Capítulo III “Entre Pasiones y Promesas: la Historia de Bernardo y Alejandra”

 


Hola a todos. 


Les entrego el tercer capítulo de la historia entre Bernardo y Alejandra. Que lo disfruten.


Capítulo III 

 

Antes de que Alejandra cumpliera diecinueve años, la tranquilidad que había caracterizado su vida en la ciudad de Alajuela se desmoronó. Su familia, una vez próspera, cayó en la ruina por las malas decisiones financieras de su padre. La familia Flores, que durante generaciones había prosperado gracias a sus tierras de café, se vio atrapada en una serie de inversiones fallidas.

La caída fue tan súbita como dolorosa.

Las conversaciones en el hogar de Alejandra ya no giraban en torno a las cosechas o los planes futuros, sino en cómo evitar que la familia se hundiera en la pobreza. La tensión y la desesperación llenaron cada rincón de la casa, y Alejandra, aún tan joven, sintió el peso de esa desgracia familiar como si fuera suyo.

Su padre, siempre orgulloso de haber mantenido a su familia en una posición de respeto y estabilidad, buscaba soluciones en cualquier dirección. En su desesperación, aceptó una oferta de un socio mayor de la ciudad de Heredia, un hombre llamado Ernesto Flores, cuyo apellido coincidía con el de la familia de Alejandra pero cuya fortuna y poder eran significativamente mayores.

Don Ernesto era un comerciante influyente, curtido en los negocios y con una reputación de ser un hombre astuto. Era viudo, sin hijos, y había mostrado interés en fortalecer su posición social a través de una unión con una familia de buena reputación, aunque decaída en recursos económicos. Al conocer la situación de los Flores de Alajuela, vio una oportunidad.

Fue así como el destino de Alejandra quedó sellado sin su consentimiento. Su padre, buscando desesperadamente salvar a la familia de la ruina, la comprometió en matrimonio con Don Ernesto. Alejandra, quien hasta entonces había soñado con un futuro libre y lleno de aventuras, se encontró atrapada en un destino que no había elegido.

La noticia la dejó paralizada.

El matrimonio con un hombre mucho mayor, al que apenas conocía y con quien no compartía ningún vínculo, se le presentaba como una cadena que la ataría para siempre a una vida que nunca había imaginado.

La tarde en que Alejandra se enteró de su destino, el sol parecía brillar con una intensidad ajena a la tormenta que se desataba en su interior. Estaba sentada en la sala principal de su casa, con sus padres frente a ella. Don Miguel, su padre, la miraba con una mezcla de culpa y desesperación, mientras Margarita, su madre, evitaba su mirada, torciendo las manos nerviosamente sobre el regazo.

—Alejandra... —comenzó Don Miguel, su voz temblando ligeramente—. Sabes que hemos pasado por tiempos difíciles. Las cosas no son como solían ser, y necesito que entiendas que lo que estamos haciendo es por el bien de la familia.

Alejandra frunció el ceño, sintiendo que algo muy grave estaba por ser revelado. —¿Qué estás diciendo, papá? —preguntó, su corazón acelerándose.

—Hemos llegado a un acuerdo —intervino Margarita, sin levantar la vista—. Con Don Ernesto Flores. Él... ha aceptado ayudar a la familia a cambio de algo importante.

Alejandra los miró, incapaz de comprender de inmediato. Entonces, lo supo. Sus peores temores se hicieron realidad en un instante.

—¿Ayudar? —preguntó, la incredulidad creciendo en su voz—. ¿A cambio de qué?

Don Miguel suspiró, incapaz de sostener su mirada. —De un matrimonio, Alejandra. Don Ernesto ha pedido tu mano, y yo... —su voz se quebró—. Yo he aceptado.

Alejandra sintió que el suelo se desmoronaba bajo sus pies. Un frío intenso recorrió su cuerpo, como si hubiera sido lanzada de repente a un abismo. —¿Cómo pudiste hacer esto sin consultarme? —preguntó, su voz temblando de ira y traición.

—No teníamos opción —dijo Margarita, rompiendo su silencio—. La situación es insostenible. Don Ernesto puede salvarnos de la ruina.

—¡No me importa el dinero! —gritó Alejandra, poniéndose de pie de golpe—. ¡Yo no lo amo! ¡No puedo casarme con él!

Don Miguel, con los hombros hundidos, parecía un hombre derrotado. —Sé que es duro, hija, pero no tenemos más opciones. Hemos perdido casi todo. Este matrimonio es nuestra única esperanza. Piensa en nosotros, en tus hermanos.

