Capítulo I: "Intriga en Londres"
¡Hola a todos!
Disfruté mucho realizando la historia de Bernardo y Alejandra, así que decidí hacer una continuación de la vida de Bernardo Guardia posterior a los hechos del relato anterior. Esta vez escribí sobre Rafael y Bernardo, donde en la novela La Reliquia Boruca hace breve mención de como estos dos personajes se conocieron y sobre el incidente ocurrido en Inglaterra; pero acá, será desarrollado en siete capítulos.
La historia inicia en la época de finalización del romance de Bernardo y Alejandra, donde desarrollo un poco más la personalidad que caracteriza a nuestro personaje principal. También, los personajes históricos van apareciendo, mezclándose con los ficticios en una narrativa que comienza un poco seria, pero conforme avanza se torna en aventura.
Aprovecho para agradecer a todos los que han leído mis historias y han motivado la continuación de estos breves relatos.
Capítulo
I
San
José, agosto de 1884
El teniente Bernardo Guardia, joven de una estatura más alta del promedio de su nación, aún ataviado con su
uniforme de artillería, caminaba con paso firme hacia la estación de carruajes
de San José. El bullicio de la ciudad apenas lo distraía, su mente seguía
absorta en los ecos de la orden que su tío político, el presidente Próspero
Fernández, le había dado esa misma mañana. Lo habían llamado a dejar el cuartel
temporalmente para acompañar a su prima Pacífica, quien llegaba desde Alajuela.
Su mente vagaba entre la formalidad de la misión y los recuerdos gratos que
compartida con ella.
A lo lejos, distinguió el carruaje que se
acercaba. Pacífica bajó con elegancia, con su vestido largo y un sombrero que
la protegía del sol abrasador. Aunque habían crecido juntos, su relación no fue
muy cercana hasta su llegada del extranjero, y ahora parecía una amiga
inseparable.
Se abrazaron con un cariño renovado, como si el
corto tiempo que los había separado hubiera sido décadas.
—¡Prima! —exclamó Bernardo, alzando una ceja
con picardía mientras extendía su mano para ayudarla a bajar del carruaje. El
destello del sol al mediodía iluminaba su rostro con una calidez que reflejaba
una cercanía recién redescubierta—. Veo que el viaje te ha tratado bien. Estás
más radiante que nunca.
—¿Bernardo? ¿y de qué te quejas? —respondió
ella con una risa suave, dándole un golpecito juguetón en el brazo—. Te ves
todo hermoso y elegante con ese uniforme, como si hubieras nacido para llevarlo.
Ya me han contado que eres uno de los hombres más solicitados de San José. Las
damas no paran de hablar de ti.
El halago, aunque lleno de afecto fraternal,
provocó que Bernardo sonriera con modestia. Se permitirá un momento para
observarla de cerca. A pesar de todos los años indiferentes, había algo en la
relación con Pacífica que se sentía natural, cómoda, como si fueran hermanos.
Ambos rieron con una complicidad que solo los años de juventud compartida
pudieron crear, llenando el aire de un calor afectuoso.
Pero el tono jovial pronto fue reemplazado por
una nube de seriedad cuando Bernardo, bajando la voz, preguntó lo que realmente
ocupaba su mente desde hacía días.
—Pacífica, ¿cómo está Alejandra? —Su tono había
cambiado, ahora con una mezcla de inquietud y urgencia apenas contenida.
Mientras caminaban alejándose de la estación, la sombra de los edificios les
brindaba algo de privacidad para una conversación más íntima.
Pacífica bajó la mirada por un instante, como
si las palabras que estaba a punto de decir necesitaran ser medidas con
cuidado.
—Ha estado... enferma —dijo finalmente,
eligiendo cada palabra con cautela—. Mareos, náuseas... Temo que esté
embarazada.
Ella era la única a quien Bernardo había
confesado directamente su relación con Alejandra. La muestra de confianza que
él le brindó, afianzó el lazo que en aquellos tiempos comenzaba a forjarse. Pacífica
siempre deseó para sí, un romance como el que vivía su primo, pero no oculto ni
prohibido, sino más con el hombre a quién amaría por el resto de su vida, como
Dios mandaba hacer.
El silencio que siguió fue denso, cargado de
implicaciones.
