la preocupación de no
estar al lado de Davies, pensando si algo le pudiese pasar. Su cansancio era
evidente.
—Te ves fatal, mi amigo. ¿Qué pasó?
—Cosas de trabajo, sabes lo que es eso.
—Espero que no haya sido por mí.
—No te preocupes, Walter. Estoy bien.
La expedición se reunió nuevamente en el comedor
del hotel para desayunar y planificar la futura parte de la expedición.
—¿Tenemos acuerdo en viajar al pueblo de Golfito?
—preguntó Braulio Tarnat.
—Eso es correcto, señor Tarnat —expresó el Mayor
Davies—. Debemos tener más cuidado con las acciones que tomamos, por favor.
Ayer pudimos perder hombres por un arrebato.
—Señor Davies, esos malandros iban a matar a un
animal —expuso Tarnat.
—El comportamiento de esos hombres no tiene
justificación, señor Tarnat —habló Davies—. Sin embargo, se pudo abordar la
situación de otra manera.
—Tienes razón, Walter —afirmó Bernardo—. No fue la
manera más diplomática, pero no hubo más opciones.
—Bueno, no vamos a discutir por algo que ya sucedió
—dijo Walter—, lo que debemos hacer es una retroalimentación de lo acontecido.
Ahora, desayunemos. Tengo mucha hambre.
Después del desayuno, los miembros recién llegados
del Equipo Erizo se dispusieron a ducharse y alistar maletas
para partir al Puerto Arenitas y llegar antes de la partida de la pequeña
embarcación que los llevaría hasta el norte del Golfo Dulce, a Golfito.
El viaje se realizó de la misma manera en que los
expedicionarios llegaron. En las mismas carretas, en igual distribución y los
mismos comportamientos. Walter continuaba exhorto en sus apuntes y Andrés
explicaba detalles que se le pasaron en el trayecto de la llegada a Santo Domingo.
Llegando al puerto, Bernardo pagó los costos del
trayecto de las dos carretas y dio una pequeña propina a los carreteros que los
habían transportado. Además, le entregó dos cartas a uno de ellos. La primera
contenía una nota en donde le agradecía la hospitalidad al Gobernador y la
atención del doctor a los cazadores, la segunda era una explicación al
hombre al cual le lastimó el brazo y la mano. En ella se encontraban varios
billetes para compensar su lesión y una nota pidiendo disculpas por lo
sucedido.
—Muchas gracias y buen viaje, señores.
Diario personal de Walter Davies
Golfo Dulce, zona sur de Costa Rica.
El viaje ha resultado más satisfactorio de lo esperado. Durante la noche,
encontrándome junto al soldado Andrés Ureña y el señor Guillermo Barrantes,
conocí un poco más de sus vidas.
Ureña me comentó que no conoció a su padre. Él abandonó a su esposa por otra
mujer antes de nacer Andrés, por eso tiene solo el apellido de su madre. Por su
parte, Guillermo me habló de su existencia, lo cual es bueno, ya que no conocía
nada de ella.
Proviene de un pueblo en las montañas del sur de San José llamado Acosta.
Creció al lado de sus padres y seis hermanos, siendo el menor de ellos. De
adolescente, una señora que una vez ayudó en un apuro, lo tomó bajo su
protección y lo llevó a vivir a San José. Allí estudió y también trabajó en un
periódico local para ganar dinero. Con sus ahorros, viajó a Guatemala en donde
cursó Derecho y Biología. Al retornar al país, su benefactora lo impulsó para
conseguir un trabajo como asistente en el Congreso de Costa Rica. Guillermo
dice que conoció a Braulio Tarnat pocos días antes del inicio de la expedición,
pero que la fama de su comportamiento lo precedía. A él no le importa mucho, ya
que la experiencia de la misión será un incentivo para su carrera.
Estamos prontos a llegar a Golfito, dejo de escribir.
—Debieron ver como corrió el señor Guardia por la
playa —explicó Tarnat— ¡Parecía más una gacela que un hombre!
—La actividad física siempre fue uno de mis fuertes
—agregó Bernardo—, pero en la disciplina pugilística, no soy tan bueno como
Ureña o Quesada.
—Capitán, la actividad en el campo es agotadora,
pero hace que las personas se vuelvan fuertes —dijo Ureña.
—Es cierto, Andrés —agregó Ramón—. Levantar sacos y
cajas nos hacen fuertes.