Alejandra sintió una ola de desesperación ahogándola. Pensó en Bernardo, en las promesas que se habían hecho bajo los malinches, en los sueños que habían compartido. Todo se derrumbaba, como si el destino cruelmente hubiera decidido aplastarlos bajo su peso. —No puedo hacerlo... se lo prometí a Bernardo… —susurró, más para sí misma que para ellos.

—Tienes que ser fuerte, Alejandra —dijo su madre con voz suplicante—. No estamos pidiendo que lo ames, solo que entiendas que esto es necesario.

Alejandra los miró, su pecho lleno de una rabia impotente. No podía creer que la vida que había imaginado para sí misma se evaporara de esta manera, decidida por otros, sin que tuviera siquiera el derecho a opinar.

—Yo nunca aceptaré esto —dijo con firmeza—. Nunca.

Don Miguel se levantó entonces, caminó hacia ella y, con lágrimas en los ojos, tomó sus manos entre las suyas. —Hija, por favor... no lo hago por mí, sino por todos nosotros. Si no aceptas, no sé qué será de nosotros, de tus hermanos... Esta es la única manera de salvar a nuestra familia.

Las palabras de su padre, cargadas de dolor, hicieron que su resistencia tambaleara. Alejandra no respondió, sintiendo cómo sus propias lágrimas luchaban por salir.

El silencio llenó la sala. Afuera, los cafetales seguían extendiéndose hasta el horizonte, indiferentes al drama que se desarrollaba en su interior.

Después del matrimonio acordado, las cosas cayeron en una falsa calma. Mientras su padre solventaba la situación económica de la familia, ahora al lado de Don Ernesto, Alejandra buscaba refugio en la que había sido su antigua casa, tratando de evitar la realidad que le imponían. Pasaba largas temporadas en su hogar de infancia, alejada del hombre que ahora era su esposo, en un vano intento de aferrarse a los últimos vestigios de su juventud.

El ambiente en la casa era sombrío, y cada visita de su esposo le recordaba la prisión invisible en la que se encontraba. Los días de risas en los cafetales y las tardes en el parque con Bernardo parecían pertenecer a una vida lejana, casi irreal.

La traición de su destino no solo la separó de sus sueños, sino también de Bernardo. Desde su partida a West Point, Alejandra había esperado pacientemente el regreso de su amigo de la infancia, su confidente, con la esperanza de que su matrimonio acordado con él se cumpliría y juntos podrían construir una vida feliz. Sin embargo, ese futuro había sido arrebatado sin previo aviso.

Las cartas que alguna vez cruzaban el océano desde los Estados Unidos hacia Costa Rica, llenas de promesas y sueños compartidos, comenzaron a perder sentido en medio del dolor y la resignación que Alejandra sentía en su nueva realidad.

El pronto regreso de Bernardo, que en otra época habría sido motivo de alegría, ahora la llenaba de angustia. Sabía que su situación lo cambiaría todo. Aunque él no estaba al tanto de los detalles de su matrimonio, Alejandra no podía imaginar cómo reaccionaría cuando descubriera la verdad.

La promesa que alguna vez se habían hecho, de estar juntos cuando él volviera, ahora parecía una sombra, un recuerdo doloroso que no podía ignorar.

El matrimonio con Don Ernesto, aunque carente de amor, era un hecho irrevocable. Él, con su experiencia y sagacidad, pronto se dio cuenta de la indiferencia de Alejandra. No era un hombre que ignorara las señales, pero tampoco era alguien que buscaría enfrentar una situación que no le beneficiara. Prefería el silencio a la confrontación, la apariencia de una vida estable a las complicaciones de un escándalo social. Para él, el matrimonio era más un acuerdo económico y social que un lazo sentimental.

Por eso, permitió que Alejandra pasara largas temporadas con su familia en Alajuela, sin hacer preguntas ni exigirle mucho.

A pesar de la fachada de normalidad que intentaba mantener, Alejandra no podía evitar sentir que el destino la había traicionado. Sus sueños de juventud, sus aspiraciones de recorrer el mundo y su amor por Bernardo parecían haberse desmoronado frente a sus ojos, reemplazados por una vida de compromisos no deseados y resignación. Sin embargo, en lo más profundo de su ser, Alejandra sabía que la llama que sentía por Bernardo aún ardía, a pesar de todo lo que había ocurrido.

Aunque tratara de negarlo, ese amor prohibido era lo único que la mantenía aferrada a un atisbo de esperanza en medio de la tormenta que había azotado su vida.

Los días pasaban lentamente, llenos de silencios y miradas perdidas al vacío. Alejandra no podía evitar pensar en lo que podría haber sido si el destino hubiera sido más amable con ella. Pero también sabía que el regreso de Bernardo marcaría un punto de inflexión en su vida, aunque aún no sabía si ese cambio sería para bien o para mal.

La traición del destino, aunque cruel, aún no había escrito su capítulo final.

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