Capítulo I “Entre Pasiones y Promesas: la Historia de Bernardo y Alejandra”
Hola. Bienvenidos al primer capítulo de los seis que prometí sobre la historia entre Alejandra y Bernardo. ¡Espero que lo disfruten!
Capítulo I
1872. En las fértiles tierras de Alajuela, donde las colinas se visten de verde intenso y los cafetales cubren el paisaje como un manto infinito, comenzó la historia de Alejandra Flores y Bernardo Guardia, dos vástagos descendientes de familias oligárquicas de la nación centroamericana.
Las plantaciones del llamado grano de oro no solo daban sustento a las familias del lugar, sino que también eran el escenario de innumerables memorias.
Entre los surcos y las sombras de los cafetos, los niños corrían y jugaban, sus risas resonando en el aire fresco de las mañanas, mezclándose con el bullicio de los trabajadores y el canto de los pájaros.
—¡Bernardo, apúrate! —gritó Alejandra, mientras corría entre los surcos, con sus pies descalzos sobre la tierra húmeda—. ¡El sol ya está saliendo!
—¡Ya voy, ya voy! —respondió Bernardo, riendo mientras trataba de alcanzarla—. Siempre tienes prisa, Alejandra. ¿Crees que el sol va a escaparse?
Alejandra se detuvo bajo un cafeto, con la respiración agitada y una sonrisa traviesa en el rostro.
—No es el sol lo que me preocupa —dijo, mirándolo con una expresión más seria—. Es este momento… estas hermosas mañanas. Un día nos iremos de aquí, y ya no podremos correr entre los cafetales como ahora.
Bernardo llegó a su lado, agitado pero aún sonriente.
—¿Irnos? ¿Por qué íbamos a hacerlo? —preguntó, levantando una ceja—. Estos cafetales siempre estarán aquí. Y nosotros también.
Alejandra lo miró, pero esta vez sus ojos se dirigieron hacia las montañas lejanas.
—Mis padres dicen que algún día tendré que ver más allá de estas tierras —dijo, con un leve suspiro—. A veces siento que el mundo es tan grande, pero yo solo conozco este pequeño rincón.
Bernardo arrancó una rama de café, jugueteando con ella.
—Este rincón es todo lo que necesitamos por ahora. Además, no te pierdes de mucho allá afuera —respondió, con una sonrisa que escondía cierta tristeza—. ¿Para qué buscar más? Aquí somos felices. Aquí estamos juntos.
Alejandra, con una expresión melancólica, miró de nuevo a las montañas que se veían en el horizonte.
—Quizás, pero… ¿y si hay algo más? ¿Algo que ni siquiera conoces? nunca sabremos si no lo buscamos.
Bernardo la observó en silencio por un momento, sus ojos fijos en ella.
—Tú siempre pensando en el futuro —dijo finalmente—, en lo que viene después. A mí me basta con esto. Contigo aquí, en Alajuela… no necesito más.
Alejandra volvió a mirarlo, una sonrisa dulce asomándose en sus labios.
—Tal vez tengas razón —dijo, bajando la mirada—. Tal vez todo lo que necesitemos esté aquí... por ahora.
Ambos se quedaron en silencio por un momento, disfrutando de la tranquilidad a su alrededor. Las risas de los niños, el bullicio de los trabajadores en la distancia, y el aroma del café recién cosechado llenaban el aire.
De repente, Bernardo rompió el silencio.
—Prométeme una cosa, Alejandra…
—¿Qué cosa? —preguntó ella, con curiosidad.
—Que, pase lo que pase, no olvidarás estos días —dijo él niño, su tono más serio ahora—. Que siempre recordarás estos momentos, nuestros juegos, nuestras carreras aquí. Prométeme que nunca olvidarás cómo se siente esto.
Alejandra tomó la mano de Bernardo, apretándola suavemente y con una sonrisa inocente.
—Te lo prometo, Bernardo. Nunca lo olvidaré —dijo ella, mirándolo a los ojos—. Nunca olvidaré esto... ni a ti.
El viento sopló suavemente entre los cafetos, mientras ambos permanecían en silencio, sabiendo que esos momentos quedarían grabados en sus corazones para siempre.
Alejandra y Bernardo crecieron juntos, como vecinos. Sus casas, apenas separadas por un sendero estrecho bordeado de plantas de café y árboles, se sentían como una extensión una de la otra. Las familias Flores y Guardia, grandes familias de la sociedad alajuelense, mantenían una estrecha relación, basada en la confianza, la amistad y el trabajo. Sus tierras colindantes se entrelazaban del mismo modo en que lo hacían sus vidas. Para ellos, la cosecha del café no era solo un sustento, sino una herencia compartida que los unía más allá de los límites físicos de sus propiedades.
