Capítulo IV “Entre Pasiones y Promesas: la Historia de Bernardo y Alejandra”
Hola. Esta es la cuarta entrega de la historia de Entre Pasiones y Promesas. Espero sea del gusto del lector.
Capítulo IV
En 1882, cuando Bernardo regresó a Costa Rica
tras sus tres años de formación en la prestigiosa Academia Militar de West
Point, no era el mismo joven que había dejado los campos de Alajuela años
atrás. Se había convertido en un hombre atractivo, formado en la disciplina y
el honor, con una carrera militar prometedora por delante.
Sin embargo, había algo que no había cambiado:
su profundo afecto por Alejandra, la joven con la que había compartido tantos
momentos felices entre los cafetales, y cuya imagen lo había acompañado durante
su estancia en el extranjero.
Bernardo llegó a la residencia que su familia
tenía en San José, donde fue recibido como un héroe por su familia y amigos.
Su familia lo veía como una figura de
éxito, un joven que había logrado destacar fuera del país y que ahora regresaba
para poner su talento al servicio de Costa Rica. A pesar de las celebraciones y
el bullicio que lo rodeaban, su mente no podía dejar de pensar en Alejandra.
No tardó en enterarse de los problemas que
había atravesado su familia y, sobre todo, de la dolorosa noticia de su
matrimonio con Ernesto Flores.
La revelación cayó sobre Bernardo como un balde
de agua fría. Los sueños que había alimentado durante años, la promesa implícita
de un futuro juntos, se desmoronaban con cada palabra que escuchaba sobre la
situación de Alejandra.
Sin embargo, sus sentimientos hacia ella
seguían siendo tan intensos como siempre. Para él, Alejandra no era solo un
amor de juventud; era una parte íntima de su vida, una conexión que ningún
matrimonio impuesto podría romper.
Decidido a verla, Bernardo viajó hacía Alajuela
para ir a visitarla. El corazón le latía con fuerza mientras atravesaba las
tierras que una vez conoció tan bien, los cafetales que guardaban los recuerdos
de su infancia.
Finalmente, al llegar a la casa de la familia
Flores, sus ojos se encontraron con Alejandra.
No eran los mismos jóvenes despreocupados que
alguna vez habían jugado por los campos, pero en ese primer instante, todo lo
que los había separado parecía desvanecerse.
Alejandra, al verlo, sintió que su corazón daba
un vuelco.
El regreso de Bernardo removió todas las
emociones que había intentado enterrar desde su forzado matrimonio. Habían
pasado tres años, pero los sentimientos entre ellos permanecían intactos.
A pesar de todo lo que había vivido, sabía que Bernardo
seguía siendo ese refugio, la única persona que la comprendía de verdad, más
allá de las apariencias y las expectativas.
El silencio entre ellos era evidente, cargado
de todo lo que no se habían dicho en los últimos años. Bernardo, aún con el uniforme
azul impecable de su regreso, dio un paso hacia Alejandra, su mirada llena de
preguntas no formuladas.
—Alejandra... —su voz era suave, como si
temiera romper el frágil hilo que los mantenía conectados—. ¿Cómo has estado?
Alejandra lo miró con los ojos llenos de
emociones contradictorias. Quería correr hacia él, abrazarlo, decirle todo lo
que había guardado durante tanto tiempo. Pero en su lugar, solo pudo responder
con un murmullo de voz.
—Estoy bien, Bernardo —dijo, aunque ambos sabían
que no era cierto.
Bernardo frunció el ceño, dando un paso más
cerca. —¿De verdad? He escuchado lo que ha pasado... con tu familia, y... —hizo
una pausa, el dolor cruzando su rostro—. Lo de tu matrimonio.
Alejandra desvió la mirada, incapaz de sostener
la intensidad en los ojos de Bernardo. —No fue mi elección —respondió,
sintiendo un nudo formarse en su garganta—. Las cosas... simplemente
sucedieron.
Bernardo apretó los puños, luchando por
contener la frustración. —¡No puedo creer que te hayan obligado a esto! ¡No
deberías estar viviendo una vida que no elegiste!
Alejandra levantó la mirada, sus ojos llenos de
lágrimas contenidas. —¿Y qué podía hacer, Bernardo? Mi familia lo perdió todo.
Este matrimonio... fue la única forma de salvarlos.
El silencio se instaló entre ambos una vez más,
pero esta vez estaba cargado de dolor compartido. Bernardo sacudió la cabeza,
como si luchara contra una realidad que no podía cambiar.
—Siempre pensé... —comenzó, su voz
quebrándose—. Siempre pensé que cuando regresara, todo sería diferente. Que nosotros...
tendríamos un futuro juntos.
