Capítulo II “Entre Pasiones y Promesas: la Historia de Bernardo y Alejandra”
Con el paso del tiempo, los días despreocupados de la infancia dieron paso a una etapa de transición en la vida de Alejandra y Bernardo. La adolescencia llegó silenciosa, marcando un cambio profundo en sus vidas. Los cafetales que antes fueron su terreno de juegos ahora se veían diferentes, casi más pequeños, como si el horizonte al que ambos aspiraban se hubiese expandido.
Las responsabilidades aumentaban, y las expectativas
familiares empezaban a pesar en sus hombros, pero su conexión seguía siendo tan
sólida como siempre, como si los años no hubieran hecho más que fortalecer el
lazo que los unía.
El Parque Central de Alajuela se convirtió en
el nuevo escenario de sus largas conversaciones. Sentados bajo los frondosos
árboles, observaban el ir y venir de las personas mientras soñaban con sus
futuros. Alejandra, ahora una hermosa jovencita, con su mente inquieta y sus
ojos grises y brillantes de ambición, hablaba sin descanso de su deseo de
conocer lugares más allá de las montañas que rodeaban su tierra. Quería viajar,
ver ciudades que solo conocía por los relatos de viajeros o las pocas imágenes
que llegaban de los libros de la biblioteca de la ciudad. Su imaginación volaba
hacia lugares exóticos, países lejanos donde esperaba descubrir nuevas culturas
y experiencias.
Bernardo, en cambio, era más pragmático.
El sueño
de servir en el ejército que lo había acompañado desde su nacimiento, y ahora
que se acercaba el momento de partir a la Academia Militar de West Point en los
Estados Unidos, estaba a punto de materializarse. Sabía que su vida tomaría un
rumbo distinto, lleno de disciplina y sacrificio, pero también de honor y
responsabilidad. A pesar de la seriedad que implicaba su elección, siempre
encontraba consuelo y fortaleza en sus charlas con Alejandra, cuyas
aspiraciones lo inspiraban y lo desafiaban a ser más valiente.
Ambos sabían que sus caminos pronto se separarían, al menos por un tiempo. Los días en que corrían libres por los cafetales quedaban ahora en el pasado, y la incertidumbre sobre el futuro crecía. Sin embargo, lo que no había cambiado era el profundo cariño que se profesaban. Ese afecto, que había comenzado en la infancia como una simple amistad, se había transformado en algo más complejo y profundo.
Los silencios
entre ellos ya no eran incómodos, sino llenos de entendimiento. Había una
promesa tácita entre los dos, una esperanza compartida de que, pase lo que
pase, sus vidas seguirían conectadas de alguna manera.
—¿Te has dado cuenta de cómo ha cambiado todo?
—dijo Alejandra, rompiendo el silencio mientras observaban el ir y venir de las
personas en el parque. El viento fresco de la tarde acariciaba su rostro, y sus
ojos grises parecían perderse en el horizonte.
Bernardo, sentado a su lado, asintió
lentamente. —Sí, es extraño... Antes todo parecía tan simple. Corríamos por las
fincas como si el mundo fuera nuestro. Ahora... —Hizo una pausa, buscando las
palabras correctas—. Ahora todo se siente más complicado.
—Pero es emocionante, ¿no? —respondió ella,
girando para mirarlo con una sonrisa ligera—. Quiero decir, pensar en lo que te
espera en Estados Unidos, entrenando para ser un gran militar.
Bernardo sonrió, aunque en sus ojos brillaba
una leve sombra de incertidumbre. —Sí, supongo que es emocionante. Pero también
da miedo, ¿sabes? Dejar todo esto atrás... Alejandra, ¿y si, cuando vuelva, ya
no soy el mismo?
Ella lo miró fijamente, sus ojos buscaban
consuelo en los de él. —No lo sé... Quizá los dos cambiemos. Quizá cuando
vuelvas, las cosas sean distintas. Pero creo que siempre habrá algo que nos
conecte. Es como esos cafetales —dijo, señalando en dirección al horizonte, más
allá de la ciudad—. Siempre estarán ahí, aunque nosotros estemos lejos.
—¿Crees que podremos mantener nuestra promesa?
—preguntó Bernardo, su voz más baja, casi un susurro.
Alejandra sonrió con una mezcla de ternura y
nostalgia. —Siempre lo hemos hecho. Pase lo que pase, nuestros caminos
encontrarán una forma de cruzarse de nuevo.
Bernardo la observó por un momento, guardando
cada detalle de su rostro en su memoria. —Tienes razón, Ale. Pase lo que pase,
sé que nos volveremos a encontrar.