—Sargento, lo único que lo he visto levantar es el
codo cuando toma de la boca de las botellas, —indicó Bernardo sobre la pasión
de Ramón por el alcohol y haciendo reír a todo el Equipo.
—Ya estamos llegando, miren —interrumpió Guillermo.
Walter comprendió por qué el lugar se llamaba
Golfito. El ingreso a la bahía del puerto, parecía más un golfo minúsculo
dentro de otro golfo, rodeado de una verde vegetación y haciendo que el lugar
se tornara más remoto de la civilización de lo que ya parecía.
—Pues bien, Walter, —se acercó Bernardo a Walter,
sujetándolo del hombro— bienvenido a Golfito, el pueblo más alejado de Costa
Rica. Acá lo consideramos la frontera entre Costa Rica y Colombia, aunque hay
una porción más al este que nos pertenece.
—El lugar es un poco… místico, Bernardo. Me gusta.
El personal bajó del pequeño barco para buscar un
lugar donde hospedarse. Golfito era un pueblo mucho más pequeño que Santo
Domingo, pero compartían similitudes en cuanto a edificaciones y calzadas. En
la zona no había un establecimiento del Estado y las condiciones eran
precarias.
—Por todos los cielos, ¿qué es este mundo? —expresó
Tarnat sobre el lugar— Es un pueblo de nadie.
—Veo que la zona está muy abandonada —indicó
Walter—. Si escribo sobre este asunto, no sería bueno para su país.
—Mayor ¿Tiene algún plan? —preguntó Ramón.
—De momento solo se me ocurre escribir que es un
destino que ofrece mucho para la explotación agrícola. Creo que Bernardo podría
utilizar sus influencias para enviar soldados a la zona; considero que un Cabo
y dos soldados estaría bien para empezar. También Tarnat puede mostrar en sus
informes que la zona ofrece una gran variedad de flora y fauna, así los
biólogos y científicos se podrían interesar en explorar la zona. No es mucho,
pero es un comienzo. Además, he podido observar como las personas de este país
se interesan por la preservación de la naturaleza.
—Busquemos donde podemos pasar la noche y vamos a
conocer un poco del pueblo, ¿les parece? —propuso Bernardo.
—La mejor forma de conocer un pueblo tan alejado,
es ir donde ofrecen un poco de diversión —expuso Ramón.
—Sargento, ya hablamos de fiestas.
—Sí Capitán, disculpe —expresó victimizado Ramón.
Golfito ofreció una pequeña posada para los
hombres, atendidos por una familia de ascendencia chiricana,
habitantes de más al este del pueblo.
—Señor, solo podemos ofrecer este pequeño espacio
para los seis. No es mucho, pero es lo que hay.
—No se preocupe, acá estaremos bien, señor —habló
Walter al señor de la vivienda—. Es muy amable.
—Hubiese preferido quedarme en una tienda de
campaña —reclamó Tarnat.
—Es solo por esta noche, señor Tarnat —indicó
Walter—, temprano a primera hora nos iremos.
—Debería ir a buscar transporte para el viaje de
mañana —expuso Ramón—. Me da un poco de pena dormir con todos por mis gases
nocturnos.
—¡Sargento, por favor no! —exclamó Andrés.
Ramón Quesada se dirigió a las calles del pueblo en
compañía de Guillermo para buscar quienes ofrecían sus servicios de transporte.
Mientras buscaban opciones, divisaron una cara conocida.
La señorita Clara se encontraba en un pequeño
mercado de la zona cambiando unos productos por otros.
—Buenas tardes, señorita —saludó Ramón.
—Cón̈rójc, các séj moren̈ —respondió
Clara con la hermosa sonrisa dibujada en su rostro.
—Ahora entiendo por qué el señor Guardia se
interesó por la joven —indicó Guillermo.
—¿Son los acompañantes del señor Bernardo, cierto?
—Los mismos, señorita —respondió Ramón—. Estamos en
la zona y andamos en busca de carreteros que nos puedan llevar mañana a la zona
interna de acá, a los pueblos nativos del norte.
—Nosotros nos dirigimos mañana para la zona. Si
gustan, ofrezco nuestra ayuda para transportarlos hasta allá. Solo tendrían que
buscar una carreta únicamente. Detrás de este mercado hay un hombre que tiene
una, talvez se las pueda alquilar o cambiar por otro objeto.