Alejandra sintió cómo las lágrimas amenazaban
con caer. —Yo también lo pensé. Pero a veces... la vida no sigue lo que
queremos.
Bernardo dio un paso más cerca, su mano
alcanzando la de Alejandra. El contacto fue eléctrico, como si en ese simple
gesto estuviera todo lo que no podían decir en palabras.
—No importa lo que haya pasado —dijo Bernardo
en un susurro—. Mi amor por ti no ha cambiado. No puede cambiar.
Alejandra lo miró, sus ojos llenos de una
tristeza profunda. —Pero yo ya no soy la misma, Bernardo. Y aunque lo deseemos,
no podemos cambiar el presente.
Bernardo la miró intensamente, su corazón
rebelándose contra las circunstancias. —No puedo aceptarlo. No puedo perderte
así, Alejandra.
Ella bajó la mirada, incapaz de sostenerla.
Sabía que Bernardo estaba dispuesto a luchar por ella, pero también sabía que
el peso de las obligaciones y las decisiones que habían tomado otros era
demasiado grandes.
—No sé qué va a ser de mi vida, Bernardo —dijo finalmente,
su voz temblando—. Pero lo único que sé es que nunca dejaré de quererte. Eres lo
único que me mantiene en pie.
Bernardo la tomó suavemente por la cintura,
obligándola a mirarlo, le dio un beso cargado de ternura, la misma ternura que
una vez vivieron antes de despedirse. —Si alguna vez encuentras una salida...
si alguna vez decides que quieres algo más... yo estaré aquí, esperando.
Alejandra asintió con lágrimas en los ojos,
pero no dijo nada más. Sabía que lo que los unía era profundo, pero también
sabía que las cadenas de su vida actual eran demasiado fuertes para romperlas tan
fácilmente. El futuro seguía siendo incierto, y aunque el destino los había
separado, su amor permanecía, a la espera de una oportunidad que quizá nunca
llegaría.
Ellos lo sabían muy bien, pero el amor de la
juventud no entiende de límites.
Sus encuentros, primero tímidos y llenos de
silencios cargados de significado, pronto se convirtieron en largas
conversaciones hasta altas horas de la noche bajo el cielo estrellado de
Alajuela. Paseaban juntos por los mismos caminos que solían recorrer en su
juventud, pero esta vez con una nueva carga emocional.
Alejandra, atrapada en un matrimonio sin amor,
encontraba en Bernardo una vía de escape, un destello de la vida que había
soñado tener. Por su parte, Bernardo, aunque consciente de las implicaciones de
su cercanía, no podía ni quería alejarse de ella.
A cada paso que daban, la tensión entre ellos
crecía, y la chispa que había permanecido encendida durante tanto tiempo
comenzó a arder con más intensidad. Sin dar aviso, fue así como comenzaron un
romance oculto.
Un romance prohibido.
Pronto, esa llama se convirtió en algo
imposible de ocultar. A pesar de que Alejandra intentaba mantener las
apariencias, las miradas y los gestos entre ambos no pasaron desapercibidos en
la pequeña comunidad de Alajuela. Los rumores comenzaron a correr, alimentados
por las constantes visitas de Bernardo y la visible cercanía entre ambos.
Sin embargo, ni Alejandra ni Bernardo prestaron
atención a las habladurías. Para ellos, el resto del mundo parecía desvanecerse
cuando estaban juntos.
—Sabes que esto no puede continuar así —dijo
Alejandra una tarde, mientras paseaban entre los cafetales de la familia de
Bernardo. El cielo de Alajuela empezaba a teñirse de tonos naranjas y púrpuras,
y el aire cálido de la tarde envolvía sus palabras en una atmósfera densa,
cargada de lo que no se atrevían a decir.
Bernardo caminaba a su lado, con las manos en
los bolsillos, sin apartar la vista del horizonte. —Lo sé —respondió, su voz
baja, casi resignada—. Pero no puedo alejarme de ti, Alejandra. He intentado
mantenerme distante, pero... cada vez que estoy contigo, todo lo demás pierde
sentido.
Alejandra se detuvo y lo miró fijamente, sus
ojos grises llenos de una mezcla de tristeza y deseo. —¿Y qué vamos a hacer?
—preguntó con un hilo de voz—. No podemos seguir así, Bernardo. Si alguien nos
ve, si Don Ernesto se entera...
—No me importa lo que digan los demás
—interrumpió Bernardo, con un tono decidido—. Ni me importa Don Ernesto. Hemos
perdido demasiado tiempo, Alejandra. No quiero seguir fingiendo ni ocultando
mis sentimientos.
Alejandra suspiró, llevando una mano a su frente
en un gesto de frustración.