Las familias Flores y Guardia, conscientes de
la cercanía entre los jóvenes, empezaron a hablar sobre su futuro. En una
ciudad como Alajuela, donde las relaciones familiares eran tan importantes como
el trabajo en la tierra, no era raro que las uniones matrimoniales se
discutieran mucho antes de que los jóvenes siquiera lo consideraran. Los padres
de Alejandra y los tíos de Bernardo, en su sabiduría y con el deseo de
fortalecer los lazos entre ambas familias, acordaron que un matrimonio sería lo
mejor para asegurar el futuro de ambos.
Para Alejandra, el plan parecía una extensión natural de su relación con Bernardo. Aunque su mente soñaba con recorrer el mundo, la idea de unirse en matrimonio con su mejor amigo no la incomodaba. Él era su confidente, su protector, y en cierto modo, el compañero con el que podía imaginar un futuro estable y lleno de cariño.
Para Bernardo, el
compromiso con Alejandra era igualmente reconfortante. Sabía que, después de su
formación militar, regresar a Alajuela y a ella, le brindaría la estabilidad
emocional que necesitaba tras la dura vida en la academia.
Sin embargo, la vida tenía otros planes para
ellos. Lo que parecía una promesa sólida y firme se desvaneció poco a poco,
como el rocío de la mañana en los campos de café. El destino, que tantas veces
parecía aliado, ahora comenzaba a mostrar su imprevisibilidad. Bernardo se iría
a West Point con la promesa de volver y casarse con Alejandra, pero las
circunstancias que pronto los rodearían pondrían a prueba no solo su relación,
sino también su voluntad.
Durante ese último verano antes de la partida de Bernardo, las tardes en el Parque Central de Alajuela estaban llenas de nostalgia anticipada. Ambos jóvenes sentían que algo importante estaba sucediendo, aunque no sabían exactamente qué era. Cada conversación sobre el futuro estaba teñida de incertidumbre, y aunque hablaban de sus sueños con entusiasmo, una sombra de duda se colaba sobre ellos.
Quizás en el fondo sabían que el mundo
que les esperaba no sería tan sencillo como lo imaginaban en esos momentos bajo
los árboles del parque.
—¿Has oído lo que dicen mis padres y tus tíos?
—preguntó Alejandra una tarde, mientras ambos caminaban bajo la sombra de los
árboles de malinche que bordeaban el Parque Central de Alajuela. Los pájaros trinaban
en las ramas, pero el aire entre ellos se sentía más tenso de lo habitual.
—He escuchado algo —respondió Bernardo, con la
mirada fija en el suelo—. Y no me sorprende, la verdad.
Alejandra se detuvo y lo miró, esperando una
reacción más intensa. —¿Y no tienes nada que decir al respecto?
Bernardo levantó la vista, observándola con una
mezcla de vergüenza, seriedad y calma. —¿Qué quieres que diga, Alejandra? Es lo
que hacen las familias. Lo han hecho por generaciones. Y si lo piensas bien, no
es tan absurdo... nuestras familias son cercanas, y nosotros también lo somos.
Alejandra suspiró, sintiendo una mezcla de
resignación y aceptación. —Lo sé. Y no es que me moleste la idea. Solo que...
parece que están trazando nuestro futuro sin que nosotros lo elijamos.
Bernardo asintió lentamente. —Tienes razón.
Pero, ¿realmente es tan malo? —La miró con más suavidad ahora—. Alejandra,
hemos sido amigos desde siempre, nos conocemos mejor que nadie. Si hay alguien
con quien podría imaginarme un futuro, sería contigo.
—Eso es lo que me preocupa —dijo Alejandra,
dejando escapar una risa suave—. No es que no te quiera, Bernardo, al contrario.
Es solo que, a veces, siento que... que aún hay tanto por descubrir, tanto por
ver y vivir. Y aunque casarnos parece una buena opción, ¿qué pasaría si ese no
fuera nuestro destino? ¿Si no hay un más allá de esto?
Bernardo se quedó en silencio, reflexionando.
—Entiendo lo que sientes. Yo también pienso en lo que viene, en lo que nos
espera cuando me vaya a West Point... Pero, al final del día, siempre pienso en
lo que tendré al volver. Alejandra, eres lo único que me da seguridad en todo
este caos que se me viene encima.
Alejandra lo miró, y en sus ojos había una
mezcla de ternura y duda. —Entonces... ¿no te asusta que nos estén eligiendo
este futuro?
—Claro que me asusta —admitió Bernardo—. Pero
también me consuela saber que, pase lo que pase, será contigo. Alejandra, no sé
qué nos deparará la vida, pero si estás a mi lado, todo es más feliz. Sé que
este matrimonio que están arreglando es más por ellos que por nosotros... pero
tal vez, solo tal vez, sea lo que ambos necesitamos.
Alejandra sonrió, sintiendo una calidez que
contrastaba con su inquietud. —Supongo que, en el fondo, siempre lo supe.
Nosotros... siempre hemos sido una constante en la vida del otro. Y aunque a
veces sueño con otros caminos, no puedo imaginarme un futuro sin ti.