Desde temprana edad, Alejandra y Bernardo formaron una conexión especial. Más que vecinos, eran compañeros inseparables, exploradores de un mundo vasto que apenas comenzaban a descubrir. Juntos pasaban horas correteando, jugando la anda o escondido, sus pequeñas manos manchadas de tierra, y sus rostros iluminados por el sol de la tarde. Alejandra, siempre curiosa y de espíritu libre, encontraba en Bernardo un aliado fiel y protector. Él, en cambio, admiraba la valentía y determinación de su amiga, fascinándose con su energía inagotable.
Esta amistad, sin embargo, no sería eterna, y ambos niños lo comprendían en el fondo de su inocencia. Bernardo viajaba con frecuencia a San José y Bagaces para acompañar a sus tíos, los Guardia, a eventos políticos y negocios familiares. Además, el niño de ojos claros cómo los de su difunta madre, sabía que tarde o temprano tendría que cumplir con la obligación que su familia le imponía: formar parte del ejército nacional. Para ello, sería necesario que dejara atrás los cafetales y su vida en Alajuela, y se formara en tierras lejanas.
A menudo, cuando el día de trabajo terminaba, los dos niños se sentaban bajo los grandes árboles de malinche que bordeaban los cafetales, observando cómo el sol se desvanecía en el horizonte, cubriendo el campo con una luz dorada.
Bajo la sombra de aquellos árboles, compartían sus sueños infantiles y prometían nunca separarse, sin saber que esas promesas inocentes se pondrían a prueba más adelante. En esos momentos, cuando el silencio del campo los rodeaba, el vínculo entre ellos se sentía eterno, como si estuviera destinado a resistir cualquier adversidad.
—Mira el cielo —dijo Alejandra, apoyando la cabeza en sus rodillas—. Parece que todo está cubierto de oro.
Bernardo, con las manos detrás de la cabeza y los ojos entrecerrados, asintió.
—Siempre es así cuando termina el día. Es como si el sol no quisiera irse —respondió, con una sonrisa perezosa.
Alejandra lo miró de reojo, su rostro iluminado por los últimos rayos de luz.
—¿Alguna vez pensaste que las cosas podrían cambiar? —preguntó de repente—. Que un día ya no estaríamos aquí, bajo estos árboles, viendo el atardecer.
Bernardo frunció el ceño, sorprendido por la pregunta.
—¿Cambiar? ¿Por qué habrían de cambiar las cosas? ¿otra vez lo mismo? —dijo, levantándose un poco para mirarla—. Siempre estaremos aquí, Ale, como ahora. Nada ni nadie nos va a separar.
Alejandra bajó la vista al suelo, donde jugaba distraídamente con una flor de malinche.
—Lo dices como si fuera tan fácil —murmuró—. Pero mi papá habla de que un día te iras a otro país. Que tal vez no nos veamos nunca más.
—No me importa lo que digan los demás, no será para siempre, solo serán unos cuantos años —dijo Bernardo, con determinación—. Te lo prometo, Alejandra, volveré. Nunca me iré de tu lado. Vamos a estar juntos siempre, sin importar lo que pase.
Alejandra levantó la mirada, sus ojos brillando con una mezcla de esperanza y temor.
—¿Y si no podemos? —susurró—. ¿Y si la vida nos lleva por caminos diferentes? Mi papá siempre habla de compromisos, de obligaciones... cosas que no entiendo del todo, pero siento que podrían cambiarlo todo.
Bernardo se inclinó hacia ella, tomando su mano con suavidad.
—Eso no va a pasar. No importa lo que digan o lo que hagan los demás. Lo que tenemos es nuestro, y eso nadie puede quitárnoslo.
Alejandra sonrió, pero sus ojos reflejaban una duda que no podía ignorar.
—Prométeme que no vas a olvidar estos días, Bernardo. Que no vas a olvidar cómo se siente estar aquí, conmigo, bajo estos árboles, sin preocupaciones.
Bernardo apretó su mano, su expresión llena de seguridad.
—Te lo prometo, Ale. Nunca olvidaré esto...
Se quedaron en silencio por un momento, el viento moviendo las ramas de los malinches sobre ellos, dejando caer más flores a su alrededor. El sol ya casi había desaparecido, y el campo se cubría de sombras largas.
