La Reliquia Boruca: Capítulo X
17 de junio de 1896
Santo Domingo y Matapalo, zona sur.
A primera hora, Walter se despertaba ansioso por
iniciar la expedición al lado de sus compañeros. Tanto era su afán, que la
humedad y el calor no le incomodaron durante la noche. Ya se encontraba
desayunado cuando los demás hombres apenas despertaban. Todos habían decidido
dormir temprano para evitar el desvelo. Únicamente Bernardo no pudo pernoctar,
pensando en la mujer Boruca que le robaba su concentración.
—El galán parece estar de muy buen humor… aunque
algo cansado —habló Davies a Bernardo.
—Cállate, por favor —contestó entre risas Bernardo.
—¿Cómo te fue anoche, mi amigo? ¿Disfrutaste?
—No te imaginas cuanto, Walter.
Mientras los demás miembros del equipo se
encontraban alistando sus pertenencias y proseguían al comedor para
alimentarse, Bernardo se encontraba fuera del hotel. Mantuvo la leve esperanza
de ver por última vez a su querida Clara.
—Capitán, buenos días señor —saludó Ureña—. Si lo
que espera es ver a su amiga, temo decirle que en la recepción nos dijeron que
ella y su acompañante partieron en la madrugada, antes del amanecer.
—Gracias, soldado —respondió Bernardo un poco
desanimado—, pero esperaba a que terminaran de equiparse para ir de expedición.
—Señor Guardia —apareció en la entrada Don Braulio
Tarnat—, ¿dónde vamos a ir hoy?
—Desconozco el itinerario —confesó Bernardo—. A
partir de hoy estamos bajo las órdenes del Mayor Davies.
—Entonces le iré a preguntar a él. No puedo
aguantar la emoción —expresó Tarnat, retornando a la recepción del hotel—,
¡Guillermo, esplendidas noticias!
Braulio Tarnat se encontraba más animado de lo
acostumbrado. Al parecer, su carácter grosero desapareció al momento de
imaginarse desarrollando sus oficios en el campo.
—Capitán, buenos días señor —saludó Ramón Quesada
en posición de firme.
—Descanse, Sargento, tenga un muy buen día.
—Capitán, el personal se encuentra listo para
partir, todos nos encontramos bien de salud.
—Le avisaré al Mayor Davies —indicó Bernardo—.
Gracias, Sargento.
—A la orden, señor.
El tiempo de descanso había terminado. Los soldados
volvían a su diario vivir, en donde la disciplina volvía a reinar en el
ambiente. Walter y Bernardo coincidieron que antes de partir, era importante
hablar con el personal que los acompañaba:
—Caballeros, es importante que sepan que somos un
solo cuerpo. Si falla una parte de él, todos fallamos —exteriorizó Walter—. La
unión es la clave fuerte para sacar adelante la tarea. He visto las destrezas y
conocimientos de cada uno de todos durante estos días. Señor Guillermo, eres
paciente y un poco callado, sin embargo, ayudas y colaboras cuando se necesita.
Señor Tarnat, sus conocimientos en múltiples áreas nos ayudarán cuando nos
encontremos fuera de la civilización. Señor Andrés, eres joven, fuerte y tienes
un espíritu inquebrantable, conoces el campo y sabes de plantas y animales, nos
será de mucha utilidad. Don Ramón, mi muy querido Sargento. Eres fuerte y
siempre estás dispuesto a ayudar cuando se necesita, nunca abandonas a los
compañeros y eres respetuoso con los superiores, aun cuando no estés en tus
cinco sentidos. Bernardo, no tengo nada que decir de ti. Todos saben lo que
eres y el valor que representas en estos momentos. Más que un líder, eres un
amigo.
Todos los expedicionarios se colocaron en un pequeño
círculo para dar una pequeña oración y desear lo mejor a lo que su destino les
deparaba.
—Debemos tener un nombre —sugirió Ramón—. Somos
seis, no da el personal para una escuadra.
—Puede ser un equipo, mi amigo —indicó Walter—.
