El Tesoro del Capitán Morgan

Marzo de 1671, Isla de Coques, cerca del Ecuador

    Henry Morgan contemplaba el botín de su aventura producto del asedio de la ciudad de Panamá.

    El pirata inglés había informado que, de su saqueo, únicamente adquirió la suma de mil libras de plata; sin embargo, esto no era del todo cierto.

    Durante el atraco, corrió el rumor del traslado de una buena parte del tesoro de la ciudad a Ecuador, tesoro muy rico en oro, plata y joyas. Morgan decidió que esto sería conveniente para sus planes, ya que él y sus leales hombres, sus perros marinos, como los llamaba, realmente habían tomado estas riquezas y buscaron un lugar ideal para ocultarlo.

    Muy al sur de la ciudad panameña, más cerca de las Galápagos que del territorio continental, en una isla desierta perteneciente a los españoles, nombrada Coques por el navegante Juan Cabezas en 1541, el Pirata galés había convenido ocultar su grandioso tesoro.

    Arribó a sus costas en horas de la madrugada, poco antes del alba.

   Al bajarse de su bote en compañía de tres hombres de su completa confianza, Morgan lanzó tres monedas de oro al aire, las cuales cayeron al suelo casi en un modo detenido por el tiempo. Sus hombres se abalanzaron sobre ellas como carroñeros para tomarlas como su propiedad, mientras su líder daba palabras de promesas… promesas vacías.

    —Terminemos el trabajo y recibirán otras más.

    Morgan los guio al centro de la isla durante un lapso que para ellos se hizo eterno. Al llegar a un claro en donde claramente se podía observar una enorme roca que eclipsaba a los imponentes árboles que formaban un círculo como espectadores de aquel evento, el capitán decidió excavar parte de la tierra frente a la gigante piedra para ocultar la recompensa de su pillaje a la poderosa ciudad española.

    Los hombres iniciaban acaloradamente la empresa. Morgan jugaba con una pequeña bolsa de lino llena de monedas que lanzaba al aire y agarraba en repetidas ocasiones para realizar repiques del sonido de su contenido y dar motivación a sus esforzados perros marinos.

    Morgan los detuvo.

    —Creo que es suficiente, con esta profundidad está bien.

    Morgan dio órdenes de bajar los enormes sacos cargados de miles de monedas y lingotes de oro y plata, reservando una cajita de madera con joyas y piedras preciosas para el final.

    Antes de completar la tarea, el famoso pirata abrió ese pequeño cofre y tomó para si un collar de oro que en su medio poseía un dije hecho con una pieza muy particular. La piedra que portaba se encontraba hecha en Ámbar, pulida finamente para darle una ligera forma que se asemejaba a una lagrima. En el centro de esta, capturada hace millones de años, una hormiga en posición de ataque había sido solidificada para la posteridad. Morgan apreciaba detenidamente la hermosa piedra y su contenido, pareciendo entrar en un trance que lo alejaba en sus pensamientos de aquella remota isla.

    Sus hombres terminaban de enterrar el botín y guardaban silencio mientras el legendario líder se reincorporaba a la realidad.

    —Capitán, hemos terminado, ¿qué debemos hacer ahora?

    Henry Morgan guardo silencio por un breve momento.

    Sus hombres sintieron un leve escalofrío en sus espaldas al ver la cara que su capitán reflejaba en medio del alba.

    Morgan pareció un hombre demente al tomar sus mosquetes y disparar sin medida a dos de los sujetos que se emplazaban encima del escondite del tesoro. Riendo y disfrutando de sus actos, ordenó al otro sujeto cortar las cabezas de sus antiguos compañeros y jurar decir que los dos piratas habían perdido sus cabales, queriendo atacarlos para dejarse el tesoro para ellos mismos, inventando una historia fantástica para atemorizar al resto de la tripulación y que no desearan retornar a la isla nunca más.

    A cambio de su silencio, Henry Morgan le entregó la bolsita llena de las monedas de oro para el solo.

    —Con esto guardaras silencio y nunca dirás lo que aquí ocurrió o te juro que, aunque yo muera, te seguiré atormentando hasta el final de tus días, maldito perro…

    —Juro que no sé de lo que habla, Capitán.

    Al retornar a la nave, nadie cuestionó la historia contada por su Capitán. Incluso su ayudante y fiel pirata perfeccionó el relato, exagerando la vil mentira; aunque en sus pensamientos, los cuerpos de sus compañeros se introducían como parásitos en su mente y lo hacían perder e hilo de su realidad.

    Durante las noches posteriores, ya en alta mar, al cómplice del Capitán, mientras contaba todas las monedas que había obtenido una y otra vez, su rostro creaba una sonrisa que reflejaba amplia codicia, imaginando futuros fantásticos que haría al gastarlas todas. Ya acostado y con sus pensamientos más introducidos en el mundo onírico que en la realidad, unos reflejos de sombras se paseaban frente a su hamaca y transitaban como siniestros espectros, produciendo leves murmullos que hacían que sus ojos se abrieran repetidamente. El hombre se agitó bruscamente, se levantó y bajó de su lecho de descanso. Subió a la cubierta dando pasos tan ligeros que nadie escuchó su salida, pero en su mente, las voces de sus amigos continuaban hablando ahora con palabras legibles que le reclamaban su comportamiento ante la muerte de ellos.

    Ya en la cubierta, las voces cada vez se hacían más claras y hablaban de un modo más expedito. El hombre se tapaba sus oídos, pero las voces no cesaban, continuaban parlando en su cabeza y de allí no podían salir, tal como almas prisioneras reclamando la justicia de su asesinato.

    El pirata entró en un trance de locura comenzando a correr hacia la popa del barco. Al no callar las voces de diferentes formas, decidió que la mejor manera de hacerlo, era ahogándolas en el fondo del mar… aunque él fuera con ellas.

    Al llegar a la popa, el hombre que hacía guardia y se encontraba en el timón de la embarcación, no tuvo tiempo de detener al pirata que corría sin mesura hacia la parte trasera del barco, lanzándose directo al fondo del océano Pacífico y perdiéndose para siempre.

Comentarios

Entradas populares