Sabía que lo que Bernardo decía era cierto. Los
encuentros prohibidos, las miradas cómplices, el roce de sus manos... todo ello
había ido construyendo un muro invisible que los separaba de la realidad, un
espacio donde solo existían ellos dos, pero ese espacio era frágil, imposible
de sostener por mucho tiempo.
—No es tan sencillo —murmuró ella, apartando la
vista—. Mi familia, tu familia... Estamos atrapados en un juego que no
controlamos. No quiero arruinarte, Bernardo.
Bernardo dio un paso más cerca, levantando su
mano para rozar la mejilla de Alejandra. El contacto fue suave, pero lleno de
intensidad. —No me arruinas —dijo, su voz temblando ligeramente—. Lo único que
me arruinaría sería perderte para siempre.
Alejandra cerró los ojos, sabiendo que, aunque
sus palabras la conmovían, la realidad era mucho más complicada de lo que ambos
querían admitir. —¿Y qué haremos? —preguntó finalmente, abriendo los ojos para
mirarlo con una mezcla de desafío y vulnerabilidad—. ¿Huir? ¿Dejarlo todo
atrás? Porque no veo otra salida, Bernardo.
Él se quedó en silencio por un momento,
considerando sus palabras.
La idea de huir con ella, de dejar atrás las
restricciones de la sociedad y las responsabilidades que pesaban sobre sus
hombros, le había cruzado la mente más de una vez. Pero sabía que no sería
fácil.
—Si me lo pides, lo haré —dijo finalmente, con
una determinación que sorprendió incluso a él mismo—. Me iré contigo,
Alejandra. A donde sea. No me importa el qué dirán, ni las consecuencias. Si
eso es lo que quieres... estoy dispuesto.
Alejandra lo miró, con el corazón latiéndole
tan fuerte que casi no podía escuchar nada más. La tentación de aceptar su
oferta, de dejarlo todo atrás y empezar una nueva vida con Bernardo, era casi
abrumadora. Pero al mismo tiempo, sabía que esa decisión tendría un costo
enorme. No solo para ella, sino también para él.
—No puedo pedirte eso —murmuró, bajando la
mirada—. No puedo ser la razón por la que lo pierdas todo.
Bernardo la tomó de su cintura, obligándola a
mirarlo a los ojos. —No estoy perdiendo nada, Alejandra. Lo único que quiero...
es estar contigo, juntos.
El silencio entre ellos fue roto únicamente por
el suave susurro del viento entre los cafetales. Ambos sabían que estaban en
una encrucijada, un punto en el que debían tomar una decisión que cambiaría el
curso de sus vidas para siempre.
—Dame tiempo —pidió Alejandra, su voz casi
inaudible—. Solo un poco más de tiempo.
Bernardo asintió con tristeza, en el fondo
sabía que el tiempo no sería su aliado. Pero en ese momento, rodeado por los
recuerdos de una vida que ya no les pertenecía, decidió que esperaría todo lo
que fuera necesario, con la esperanza de que el destino, de alguna manera, les
diera una segunda oportunidad.
Su relación clandestina floreció en los meses
venideros. Alejandra, a pesar de estar atrapada en un matrimonio que la hacía
infeliz, sentía que por fin podía ser ella misma cuando estaba con Bernardo.
Las charlas que compartían ahora durante las
noches, después de largos episodios de deseo y amor, les recordaba sus días de adolescencia,
que se convirtieron en un refugio para ambos. Aunque sabían que lo que hacían
estaba mal visto por la sociedad, su amor era más fuerte que cualquier norma o
convención. Cada encuentro era un respiro en medio de la asfixiante realidad
que los rodeaba, y en esos momentos, soñaban con la posibilidad de un futuro
juntos.
Debido a sus capacidades militares, Bernardo
fue ascendido al grado de teniente de uno de los cuarteles del ejército en la
capital. Ahora en San José, él nunca olvidaba a Alejandra. A pesar que su
carrera marcial comenzaba a despegar y estaba cada vez más ocupado con sus
responsabilidades, siempre encontraba tiempo para verla.
Se escapaba a Alajuela cuando podía, buscando
aquellos momentos en los que podían estar a solas, lejos de las miradas entrometidas.
Su amor, aunque prohibido, era una fuerza poderosa que lo impulsaba a seguir
adelante, incluso cuando todo parecía en contra de ellos.
—Cada vez es peor, Bernardo —susurró Alejandra
mientras se recostaba sobre su pecho, ambos envueltos en la sombra de la
pequeña habitación que compartían en secreto a las afueras de la ciudad cuando
él se escapaba de San José. El sonido de la lluvia afuera, golpeando suavemente
las hojas de los cafetales, parecía envolverlos en un manto de intimidad—. No
sé cuánto más podremos mantener esto oculto.