¿Qué les parece Equipo Alfa?
—Me gusta más Equipo Erizo —opinó Andrés Ureña—.
Nos recordará la noche que compartimos en Puntarenas.
—Compartieron, Don Andrés, compartieron… —reprochó
Tarnat.
—No haga reclamos, Don Braulio —pronunció Bernardo
amablemente—. No fue partícipe porque no quiso.
—No soy un hombre de copas, señor Guardia.
—¿Entonces? ¿Les parece Equipo Erizo? —interrumpió
Walter.
—Equipo Erizo será, a petición de los miembros
—habló resignado Tarnat.
—Sargento, vamos para arrendar unas carretas al
hombre de los transportes —ordenó Walter.
El Equipo Erizo se dirigió en
carretas jaladas por mulas más al sur, a un sitio llamado Matapalo. Ramón y
Andrés se ofrecieron para conducir las carretas. El Sargento se le encomendó el
vehículo que transportaba a los enviados del Congreso, en tanto el soldado
dirigía el armatoste comandado por el Mayor Davies.
La poca población que se encontraba consistente
cerca de Santo Domingo, poco a poco fue desapareciendo conforme se alejaban del
pequeño pueblo.
Después de una larga jornada en medio de un
trayecto hecho en lodo y arena, en la que su transporte se detenía
constantemente y en donde los mosquitos se presentaban en grandes cúmulos que
incomodaban a los hombres, más preocupados por el zumbido que producían que por
la transmisión de alguna enfermedad; los aventureros llegaron a su destino
antes de la una de la tarde.
—Bien, hemos llegado, Mayor Davies —indicó
Bernardo—. ¿Qué quieres hacer?
—¡Quedarme para siempre aquí! —expresó emocionado
Walter— ¡Qué lugar más maravilloso!
Para Walter, el mar azul profundo, acompañado por
un cielo en una tonalidad celeste y el sol casi en su zenit, ofrecían un
aspecto semejante al paraíso. El Mayor sentía la brisa del mar rosar su piel,
ofreciéndole una caricia invisible y un deseo inevitable que lo estimulaba a
introducirse en el océano.
Pero Walter sabía que esto no era parte de su plan.
Debía conocer, dibujar y explorar la zona, así que repuso su postura y dio
indicaciones para hacer una base de operaciones.
—Sargento, traiga las tiendas de campaña. —ordenó
Walter. —Señor Andrés, busque recursos en la zona para encender una fogata en
caso de requerirla. —Señor Tarnat, señor Guillermo, si gustan pueden ir a
explorar un poco la zona, talvez encuentren algo que les sea útil en su misión.
Capitán, agradezco los acompañe. Yo debo establecer el área del campamento para
instalar un centro de mando, las tiendas de campaña, el área donde quedarán las
carretas y la zona de alimentación de los animales.
Todos los hombres acataron las órdenes de su
superior y comenzaron sus tareas sin presentar objeción. Los enviados del
Congreso convinieron bordear la zona costera más al sur para indagar animales
silvestres que buscaran alimento, para después adentrarse un poco en la espesa
zona vegetativa.
Bernardo, Braulio y Guillermo caminaron por la
playa durante un largo tiempo. Al cabo de un rato, Guillermo divisó un animal.
—¡Don Braulio, mire! —expresó animado Guillermo.
—¡Es increíble, Guillermo! —respondió asombrado
Tarnat.
—¿Es un tapir? —preguntó Bernardo.
—Prefiero llamarla danta, señor Guardia —respondió
Tarnat sin dejar su asombro—. Debo dibujarlo y anotar su comportamiento.
La admiración se apoderó aún más de los exploradores
cuando al hermoso animal de hocico alargado, se le unieron más crías de su
especie en la playa.
—Increíble… —pronunció Tarnat al contemplar la
belleza de la manada— Cuanto tiempo desaproveché fuera del país.
Guillermo propuso acercarse sigilosamente lo más
próximo posible a los animales para observar sus características y tener una
mejor perspectiva para dibujarlos.