—Señorita, eso sería de mucha ayuda y de gracia
para mi Capitán Guardia —indicó Ramón.
—Eso es bueno, ¿señor…?
—Sargento Ramón Quesada, señorita, y él es el señor
Guillermo Barrantes.
Eustolio se acercó a Clara en un modo defensivo
para alejar un poco a Ramón y a Guillermo, quienes estaban ganando confianza
con su protegida.
En su lengua nativa, Eustolio y Clara comenzaron
una conversación.
—Coshóv, no es buena idea
ir con ellos a Boruca —expresó Eustolio.
—Es solo una ayuda, Bóc Shuán̈. Además,
el sívcua no es mala persona, lo sé —dijo Clara.
—Es su decisión, mi señora. Pero tenga cuidado por
favor.
—Perfecto, mañana se irán con nosotros. —volteó
Clara expresando a Ramón y Guillermo.
—Agradecemos su ayuda, señorita —pronunció
Guillermo.
—¿Pueden decirle al señor Bernardo que me encuentro
acá? Me gustaría saludarlo.
—Como ordene, señorita.
Ramón siguió las indicaciones que Clara le había
dado. Primero fue donde el carretero, quien ofreció arrendar la carreta y las
mulas por cada día de trabajo que perdía. Aunque era una elevada cantidad para
Ramón, Bernardo ofreció pagar más de lo que el carretero proponía.
Al llegar a la habitación donde dormirían, Ramón se
dirigió hacia Bernardo para darle el encargo de la señorita Clara. El Capitán
Guardia se encontraba sentado en el suelo, leyendo un libro que traía consigo
llamado “The Time Machine”.
—Capitán, lamento interrumpir.
—Sargento, si es para salir a tomar, ya sabe cuál
es mi posición —respondió Bernardo sin quitar la mirada de las líneas de la
página
—No señor, no es eso —habló Ramón—. Nos topamos a
la señorita Clara, me dijo que…
—¿Clara está acá? —interrumpió Bernardo a Ramón,
cerrando el libro y levantándose del piso de la pieza.
—Sí señor. Ofreció transportarnos mañana en su
carreta y me indicó que le avisara que se encuentra en el mercado, esperando
para saludarlo.
—Gracias, Don Ramón —expresó Bernardo—. Walter, voy
a salir un momento.
—Está bien mi amigo, pero deberías descansar un
poco —dijo Walter, pero Bernardo ya se había marchado.
Bernardo corrió hasta el mercado, aunque desconocía
su ubicación. Buscó por las calles a Clara durante unos minutos, hasta que pudo
distinguir la alta figura de Eustolio. La Boruca se encontraba mirando al
horizonte, un tanto pensativa y con un ramo de flores en sus manos.
—Parece que el destino no quiere separarnos, Clara.
—Eso parece, Bernardo.
—He pensado mucho en ti, Clara —expresó Bernardo de
modo tierno.
Clara sonrió, pero no contestó palabra a Bernardo.
En su lugar, bajó la mirada, un poco triste.
—¿Qué pasa? ¿No te alegra verme? —preguntó
Bernardo.
—Claro que me alegra verte, Bernardo. Solo que la
otra noche te dije que no quiero que mi presencia interrumpa los planes que ya
tienes.
—Los planes no se interrumpen. Por el contrario,
con el apoyo ofrecido, nos ayudas bastante.
—¿Quieres ir donde me hospedo para hablar un poco?
Eustolio nos acompañaría.
—Eso me gustaría bastante.
Bernardo acompañó a Clara y a Eustolio a su sitio
de descanso. En la casa donde se hospedaban, se encontraba un matrimonio de la
etnia Boruca y su hijo pequeño, Julio, quienes pronto partirían a su tierra en
horas de la noche.
El niño se portaba muy alegre con el Capitán,
sentado en sus regazos y jugando con un brazalete que portaba en una de sus
manos.
—Parece que le agradas al pequeño Julio, Bernardo.
—Me gustan los niños, Clara.
—¿Tienes hijos?
—Tengo uno, pero no lo conozco.
—¿Lo abandonaste? —nuevamente preguntó Clara, un
tanto disgustada.
—No, pero no puedo verlo.