Bernardo, aunque siempre capaz de mantener la
compostura, sintió una oleada de emociones entrelazadas con la noticia. En su
interior, algo se agitó, pero su rostro no mostraba más que una leve
contracción en la mandíbula.
El dilema de amar a una mujer casada era una
carga que había aprendido a cargar con discreción, pero las consecuencias de un
embarazo complicaban la situación de maneras que prefería no afrontar en ese
momento.
—Iré a visitarla lo más pronto posible —
prometió, aunque su tono sonaba distante, casi ausente. Prefería evitar pensar
en lo que un hijo implicaría para ambos. Cambió rápidamente de tema, buscando
alivio en otro asunto—. ¿Qué te trae a San José?
Pacífica, notando el cambio en su actitud, le
permitió el desvío. Sabía que el tema de Alejandra era una fibra delicada que
tarde o temprano se rompería, pero respetó su silencio.
—Mi tía Paz está por cumplir años, y he querido
venir a visitarla. Su salud no ha estado bien — explicó con una sonrisa
melancólica.
Al igual que su prima, la tía paterna también
se llamaba Pacífica, pero en familia, de forma cariñosa, siempre le decían tía Paz, como si el nombre buscara
atraer la tranquilidad que parecía necesitar en esos últimos meses.
El carruaje avanzó por las calles de San José,
dejando atrás el bullicio de la estación y adentrándose en una parte más
tranquila de la ciudad. El sonido de las ruedas sobre las piedras y el nivel
vaivén del vehículo acompañaban la conversación de los primos mientras se
dirigían hacia la residencia de su tía, esposa del expresidente José María
Castro Madriz.
Las grandes casonas, con balcones adornados y
ventanas amplias, reflejan la elegancia del barrio donde vivían las familias
más influyentes del país.
Al llegar, fueron recibidos con la formalidad
que caracterizaba a la casa de uno de los hombres más ilustrados de la historia
reciente de Costa Rica. La fachada de la residencia imponía respeto, con
colores que daban la bienvenida a los visitantes y jardines meticulosamente
cuidados. El aire olía a jazmín, y los sirvientes se apresuraron a abrir las
puertas con un saludo cordial.
Al llegar a la sala de recepción, doña Paz recibió a su sobrina y al joven
Teniente de manera cordial y cariñosa. Su semblante, aunque frágil, supo
taparlo de una forma pícara para no incomodar a sus visitas. Detrás de ella,
rápidamente apareció su esposo, el señor José María Castro Madriz, quien en
antaño había guiado los rumbos de la nación centroamericana de manera firme y
liberal.
Don José María Castro Madriz, un hombre de
porte distinguido y mirada aguda, comenzó a observar a Bernardo Guardia con
detenimiento desde el momento en que cruzó el umbral del salón. A sus sesenta y
cinco años, la figura del expresidente seguía imponiendo respeto. Aunque ya no
llevaba el peso del poder sobre sus hombros, su influencia en la política y la
vida intelectual del país seguía siendo profunda. Sabía bien quién era
Bernardo, no solo por su apellido, sino por el linaje que cargaba: sobrino del
difunto General Tomás Guardia, una figura controvertida que había marcado con
mano dura la historia de Costa Rica. A los ojos de don José María, Bernardo no
era solo un joven oficial, sino un enigma que deseaba desentrañar.
Tras los saludos de rigor, don José María, con
una sonrisa cordial pero inquisitiva, se acercó al teniente. Sus ojos brillaban
con curiosidad, como quien prepara un duelo de palabras.
— Bernardo, joven Guardia —dijo el
expresidente, señalando con una mano elegante un par de sillas dispuestas junto
a la ventana del salón—. Me gustaría saber más de su perspectiva sobre el país.
Como militar, sin duda debes tener opiniones formadas sobre la política de
nuestro tiempo.
El aire en la sala se volvió denso, cargado de
una tensión sutil pero innegable. Bernardo sabía que esto no sería una charla
trivial. La historia de su familia, y en particular la figura de Tomás Guardia,
aún generaba controversias en los círculos políticos. Guardia había sido un
líder fuerte, pero un tanto tiránico, y el apellido evocaba tanto respeto como
resentimiento. Sin embargo, el joven oficial no se dejó intimidar por la sombra
de su tío ni por la presencia imponente de don José María.