Al estar más cerca de ellos, tres hombres
aparecieron, saliendo de la maleza del bosque tropical que se encontraba al
frente del mar. Uno de los hombres traía consigo un rifle, descubriendo sus
intenciones de cazar a los animales.
El cazador comenzó a direccionar la boca del cañón
de su arma hacia los cuerpos de las dantas con toda la intención de atacarlas.
—¡DESGRACIADOS! —gritó Tarnat sin medir sus
palabras.
Las dantas al escuchar el tono elevado de Tarnat,
corrieron asustados por la orilla de la playa, escapando de los proyectiles de
los cazadores.
El hombre que portaba el arma gritó unas palabras
que a la percepción de los exploradores no eran inteligibles. Lo que si fue
claro, era ver como su arma apuntaba hacia ellos, disparando sin reparos.
Tarnat y Guillermo se lanzaron plenamente a la tierra, en un total pavor.
Bernardo no mostró temor. Tomó su arma en posición
de ataque y corrió por la orilla del mar para tener un mejor ángulo de visión y
accionar su arma con una mejor precisión.
El hombre comenzó a dispararle en repetidas
ocasiones, pero sus tiros erraban por pocos centímetros. Guardia esperó a que
el sujeto gastara las municiones cargadas y así tener un pequeño respiro para
contraatacar.
Al contar el quinto disparo el cazador se detuvo.
Bernardo se tornó en cuclillas para efectuar su tiro, pero se encontraba un
tanto alejado para hacerlo efectivo; debía acercarse por lo menos cincuenta
metros más.
El atacante recargó su arma y comenzó a realizar
disparos con su rifle nuevamente. Bernardo se levantó rápido y emprendió a
correr, iniciando el conteo de las municiones proyectadas.
—¡UNO!
El impacto se hundió cerca donde Bernardo puso su
pie izquierdo, pero continuó corriendo, bordeando la playa.
—¡DOS!
El segundo disparo no estuvo ni cerca de la masa
del Capitán. Aun así, no se confió.
—¡TRES!
Bernardo pudo escuchar el silbido que produjo la
bala al pasar cerca de su cuerpo.
—¡CUATRO!
La cuarta traspasó el bolso que el Capitán traía
consigo, pero no lo impactó en su organismo.
El quinto disparo no se efectuó. Bernardo
comprendió que el arma se había encasquillado, dando una nueva oportunidad para
responder al ataque.
—Es mi ventana.
El Capitán de nuevo se colocó con una rodilla en el
suelo y apuntó su fiel rifle hacia el sujeto. Ahora Bernardo tenía un mejor
alcance para efectuar un tiro certero.
—¡BOOM!
El tiro fue infalible. Bernardo colocó su proyectil
en el brazo diestro del hombre, dejándolo inutilizable.
Guardia comenzó a correr, acercándose por el frente
a los otros dos cazadores que comenzaban a correr hacia lo interno del bosque.
Efectuó un segundo y tercer disparo, impactando en los muslos de los sujetos.
Al llegar al sitio, su recibimiento no fue nada
ameno.
—¡IDIOTA! —gritó el cazador que disparó sin medida
a Bernardo —¡Mi brazo!
—No me dio otra opción, señor —habló Bernardo
agitado—, nos disparó primero.
Tarnat y Guillermo observaron que Bernardo ya tenía
la situación controlada, por lo que comenzaron a acercarse a la zona donde se
encontraba la capitulación de los cazadores.
Bernardo ordenó a los sujetos quedarse quietos, a
la espera que Tarnat y Guillermo se acercaran. Al llegar, Guardia solicitó a
Guillermo revisar a los hombres para determinar si portaban más armas.
—Están limpios, Don Bernardo —indicó Guillermo
después de la revisión.
—Doctor Tarnat, ¿trae consigo equipo médico?
—preguntó Bernardo.
—Sí, señor Guardia, yo los atiendo— pronunció
Tarnat—. La herida del brazo de este hombre es significativa.