Bernardo le contó la historia a Clara que tuvo con
Alejandra cuando era joven. La Boruca prestó atención en Guardia para verificar
si su historia era cierta y si su lenguaje corporal mentía. Sin embargo, no
encontró falsas apariencias en ello.
—Lamento todo eso, Bernardo.
—Fue hace mucho, Clara —expresó un desanimado
Bernardo—. Alejandro está muy bien y no le falta nada. Él no sabe que soy su
padre.
—Sabes algo, no estoy de acuerdo en lo que hiciste
—expuso Clara—. Pero cuando se es joven, uno puede cometer tonterías.
—Supongo que es parte de crecer —dijo Bernardo, al
tiempo que el pequeño Julio se marchaba y dejaba a los dos solos.
—Bernardo, ocupo que sepas algo.
—¿Qué sucede? —preguntó Bernardo un poco
preocupado.
—Lo que pasó la otra noche, no se puede repetir.
—¿A qué te refieres?
—No quiero que pienses que el beso que me diste no
me gustó. En realidad, me gustó mucho.
—¿Entonces? ¿Qué pasa?
—Bernardo, somos de dos mundos muy distintos y algo
entre nosotros no puede suceder.
—Yo pienso lo mismo. Dime algo, ¿estás casada?
—Bernardo cada vez se interesaba más en las respuestas de Clara.
—No, aunque si lo estuve. Hace muchos años, yebejt,
mi padre, me casó con un varón del pueblo. En un principio yo no lo quería,
pero con el tiempo fui aprendiendo a amarlo. Una noche, el salió a cazar con
otros hombres de mi poblado, pero enfermó y murió a los pocos días por unas
fuertes fiebres.
—Lamento escuchar eso, Clara —repuso Bernardo
afligido—. ¿Tuviste hijos con él?
—No, por desgracia no. Ahora me dedico a cuidar los
hijos de mi hermano mayor. Él murió hace poco, asesinado en San José, así que
le ayudo a su esposa a criarlos.
—Clara, ¿acaso eres hermana de Hilario González?
—preguntó Bernardo de forma decidida.
—…
Clara no contestó, pero su silencio otorgó la
respuesta que Bernardo suponía.
—Nuestros destinos están entrelazados —expuso con
preocupación Clara—. La noche del ataque, escuché lo que haces acá y el por qué
has venido con el grupo expedicionario. También escuché que hablaron de Kuasram.
—Clara, ¿Por qué no lo mencionaste antes?
—Porque no quiero interferir en los planes que
tienes con el grupo —respondió nuevamente preocupada—. Prométeme que no le vas
a contar a nadie de esto.
—Lo prometo, no voy a mencionar nada de esto.
—Debes cuidar al señor Davies, el sívcua rubio.
Yo voy a tratar de protegerlo, pero no puedo prometer nada. Mi hermano es muy
desconfiado de los hombres blancos, más con lo que le pasó a Shon̈gov,
Hilario.
—Y Eustolio ¿Cómo toma todo esto?
—Eustolio apoya mis decisiones. Él es mi amigo
desde que era una niña, siempre me ha protegido. Ahora su tarea es cuidarme,
por eso se comporta así, aunque en el fondo es bueno y noble.
—¿Dónde está él, por cierto? —preguntó Bernardo.
—Me dijo que iba a quedarse afuera, para no
interrumpirnos.
—Clara, será mejor que me vaya. Es tarde y él debe
descansar también.
—Él no va a dormir conmigo en esta habitación,
Bernardo —advirtió Clara—. Quédate un tiempo más.
—No es correcto y tampoco es lo que debe ser. Lo
dijiste.
—Lo sé y desearía que no fuese así, pero me gustas
mucho y mis pensamientos luchan contra mis deseos, Bernardo.
—Al igual los míos, Clara. Me gustas, me gustas
mucho.
Bernardo se levantó y se sentó al lado de Clara
para besarla.
Los besos poco a poco se fueron extendiendo hasta
trasladarlos desenfrenadamente a la cama de la habitación. Bernardo se acostó
en el lecho y comenzó a quitarse su camisa blanca que ataba su pasión. Clara se
colocó encima de él y comenzó a levantarse el vestido que ya incomodaba a sus
ambiciones.
La noche se prolongó hasta el amanecer, provocando
diferentes episodios de pasión y deseos por parte de los enamorados.
—Desde que te vi en Puntarenas, no he podido dejar de pensar en ti, Bernardo…
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