—¿Y dime? —preguntó Bernardo de repente—. ¿Vas a prometerme que no vas a dejar que nada ni nadie te aleje de mí?
Alejandra lo miró, y una sonrisa tranquila se dibujó en su rostro.
—Te lo prometo —dijo con firmeza—. Aunque cambie todo lo demás, aunque todo el mundo nos ponga pruebas que ahora no entendemos... siempre estaré para ti.
Y allí, bajo los árboles de malinche y el cielo que lentamente oscurecía, sus promesas flotaron en el aire como las flores rojas, cayendo suavemente a su alrededor. Ambos se aferraron a esa sensación de eternidad, sin saber que el futuro pondría a prueba cada palabra compartida en aquella tarde dorada.
Los trabajadores de la finca miraban con ternura a los dos niños. Sabían que Alejandra y Bernardo compartían algo especial, algo que iba más allá de la simple amistad. Era un lazo forjado en la tierra misma, en los ciclos de las cosechas, en el trabajo y en la convivencia diaria. Los recuerdos de ellos corriendo entre los surcos quedaban grabados en la memoria de todos, como una postal que el tiempo no podía borrar.
A medida que crecían, sus juegos infantiles se transformaban en largas caminatas por los caminos que rodeaban la ciudad. Al cumplir las doce primaveras, sus conversaciones, que antes giraban en torno a juegos y aventuras imaginarias, comenzaron a llenarse de sueños más grandes, de anhelos que no podían expresar con facilidad, pero que ambos compartían en el fondo de sus corazones.
Eran dos almas que se entendían sin necesidad de palabras, dos corazones que latían al unísono en la quietud de la tarde.
—¿Alguna vez te preguntaste cómo será donde vas a estudiar en Estados Unidos? —preguntó Alejandra, rompiendo el silencio. Tenía la mirada fija en el horizonte, donde los campos de café parecían no tener fin.
Bernardo, con las manos en los bolsillos y la cabeza ligeramente inclinada, frunció el ceño.
—Sí, a veces —respondió, con tono reflexivo y voz puberta—. Pero me cuesta no sentir miedo. —Hizo un gesto en su rostro que denotaba temor.
Alejandra suspiró.
—Supongo que debes sentir miedo, Bernardo. Pero hay tanto afuera. Lugares que ni siquiera podemos imaginar. Me gustaría estar en tus zapatos... sentir que no estoy atrapada aquí.
Bernardo la miró de reojo, como si las palabras de ella hubieran tocado algo en lo más profundo de su ser.
—¿Tantas ganas tienes de irte? —preguntó con una mezcla de curiosidad y preocupación.
—No es que quiera irme —respondió Alejandra, deteniéndose para mirarlo a los ojos—. Es solo que... siento que hay algo más para nosotros. Algo que está esperando que lo descubramos. No sé cómo explicarlo.
Bernardo se quedó en silencio, observándola con una intensidad que no era común en él. Finalmente, esbozó una pequeña sonrisa.
—Siempre has sido la que sueña con grandes cosas. Yo, en cambio, no puedo dejar de pensar en lo que voy a dejar aquí. En mis tíos, mi hogar, en los cafetales... —Se encogió de hombros—. Creo que nuestras vidas están invertidas.
Alejandra lo miró con gracia.
—¿Lo crees?
—Sí, definitivamente —dijo Bernardo sonriente.
Alejandra sonrió.
—A veces pienso que no entiendo lo que tengo —dijo en voz baja—. Que este lugar es más especial de lo que imagino.
—Tal vez —respondió Bernardo, pateando suavemente una piedra—. Yo sólo sé que mientras estemos juntos, no importa dónde vayamos, sea acá en Costa Rica o Estados Unidos.
Alejandra lo miró, sus ojos llenos de una mezcla de gratitud y afecto. Ambos sabían que había algo más que una simple amistad entre ellos, pero eran demasiado jóvenes para comprenderlo del todo.
—Prométeme algo, entonces —dijo Alejandra, deteniéndose de nuevo—. Pase lo que pase, siempre vamos a estar el uno para el otro. Aunque los caminos nos separen distancias imaginables.
Bernardo se quedó quieto, mirándola con seriedad.
—Te lo prometo, Ale. Siempre.
Sin saberlo, en aquellos días de infancia, Alejandra y Bernardo empezaban a escribir los primeros capítulos de una historia que trascendería el tiempo y las circunstancias.
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