Bernardo solicitó a Guillermo ir en busca del
Sargento y una carreta para llevar a los heridos hasta Santo Domingo. Tarnat
por su parte, aplicó torniquetes y les brindó sedantes a los cazadores para
alivianar su dolor.
—Capitán —expresó fingiendo molestia—, no estoy de
acuerdo con que estos salteadores asesinen animales indefensos, pero no debió
dispararles en zonas tan sensibles.
—No se preocupe Doctor, es una manera de dejarlos
heridos sin la necesidad de quitarles la vida.
—¡Este hombre puede perder el brazo, señor Guardia!
¡Y ellos las piernas!
Los cazadores al escuchar las palabras de Tarnat,
cayeron en la histeria y desmallaron rápidamente.
—Parece que sirvió el sedante y mi comentario.
—Don Braulio, ¿pueden perder sus extremidades?
—No, solo quería aterrorizarlos un poco —expresó
Tarnat riendo—. Se lo merecen por salvajes.
Bernardo empezó a reír al ver el humor un tanto
negro que emanaba de Tarnat, atando los brazos de los hombres que tenían las
piernas heridas.
Guillermo Barrantes llegó con lo solicitado. Ramón
al bajarse de la carreta comenzó a acariciarse el estómago con las dos manos,
mientras observaba a los tres sujetos.
—Vaya Capitán, parece que el nuevo médico va a
tener trabajo hoy —indicó el Sargento—. Pues no perdamos tiempo, hay que
colocarlos en la carreta.
—Ramón, me vas a acompañar hasta Santo Domingo
junto con Don Braulio —ordenó Bernardo—. Guillermo, quédate con Don Walter y
con Andrés.
—Sí señor.
Los exploradores subieron a los cazadores en la
carreta y después iniciaron su trayecto hacia Santo Domingo. Al pasar por el
campamento, Guillermo se bajó y quedó a las órdenes del Mayor Davies.
—Walter, ¿seguro estarás bien quedándote la noche
acá?
—Bernardo, no hay problema —repuso Walter—. Me
falta terminar unos cálculos respecto a la otra punta que se ve a lo lejos. Nos
iremos en la madrugada y nos veremos mañana temprano para irnos a Golfito en
horas de la tarde.
—Como ordene, señor.
Bernardo, Tarnat y Ramón partieron hacia Santo
Domingo con los tres cazadores atados para que no pudiesen escapar.
El trayecto fue más sencillo de atravesar esta vez.
Al caer la noche, los aventureros llegaron a Santo Domingo. Primero pasaron por
la edificación del Estado para indicarle al Capitán García lo sucedido y
registrar a los hombres heridos, detenidos por atacar a la expedición y no por
cazar animales.
En el centro médico, el nuevo Doctor recibió a sus
nuevos pacientes, sorprendido por la herida del brazo del primer atacante.
—¡Cielos! —expresó el Doctor—, está herida es
importante.
—¿Sobrevivirá? —preguntó Bernardo un poco
preocupado.
—Sí no se infecta la herida, en un par de días
sanará. Sin embargo, su brazo y mano no serán los mismos nunca más.
El Doctor comenzó a buscar dentro de sus maletines
el equipo médico necesario para extraer las balas, sacando una pinza, agujas y
un fino hilo.
—Doctor, ¡él se lo merece por comportarse como
cavernícola salvaje! —expresó un agitado Tarnat.
—Don Braulio, no diga eso, por favor —sentenció
Bernardo—. Nadie debería sufrir esta calamidad. Esto fue un acto de
sobrevivencia, no de venganza.
—Tiene razón, señor Guardia —habló Tarnat un poco
apenado—. No fue muy civilizado de mi parte.
—Bien, ellos se quedarán esta noche acá —dijo el
Doctor—. El Capitán García dejó un soldado para vigilar que no se escapen.
—Agradecemos su atención, Doctor. Tenga buenas
noches —se despidió Bernardo—. Don Braulio, vamos al hotel.
—Gracias, deseo ir a tomar un baño. La eventualidad de la tarde me hizo transpirar en demasía.
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