—Entonces, que sea nuestro futuro, no el de
ellos —dijo Bernardo, acercándose un poco más, con una mirada decidida—. Si
nuestras familias quieren que nos casemos, que sea porque así lo queremos los
dos, y no porque alguien más lo decida por nosotros.
Alejandra asintió, sintiendo que esa decisión
compartida, aunque no fuera completamente libre, era al menos un acuerdo entre
los dos. —Está bien. Si este es nuestro destino, lo enfrentaremos juntos.
El viento sopló suavemente entre los árboles, y
por un momento, el futuro que tanto temían parecía menos incierto. Bajo los
frondosos árboles, los dos jóvenes hicieron una promesa silenciosa, una que
iba más allá de los deseos de sus familias. Sabían que, pasara lo que pasase,
su lazo era más fuerte que cualquier plan trazado por otros.
Así, entre promesas susurradas y sueños por cumplir, llegó el día en que Bernardo debía partir. Alejandra lo despidió con una mezcla de tristeza y esperanza, sabiendo que esa despedida marcaba el fin de una etapa y el inicio de otra.
Aunque el futuro era incierto, ambos
mantenían la fe en que su vínculo resistiría el tiempo y la distancia. Pero la
vida, como el café en su proceso de maduración, no siempre sigue el curso que
uno espera, y las promesas de juventud a menudo se enfrentan a las pruebas más
duras del destino.
El sol de aquella mañana se filtraba entre los
árboles, bañando la estación de coches en San José con una luz dorada.
Alejandra y Bernardo se encontraban de pie en medio de la multitud de
familiares y amigos que habían ido a despedirlo. Ella, con los ojos llenos de
lágrimas contenidas, lo miraba con una mezcla de orgullo y tristeza.
—Prométeme que volverás —dijo Alejandra, su voz
apenas un susurro, lo suficientemente fuerte como para que solo él la
escuchara.
Bernardo asintió, tomando su mano con firmeza.
—Te lo prometo, Alejandra. No importa cuánto tiempo pase, siempre volveré
contigo.
—Lo sé, pero... —Alejandra hizo una pausa,
buscando las palabras—. ¿Y si todo cambia mientras estás lejos? ¿Y si el mundo
nos separa?
—Nada podrá separarnos —respondió él, con una
seguridad que parecía inquebrantable—. Lo que sentimos es más fuerte que la
distancia, más fuerte que el tiempo. Pase lo que pase, estaremos juntos.
El cochero emitió un silbido, una señal obligatoria
de que el momento de la partida se acercaba. Bernardo la miró intensamente,
como si quisiera grabar en su mente cada detalle de su rostro.
—Bernardo... —Alejandra no pudo evitar que una
lágrima rodara por su mejilla—. ¿Y si todo lo que hemos soñado no se cumple?
Bernardo, sin soltar su mano, se inclinó y, en
un gesto impulsivo y apasionado, la besó. Fue un beso cargado de promesas, de
anhelos y de la fuerza de una juventud que aún no conocía los verdaderos golpes
de la vida. A su alrededor, los murmullos de familiares y amigos se silenciaron
por un instante. Pero ni Alejandra ni Bernardo les prestaron atención; en ese
momento, el mundo parecía haberse reducido a los dos.
—Volveré —repitió Bernardo al separarse de
ella, su frente tocando la de Alejandra—. Lo que sea que el destino nos tenga
preparado, lo enfrentaremos juntos.
Alejandra asintió, sin confiar en su voz. El
cochero volvió a silbar, y esta vez, Bernardo tuvo que soltar su mano. Dio un
paso hacia atrás, sin dejar de mirarla. Ella se quedó en su lugar, observando
cómo subía al carruaje, intentando memorizar cada uno de sus movimientos.
El coche comenzó a avanzar, y mientras lo
hacía, Alejandra levantó una mano, despidiéndose, su corazón roto, lleno de una
mezcla de esperanza y miedo. Bernardo la observó desde la ventanilla, su mirada
fija en ella, hasta que el coche dobló la curva y desapareció en el horizonte.
Alejandra se quedó de pie, con el sonido del viento alejándose a lo lejos. Aunque sabía que este era solo el comienzo de una nueva etapa en sus vidas, también comprendía que el destino podía ser impredecible. Aún así, se aferró a la promesa que Bernardo le había hecho, a las palabras que resonaban en su mente como un eco: "Volveré".
Y con esa promesa en su corazón, regresó a los cafetales que tantas veces habían sido testigos de su amistad y creciente amor, esperando que el tiempo y la distancia no fueran más fuertes que el lazo que los unía. Sin embargo, en lo profundo de su ser, Alejandra sabía que la vida rara vez seguía el curso que uno esperaba. Las promesas, por más sinceras que fueran, pronto se enfrentarían a las pruebas más duras.
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