Bernardo la rodeó con sus brazos, su
respiración tranquila, pero su mente inquieta. Sabía que cada encuentro se
hacía más arriesgado, que el peso de las expectativas y el escrutinio de la
sociedad se cernía sobre ellos como una espada de doble filo. Pero también
sabía que renunciar a Alejandra no era una opción.
—No me importa lo que los demás digan o piensen
—dijo él, su voz firme, aunque cansada—. No hemos llegado tan lejos aquí para caer
ahora.
—Pero... Don Ernesto no es un hombre que acepte
las cosas sin más —respondió ella, con un tono preocupado—. Si se entera... no
sé qué hará. No es un hombre violento, pero tiene poder, conexiones. ¿Y si te
arruina? ¿Y si te destroza la carrera?
Bernardo se incorporó, apoyando un brazo sobre
la almohada mientras la miraba a los ojos. La luz tenue de la luna que entraba
por la ventana apenas iluminaba sus rostros, pero la intensidad en su mirada lo
decía todo.
—No me importa lo que él haga, Alejandra
—repitió, esta vez más enfático—. Yo también tengo conexiones, lo sabes. Y todo
esto —hizo un gesto vago hacia el uniforme militar doblado a un lado—, todo lo
que he logrado, no significa nada si no estás a mi lado.
Alejandra suspiró, acariciando el rostro rasurado
de Bernardo con delicadeza. Sabía que sus palabras eran sinceras, pero también reconocía
la ingenuidad en ellas.
Las murmuraciones en Alajuela se habían
intensificado, y aunque Bernardo aún no lo sabía, Don Ernesto había empezado a
sospechar. El esposo de Alejandra no era estúpido, y aunque había tolerado la
distancia emocional entre ellos, no lo haría por mucho más tiempo.
—He escuchado rumores —confesó ella, su voz
temblando levemente—. La gente en el pueblo comienza a murmurar. No tardará en
llegar a oídos de mi marido. Temo por ti, Bernardo. No puedo permitir que te dañen
por mi culpa.
Él la miró con ternura, pero también con la
determinación que siempre lo había caracterizado.
—No es por tu culpa —dijo suavemente—. Es por
nosotros. Todo lo que hemos vivido, lo que somos... No podemos permitir que el
miedo nos controle. Si he de enfrentarme a él, lo haré. Si decidimos escapar,
lo haremos juntos. Pero no podemos seguir ocultos por siempre, Alejandra. Lo
nuestro es real.
Alejandra cerró los ojos por un momento,
dejando que las palabras de Bernardo la envolvieran. Sabía que tenía razón,
pero también sabía que la decisión que tomaran los cambiaría para siempre.
Podían seguir como estaban, escondiéndose, o podían arriesgarlo todo por la
esperanza de un futuro juntos. Pero ese futuro estaba lleno de incertidumbre,
de peligro.
—Escapar... —susurró, abriendo lentamente los
ojos y fijándolos en él—. ¿Imaginas eso? Anteriormente sólo fueron palaras, pero
una vez que demos ese paso, no habrá marcha atrás.
—Es posible —respondió él sin dudar—. Pero no
me importaría donde, ni cómo lo haríamos.
Alejandra sintió un nudo en la garganta. La
idea de dejar esa vida de compromisos y sacrificios impuestos la tentaba más
que nunca.
—Y si nos descubren... —murmuró, dejando la
frase sin terminar.
Bernardo la tomó de la mano y la apretó con
fuerza, mirándola con determinación. —Eso no va a pasar, Alejandra. Vamos a ser
inteligentes, y lo haremos en el momento justo. Estás conmigo en esto. ¿Lo
estás?
—Estoy contigo —dijo con firmeza—. Donde sea,
como sea... lo haré.
A medida que pasaban los meses, la relación
entre Alejandra y Bernardo se tornaba más difícil de ocultar. Las miradas
juzgadoras de las damas y caballeros de Alajuela se hacían más evidentes, y la
presión aumentaba con cada encuentro. Sin embargo, ni Alejandra ni Bernardo
podían alejarse el uno del otro.
Su amor, nacido en la infancia y fortalecido
con el tiempo, era una llama que se negaba a apagarse. Cada vez que intentaban
distanciarse, la vida los volvía a reunir, como si el destino quisiera
recordarles que, a pesar de todo, estaban destinados a estar juntos.
El regreso de Bernardo había traído consigo la esperanza, pero también había creado una historia de amor prohibido que, aunque hermosa, estaba destinada a enfrentarse a duras consecuencias.
Ambos sabían que el tiempo no estaba de su lado
y que, tarde o temprano, la verdad saldría a la luz. Pero por ahora, preferían
vivir en el presente, disfrutando de cada momento robado, mientras el destino
seguía tejiendo sus hilos invisibles en torno a ellos.
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