Con su carácter calmado y reflexivo, ganó el
desafío que el expresidente le había lanzado.
Ambos se sentaron y comenzó la conversación. Al
principio, Bernardo habló con cautela, midiendo sus palabras, pero pronto el
intercambio de ideas fluyó con naturalidad. Don José María, un hombre
profundamente liberal, defendía los ideales de la República, la educación y la
modernización del país, mientras que Bernardo, con su formación militar,
ofrecía una visión más pragmática, basada en el orden y la disciplina.
Sin embargo, lo que más sorprendió a don José
María no fue la inclinación hacia el militarismo que esperaba, sino la sutileza
y la diplomacia con las que Bernardo abordaba cada tema.
— Nuestro país necesita un equilibrio, don José
María —dijo Bernardo en un tono firme pero respetuoso—. No se puede avanzar
solo con la espada o con la pluma, sino con una combinación de ambos. Los
tiempos requieren firmeza, sí, pero también inteligencia para saber cuándo usar
la fuerza y cuándo la
razón.
Don José María lo observó con creciente
admiración. La profundidad del pensamiento de Bernardo lo había desarmado.
Esperaba de él una visión más radical, más inclinada a la fuerza bruta o la
autoridad militar, pero lo que encontró fue un joven con una mente aguda y una
capacidad de análisis sorprendente para su edad.
Ambos discutieron sobre el liberalismo, los
recientes cambios en el país y el papel que la élite política y militar debía
jugar en los años venideros. Las ideas de Bernardo, lejos de ser dogmáticas,
mostraron una flexibilidad que impresionó al veterano político.
— Eres un joven con una sabiduría poco común
para la edad que tienes —dijo finalmente don José María, inclinándose
ligeramente hacia adelante, con un brillo en los ojos que revelaba un respeto
sincero—. Creo que tienes mucho que aportar a este país.
Bernardo, con la modestia que lo caracterizaba,
agradeció el elogio, consciente de que aquella conversación no solo le había
permitido ganarse el respeto del expresidente, sino que también le había dado
una visión más clara de su propio lugar en la política y el ejército.
El ambiente se relajó a medida que la charla
llegaba a su fin, y con ella, la formalidad inicial dio paso a una cordialidad
genuina.
Esa misma tarde, Bernardo acompañó a su prima
Pacífica de regreso a Alajuela, asegurándose de que llegara sana y salva.
Durante el trayecto en carruaje, los dos primos charlaron sobre los cambios en
sus vidas, la familia y las responsabilidades que ambos habían asumido en sus respectivos
caminos. Sin embargo, mientras intercambiaban palabras, el pensamiento de
Alejandra seguía rondando la mente de Bernardo, quien aprovechaba la
oportunidad de ir a Alajuela para saber de su amante.
La incertidumbre sobre su futuro con ella lo inquietaba,
y la posibilidad de que el embarazo fuera cierto añadía una carga emocional que
prefería mantener bajo control.
Días después, Bernardo fue convocado al Palacio
Presidencial.
Mientras cruzaba las imponentes puertas del
edificio, un sentido de propósito lo invadió. El ambiente solemne y la
presencia de los guardias le resultaban familiares, pero esta vez su misión no
era militar. Próspero Fernández, su tío político y presidente de la república,
lo esperaba con una sonrisa que denotaba tanto afecto como una petición
especial.
— Bernardo —comenzó el presidente, señalándole un
sofá al costado de su escritorio—, me ha llegado una petición que no puedo
ignorar. El doctor José María Castro ha solicitado que seas su escolta
personal. Me habló muy bien de ti, parece que lo impresionaste profundamente.
Bernardo se quedó en silencio por un instante, sorprendido y halagado a la vez.
Sabía que esta solicitud no solo era un honor,
sino también una oportunidad única. Servir al expresidente no solo lo acercaría
a una de las figuras más influyentes del país, sino que también le permitiría
aprender de él y establecer conexiones clave para su futuro, tanto en el
ejército como en la política.
Con una mezcla de humildad y determinación, respondió
de inmediato.
— Será un honor servir a don José María —respondió Bernardo, sabiendo que esta nueva responsabilidad marcaría el comienzo de una etapa crucial en su vida. Una en la que sus habilidades y lealtades serían puestas a prueba.
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