Los Borucas: cultura viva, máscaras y el Juego de los Diablitos
...La niebla baja se cuela al amanecer entre los pliegues de la cordillera de Talamanca, a veinte kilómetros de la frontera con Panamá. Allí, en lo más alto de un valle verde, se despierta el pueblo boruca: el gallo canta, el humo de los fogones se eleva en espiral y el rumor del río Grande de Térraba acompaña la vida cotidiana. A primera vista, el pueblo parece un puñado de casas de madera rodeadas de vegetación y parcelas de maíz, pero detrás de esa calma se esconde una de las culturas indígenas más tenaces y orgullosas de Costa Rica. Con poco más de dos mil habitantes dispersos en 140 km² de reserva, los boruca —o bruncas— han mantenido su identidad frente a conquistadores, misioneros y la modernidad del siglo XXI. Su secreto: una memoria colectiva cimentada en leyendas, máscaras de madera y un festival que cada diciembre revive la lucha contra los españoles...
Un territorio, una lengua, una comunidad
La historia de los boruca se confunde con las montañas que habitan. Entre los siglos XI y XVI ya comerciaban con esferas de piedra y piezas de oro finamente trabajadas, indicios de una sociedad compleja que los cronistas españoles se apresuraron a subestimar. Cuando llegaron los conquistadores, los boruca formaban tres reinos —Quepoa, Turucaca y Coctú— y defendieron sus palenques fortificados con una fiereza que sorprendió a Juan Vázquez de Coronado en 1563. La resistencia no se libró solo con lanzas: las biritecas, mujeres guerreras, participaron hombro a hombro en los combates. Aunque la presión militar y la evangelización católica acabaron imponiendo el español como lengua principal, la cosmovisión brunca sobrevivió en la tradición oral y en la confianza absoluta en los mayores, guardianes de la sabiduría ancestral. Ese respeto explica que la comunidad se autogobierne hoy conforme a la ley de reservas indígenas de Costa Rica.
De la pobreza al renacer artesanal
Tras la conquista, la agricultura de subsistencia sostuvo a duras penas a la población; a mediados del siglo XX la pobreza era la norma. En 1970, la maestra Margarita Morales reunió a un grupo de mujeres y fundó «La Flor de Boruca». Su objetivo era simple y revolucionario: rescatar las técnicas de tejido y tallado que habían sido relegadas a las sombras. Con telares de cintura empezaron a teñir algodón con pigmentos naturales y, sobre todo, devolvieron a la vida las máscaras de balsa tallada que simbolizan espíritus protectores y animales de la selva. Treinta años después, el 90 % de las familias vende alguna artesanía; el ecoturismo y el etnoturismo complementan los ingresos y el Museo Comunitario —abierto en 1985 con apoyo del Museo Nacional— narra la epopeya boruca a visitantes de todo el mundo. El éxito económico no es mero folclor: es una estrategia de supervivencia cultural frente a carreteras, internet y teléfonos móviles.
El Juego de los Diablitos: memoria en movimiento
Del 30 de diciembre al 2 de enero, Boruca se transforma. Al compás de tambores y flautas, hombres —y ahora también algunas mujeres— se enfundan trajes de hojas de plátano o gangoche y se cubren el rostro con máscaras de diablos: ojos saltones, colmillos retorcidos, a veces colas de jaguar o plumas de guacamaya. Representan al pueblo indígena. Frente a ellos, un único participante porta un traje de toro: la encarnación de los invasores españoles. Durante cuatro días se persiguen, se enfrentan, caen y vuelven a levantarse en una coreografía que dramatiza la conquista y, sobre todo, la resistencia. El último día, los diablitos «matan» al toro; luego renacen en señal de renovación. Declarado Patrimonio Cultural Inmaterial de Costa Rica en 2017, el festival atrae a visitantes de todo el país y refuerza la identidad de los jóvenes, que tallan su propia máscara y la queman al final del ritual: cada año se empieza de nuevo, pero la tradición permanece.
Máscaras que hablan
Tallada en tres o cuatro días, una máscara boruca es tanto obra de arte como pasaporte espiritual. Se dibuja el diseño, se esculpe la madera de balsa o cedro con gubias, se lija y, si se desea, se pinta con acrílicos vivos; algunos artesanos añaden plumas o crines de caballo. El motivo puede ser un diablo grotesco, un jaguar, un tucán o una mezcla fantástica de ambos. En los últimos años las piezas han evolucionado hacia estilos más coloridos para el mercado turístico, pero la máscara «tradicional» sin pintura sigue siendo la favorita para el Juego de los Diablitos. Talla y pintura se enseñan en talleres comunales; así, el conocimiento no se pierde y se genera un ingreso que permite a los jóvenes quedarse en la reserva en lugar de emigrar.
Desafíos y futuro
Pese a los logros, la cultura boruca enfrenta riesgos: pérdida del idioma brunca, presión sobre la tierra y la tentación de producir artesanías en serie. Organizaciones comunitarias se han unido para regular la extracción de madera, revalorizar las leyendas sobre el héroe mítico Cuasrán y promover talleres de lengua en las escuelas. El ecoturismo responsable se perfila como aliado: senderos interpretativos, hospedajes familiares y demostraciones de tejido ofrecen al visitante una experiencia auténtica sin diluir la esencia cultural. La historia de los boruca es la de un pueblo que se niega a ser solo un capítulo del pasado. Con cada máscara tallada, con cada diablito que baila contra el toro, reafirman que la verdadera conquista no es la de un ejército, sino la de la memoria. Mientras haya un anciano dispuesto a contar una leyenda al calor del fogón, mientras una mujer tiña hilo con corteza de nance y un niño aprenda a saludar en brunca, la resistencia continuará, convertida en celebración de la vida y en lección de dignidad para quienes miramos desde afuera.
¿Quieres conocer más sobre este fascinante pueblo y su cultura? visita su sitio oficial: BORUCA
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